Transicion ecosocial, el paradigma de las nuevas generaciones – Por Bruno Rodriguez

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Por Bruno Rodriguez*, especial para Nodal

Sabemos que la crisis climática y ecológica consolida todas las cadenas de opresión social. El descubrimiento de los combustibles fósiles aceleró siglos de colonialismo, profundizando todas las dinámicas de sometimiento del norte hacia el sur global. El desbalance ecosistémico que produjo la industrialización se hizo invisible ante los beneficios que otorgó la sociedad de consumo. Nos hicimos adictos al ideario aspiracional que brinda el modo de vida imperial, sembramos progreso y cosechamos colapso. Hoy el 1% más rico de la población mundial emite más Co2 que la mitad más pobre. El 10% más poderoso es responsable de más del 50% de las emisiones globales. ¿Hay dudas sobre la relación entre la concentración de la riqueza, la brecha social y el cambio climático? El estallido social que se avecina es inconmensurable. La  irreversibilidad de los brutales efectos que acarrea el desplome planetario está cada vez más cerca.

¿Hay salida?

Hay salida si de una vez por todas logramos dimensionar la magnitud del problema. Debemos construir un paradigma de transición: Transformaciones estructurales sin precedentes. Cambiar radicalmente nuestro sistema económico es un mandato de supervivencia. Darle continuidad a la estructura vigente de los modelos de producción y de consumo implica aceptar la distopía.

Cortar con la reproducción de los ciclos acumulativos de la riqueza es un mandato de supervivencia. Concebir a toda medida que tienda a disminuir la pobreza y las desigualdades como medidas de adaptación y mitigación del cambio climático es un mandato de supervivencia. El paradigma de transición no debe quedarse únicamente en la metamorfosis industrial. Es por sobre todas las cosas, un cambio civilizatorio.

Esta fue la sentencia que nos legó la última movilización internacional por el clima. No hay sendero de esperanza posible si nuestra narrativa no apunta a la raíz de la crisis ecosocial.

Tanto el discurso como la praxis deben inclinarse por una tendencia revolucionaria. Es el camino que delinean con su entrega diaria las militancias territoriales que enfrentan los embates de las multinacionales megamineras en la Patagonia argentina.

Su consigna de protesta durante todo este verano, arroja sentido común al deseo lucrativo de quienes se benefician de la destrucción socioambiental:

«El agua vale más que el oro» decían los carteles chubutenses en abril. ¿Suena obvio no? La pulverización del sentido que marca la voluntad popular en Chubut es una constante del conflicto entre la población local y el modelo de saqueo económico propuesto por el gobierno provincial y su alianza con las entidades contaminantes.

En múltiples ocasiones el pueblo chubutense expresó categóricamente que el ingreso de la megaminería en su territorio no tiene licencia social. Pero la postura de las comunidades no se encierra únicamente en la negación al proyecto extractivista, prueba de ello es la iniciativa popular presentada por la Unión de Asambleas Ciudadanas ante la legislatura provincial, documento que cuenta con más de 30.000 firmas. Desde la academia desarrollista se desplegó una formidable campaña en defensa de los inexistentes beneficios económicos que implica la instalación de la megaminería en Chubut. Culminando en debates que desconocen por completo a los procesos de autodeterminación que dieron nacimiento a la iniciativa popular.

Y acá me quiero detener

Podemos situar en la mesa de debate a la industria megaminera y analizar todas sus aristas económicas y el impacto ambiental que acarrea, en el ejercicio democrático es normal y es saludable arribar a escenarios que nos encuentren divididos por las discrepancias o sintonizados por las coincidencias.

En mi opinión la megaminería forma parte del paquete de recetas de maldesarrollo implementadas a lo largo y ancho de la región, su huella ambiental coincide con la degradación del tejido social en los territorios dónde fue aplicada y desarrollada. Constituye un ariete más de los proyectos de miseria planificada para América Latina.

Ahora bien… En Chubut el debate no pasa por si esta industria es una esperanza económica para un pueblo asediado por las crisis recurrentes o por si representa lo contrario. En este conflicto el pueblo de la provincia ya se pronunció, y su decisión no está siendo respetada. Se produce un declive absoluto de la calidad democrática e institucional cuando los representantes de la población deciden hacer oídos sordos al dictamen de su propia base social. En estas luchas está en juego la democracia.

La historia de las resistencias socioambientales como la de Chubut, Mendoza o Andalgalá nos trazan las directivas que todo el movimiento debe adoptar de cara a los tiempos que se avecinan.

Particularmente si hablamos de cambio climático, no podemos impulsar la transición socioecológica mediante la mera difusión de los últimos descubrimientos de la ciencia climática a la espera de que las masas reconozcan la necesidad de un cambio.

Debemos constituirnos como un actor social capaz de incidir en el diseño de las políticas públicas. No estamos únicamente para proteger la flora y la fauna.

Estamos para pensar el acceso a la tierra, el techo y el trabajo. Estamos para cambiar las bases de la conformación fiscal del país. Estamos para transformar la política comercial externa.

Estamos para terminar con los ciclos de endeudamiento externo.

Nuestro movimiento no debe concebirse desde la negación de las condiciones materiales en las que vivimos, sino desde la oportunidad de un proyecto político inédito. Pensado a partir de la motivación que mueve a todos los movimientos populares: el hecho de que, literalmente, tenemos un mundo por ganar.

Por eso el próximo paso que debemos marcar es el de un cambio profundo en la matriz militante del movimiento socioambiental. No vamos a permitir que nos reserven el lugar en la historia que nos traduce únicamente como los evaluadores de los impactos ambientales de los planes económicos. Vamos a ser quienes discutan la orientación económica y el perfil productivo del país.

Narrativa internacional

Nuestro «subdesarrollo» es el bienestar del norte. Las necesidades más ordinarias de un ciudadano de clase media ubicado en una ciudad europea, estadounidense o canadiense se sustentan gracias a la explotación de los territorios latinoamericanos y africanos.

Es imposible dimensionar una salida frente al colapso socioecológico en el que nos inserta la crisis climática, si las formas de acumulación y el modo de vida imperial de los países centrales parmanecen intocables.

Mientras Estados Unidos organiza cumbres mundiales como el Alto Diálogo de las Américas para evaluar la ambición de las políticas climáticas del resto de las naciones, países como el nuestro se ven obligados a pagar una deuda externa de casi 52 mil millones de US$ contraída

con el FMI. ¿Qué hacemos para cumplir con nuestros compromisos financieros? Fortalecemos nuestra maquinaria generadora de divisas: Extractivismo, es decir, maximización de la actividad productiva en sectores intensivos en recursos naturales.

Todo este engranaje de depredación socioambiental es la realidad que vive el resto de la región. La destrucción del patrimonio natural latinoamericano le permite a un estadounidense, a un alemán o un canadiense, desayunar su palta a la mañana, despilfarrar sus ingresos en consumos superfluos y vivir como si existieran 10 planetas de sobra.

La crisis ambiental nos habilita a ver el mundo desde una óptica centrada en el sur. Nuestros sures requieren un horizonte que no sea un norte. Eso implica cortar con la complicidad de las colonias con el poder hegemónico del norte y construir brújulas desde nuestros territorios. Lo último que nos pueden colonizar son las soluciones.

Patria sí, colonia no es una consigna ambientalista que obligatoriamente debe instalarse en el centro de las negociaciones climáticas de cara a la Conferencia de las Partes.

*Miembro de Jovenes por el Clima

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