La OEA y los mitos – Por Jorge Lomonaco

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Por Jorge Lomonaco *

Se ha hablado mucho de la OEA en las últimas semanas, en ocasiones de manera muy crítica. Algunos de esos juicios merecen ser contrastados con datos, evidencia y argumentos. Por razones de espacio me concentro en dos de los temas que han dominado la discusión y que, a mi juicio, resultan más relevantes de explorar.

El Ministerio de las Colonias. En efecto, EU se impuso en 1962 para lograr la mayoría necesaria para suspender a Cuba de la OEA. Pero afirmar explícita o implícitamente que ha sido la dinámica desde entonces implica, por un lado, despreciar el trabajo de México y otros miembros en la organización por décadas y, por el otro, desconocer el trabajo de la organización.

A diferencia del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, EU no tiene derecho de veto y debe construir el apoyo para sus iniciativas, como todos los demás. Es cierto que la capacidad de influencia y el peso específico de EU le facilitan las cosas, pero está muy lejos de ser la aplanadora que muchos suponen. No en balde EU ha sido condenado en el seno de la OEA en por lo menos dos ocasiones: después de la invasión a Panamá en 1989, y por iniciativa de México en 2018, sobre la separación de familias de migrantes.

Por su parte, la influencia de México en la OEA es patente y muy superior que la que ejerce en otras organizaciones, por lo que su agenda y sus intereses han dominado frecuentemente. Ello explica decisiones como el establecimiento del MEM (Mecanismo de Evaluación Multilateral) para la lucha contra el narcotráfico, la adopción de la Convención Interamericana para la Lucha contra el Tráfico de Armas (CIFTA) o los proyectos de ayuda al desarrollo en Centroamérica, por citar sólo algunos ejemplos de cuestiones prioritarias para nuestro país. Más allá de lo anterior, como pude comprobar personalmente durante el tiempo que serví como embajador de México ante la organización, nuestro país con frecuencia opera como una fuerza moderadora y constructiva, que permite moldear de manera positiva los exabruptos estadunidenses y de otros países. Como se decía en los pasillos de la organización hasta hace poco, “nada pasa en la OEA sin México”.

La OEA no sirve para nada. Con frecuencia se comete el error de juzgar a una organización internacional como si fuera un ente abstracto, con vida propia. Por el contrario, las organizaciones internacionales son lo que quieren y no quieren sus miembros. Así, el crédito de los éxitos y la responsabilidad de los fracasos son de sus miembros, los gobiernos de la región.

Quienes piensan que las OEA es inútil posiblemente desconocen o convenientemente olvidan al Banco Interamericano de Desarrollo (BID) o a la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Pasan por alto el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, compuesto por una Comisión y una Corte que protegen, con estándares muy similares a su contraparte europea, las libertades y los derechos individuales mediante el monitoreo, recomendaciones y fallos de obligado cumplimiento para los Estados que aceptan su jurisdicción. Tal vez ignoren que las numerosas misiones de observación electoral que se despliegan en la región –en México desde 1994 con el formato que antecedió al actual– son las más sólidas y con mayor reconocimiento internacional, o probablemente no sepan tampoco que la OEA ha sido espacio de negociación para docenas de tratados y convenciones sobre temas de seguridad, desarrollo, derechos humanos y democracia, que con frecuencia han antecedido y servido de modelo para sus equivalentes en Naciones Unidas.

Para muchos, sin embargo, la falla principal de la OEA es su percibida incapacidad para lidiar con crisis políticas en la región, a pesar de ser la única organización internacional que cuenta con un mecanismo formal y obligatorio para hacer frente al rompimiento del orden constitucional en cualquiera de sus miembros (la Carta Democrática). Así, no deja de ser irónico que muchos de los que comparten esta crítica se escondan tras el principio de no intervención para justificar su propia inacción cuando se socava la democracia o se violan derechos humanos. En otras palabras, critican la falta de acción concertada al mismo tiempo que exigen que la OEA se abstenga de intervenir en la crisis… como no sea con la anuencia del líder acusado de romper el orden constitucional o de violar los derechos humanos. Más absurdo aún, la crítica es todavía más severa cuando, a pesar de todo, la OEA actúa.

Parecería entonces que el diagnóstico prevaleciente ha estado basado en información por lo menos incompleta. Sumado a ello, ha quedado en evidencia la imposibilidad de desaparecer la OEA para fundar un nuevo organismo sin el apoyo político necesario, sin recursos (EU y Canadá aportan las dos terceras partes del presupuesto) y sin un mecanismo de sucesión para los órganos y regímenes de los que dependen los miembros para muchos temas.

Sin embargo, no hay duda que la OEA se beneficiaría de algunos cambios, como es el caso de la mayoría de las organizaciones internacionales, incluyendo la ONU. Habría entonces que preguntarse si no sería más útil concentrar la influencia de México en mejorar la OEA que en destruirla. Quizás ése debería ser el centro de la conversación y no las simpatías o antipatías por su secretario general.

* Diplomático de carrera por 30 años. Exembajador ante ONU-Ginebra y OEA

Excelsior


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