Ecuador | Galápagos, un paraíso violento con las mujeres

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Por Thalíe Ponce y Jéssica Zambrano

Jennifer Haz fue víctima de femicidio en mayo de 2020. A partir de su asesinato emergió un movimiento feminista en el archipiélago de Galápagos para denunciar la violencia sexual que viven las mujeres en estas islas que, desde el continente —y el resto del mundo— se piensan como encantadas.

La palabra femicidio no era parte del vocabulario de Marlene Beltrán hasta que su hija Jennifer Haz se convirtió en la víctima número 33 de este delito en 2020 en Ecuador y la primera en las Islas Galápagos. Cuando Jenny —como le decía de cariño— fue asesinada por su expareja el 11 de mayo de 2020, Beltrán empezó a investigar. Quería que la muerte de su hija no quedara en la impunidad y que la condena fuera justa.

Hoy lo tiene clarísimo. “No fue un homicidio, fue un femicidio”, dice con vehemencia, sentada en una silla plástica en su local de souvenirs en San Cristóbal, Galápagos. Sabe que el femicidio fue tipificado en 2014 en Ecuador y que su condena va de los 22 a 26 años. Sabe también que en otros países existe además la figura de feminicidio, que implica la inacción estatal frente a este delito.

Es una mañana soleada de agosto de 2021, han pasado 15 meses desde la muerte de la cuarta de sus ocho hijos, “la más bonita y la más inteligente”. En las calles, los rayos del sol golpean el rostro de los pocos visitantes que hay en la isla. Adentro de la tienda, los recuerdos golpean a Marlene Beltrán. Se saca los lentes rectangulares de color vino y limpia sus lágrimas con las manos, deja los lentes a un lado: sabe que la conversación que viene no va a ser fácil. Hablar de Jenny aún duele, probablemente siempre duela.

Johanna, una de sus hijas, se hace cargo de la tienda mientras su madre conversa con nosotras, a ratos escucha con más atención la historia que tal vez ha escuchado tantas veces. De pronto se acerca y empieza a hablar: cuenta que Jennifer, quien trabajaba como profesora de primaria, los hacía estudiar a todos en casa, que nunca la vio triste y que cada vez que podía competía en las maratones de la isla. Soñaba con ir al continente —como las dos veces que viajó para estudiar una carrera universitaria— para medir sus tiempos de competencia. Su hermana le decía Bea, por su segundo nombre, Beatriz.

Johanna y Marlene recuerdan a Jennifer —Jenny, Bea— y por momentos hablan una encima de la otra, suben el tono, cuentan una historia a dos voces. Es como si sintieran la necesidad de descargarlo todo, alivio de por fin poder hablar, de ponerle nombre a eso que antes percibían, pero que no habían definido. El machismo, la violencia de género, el femicidio.

Hasta la muerte de Jennifer, la palabra femicidio tampoco era parte de las conversaciones sobre la cotidianidad de las islas encantadas. Peor de lo que se piensa de ellas. Una búsqueda en Google de la palabra Galápagos arroja en la primera página de resultados frases como: “es uno de los destinos más famosos del mundo para la observación de fauna” o “Charles Darwin lo visitó en 1835 y su observación inspiró posteriormente su teoría de la evolución”.

El archipiélago es conocido por su fauna cautivante, que incluye especies como tortugas gigantes, lobos marinos, tiburones, piqueros y pingüinos. Por su flora exótica, de cactus, mangles y el guayabillo, que con sus flores blancas y pequeñas es capaz de alcanzar hasta los 10 metros de altura. Por sus paisajes de aguas azules, celestes y verdes en sintonía con suelos rocosos de origen volcánico. Es el destino soñado, declarado Patrimonio Natural de la Humanidad en 1978 por la Unesco. Un paraíso.

Un paraíso que, como recuerdan las noticias en ocasiones, sufre amenazas. Este 2021, por ejemplo, la cobertura mediática se ha enfocado en visibilizar la pesca ilegal e indiscriminada, realizada desde barcos gigantes procedentes de China, Corea y Taiwán. En julio de 2021, un estudio publicado en Science Report reveló los impactos del mayor caso de pesca ilegal reportado en las islas, ocurrido en 2017.

Otro de los temas centrales al hablar de Galápagos hoy es la reactivación turística y económica, tras la expansión del Covid-19.

Pero sobre la violencia basada en género poco se lee, se habla o se escucha, a pesar de que activistas feministas que crecieron y residen en las islas consideran que es un “secreto a voces”. A pesar de que, según un informe técnico realizado por la Universidad San Francisco de Quito (USFQ) —y remitido al Consejo del Régimen Especial de Galápagos—, al menos una de cada tres mujeres ha sufrido alguna forma de violencia.

Un paraíso violento con las mujeres.

“En Galápagos siempre hemos estado hablando de conservación, de animalitos y de plantitas, pero de violencia de género jamás”, dice Isabel Iturralde, investigadora y máster en Estudios de Género. Está sentada en una banca de madera en el malecón de San Cristóbal, a pocas cuadras del local de Marlene Beltrán, y mientras habla, un grupo de lobos marinos rugen de fondo.

Esa idea es más que una percepción. Un estudio realizado por ONU Mujeres en 2019 señala que existe una “evidente tensión entre la imagen que se proyecta de Galápagos como destino (…) con énfasis en la conservación de la naturaleza y la protección de su frágil ecosistema, versus la barreras y necesidades socioeconómicas reales que viven sus habitantes, particularmente las mujeres”.

Iturralde, oriunda de Santo Domingo, reside en San Cristóbal desde hace 10 años. Aunque ha pasado algunos periodos fuera por estudio y trabajo, siempre regresa y pertenece al Movimiento Activista de Galápagos de Mujeres en Alerta (Magma), un colectivo que busca visibilizar la violencia basada en género en las islas.

En geología se entiende el magma como una masa de rocas fundidas que se encuentra en las capas más profundas de la Tierra a muy elevada temperatura y presión, que puede fluir al exterior a través de un volcán, tras una erupción.

La erupción con la que llegó el movimiento Magma a Galápagos fue el femicidio de Jennifer Haz.

“Esas son extremistas“, opina el propietario de un hotel en Santa Cruz al escuchar el nombre de este colectivo.

Aunque se levanta de la silla, entre indignado y preocupado, cuando le preguntan sobre la violencia de género en su natal Galápagos y cree que ese tema también es duro —al igual que la pesca ilegal y la falta de servicios básicos como el agua potable—, considera que los movimientos feministas lanzan acusaciones y no dejan hablar a los acusados. “Siempre hay dos partes”, dice.

Desde su creación, Magma ha denunciado públicamente —a través de las plataformas digitales, plantones y otras acciones— los diferentes tipos de violencia que viven las mujeres. Por ejemplo, en febrero de 2021, expusieron en sus redes sociales el #CasoPatricia, en el que una mujer sufrió una agresión física y sexual, pero cuyo agresor fue liberado tras dos días en prisión preventiva.

“En Galápagos se reproduce la violencia machista y los jueces no están preparados para atender y proteger a las víctimas y sancionar a los agresores”, escribieron en esa ocasión. Además de que el sistema judicial tiene trabas y le falta personal capacitado para atender este tipo de denuncias, considera que las turistas que enfrentan agresiones desisten porque esperar algún intento de justicia retrasaría sus posibilidades de irse.

“Obviamente eso crea una incomodidad en la gente. En el caso de las instituciones, se sienten señaladas”, opina Iturralde al saber que muchos las tachan de extremistas.

Pero Marlene Beltrán cree que nadie puede decirle eso a ella. “Yo le meto una cachetada, una bofetada, a la persona que me diga que protestar por la muerte de una hija es extremo. ¿Cómo es posible que pedir justicia sea considerado extremista? ¿Y si hubiera sido su hija?”, se pregunta con coraje.

El fuerte viento de agosto mueve un columpio desocupado dentro del vacío colegio Miguel Ángel Cáceres, en el sector La Alborada, en Santa Cruz. Se escucha un chirrido metálico, que resuena como una queja en el silencio de esa mañana soleada.

Las instalaciones del centro educativo están abandonadas desde marzo de 2020, tras la declaración de la emergencia sanitaria por Covid-19 en el país. Estaban abandonadas cuando, dos meses después, Eduardo Duque asesinó a Jennifer Haz en el terreno baldío de enfrente, apuñalándola 30 veces con un destornillador.

Una fotografía tomada por la Policía muestra el lugar acordonado por una cinta amarilla, cuando encontraron los restos de la víctima. Hoy —15 meses después de que se tomó esa foto— no hay cinta, no hay flores, ni la cruz de madera que la madre de Jennifer dejó para honrar la memoria de su hija. Los árboles han crecido y en las calles aledañas las personas transitan como si hubieran olvidado lo que ocurrió ahí.

El 11 de mayo de 2020 un vecino encontró el cuerpo y notificó a la Policía. Llamaron a su madre. Marlene Beltrán atendió el teléfono en San Cristóbal y le dieron falsas esperanzas de que su hija estuviera aún con vida. Entonces no estaban funcionando los botes que transportan pasajeros entre una isla y otra. El Covid-19 estaba en su pico en el continente y todo estaba detenido aquí y allá.

Beltrán estaba dispuesta a tomar una avioneta para transportar a su hija a un hospital en Guayaquil, de ser necesario, con tal de salvar su vida. Hoy sabe que cuando la llamaron realmente no había nada que hacer.

Se recuerda a sí misma gritando, desesperada, aturdida. Le permitieron subir a una lancha Sea Ranger de la Dirección del Parque Nacional Galápagos, uno de los únicos botes que tenían autorizada la movilización en esos meses. “Me dijeron: tiene 15 minutos, señora, coja su ropa, lo que tenga a su alcance, que en 15 minutos salimos”.

Durante las dos horas de viaje, los pensamientos a los que se enfrentaba Beltrán la hicieron perder la noción del tiempo.

A Charles Darwin se le atribuye la frase: no es la más fuerte de las especies la que sobrevive, tampoco la más inteligente, sino aquella que mejor se adapta al cambio.

Nicolette Maquilón, Marcela Santillana, Cristina Camuendo, Verónica Prado y Graciela Cevallos son sobrevivientes. De acuerdo con el estudio colombiano De víctimas a sobrevivientes, “la víctima se convierte en ‘sobreviviente’ cuando comprende y acepta su realidad, y cuando participa en los procesos de reparación y reconstrucción de su mundo de vida”.

Estas mujeres lo son y su evolución —y reparación— fue convertirse en activistas.

Nicollette Maquilón nos cita en un bar de Santa Cruz. La música alta hace que su ímpetu se multiplique en su tono de voz. Está furiosa. En noviembre de 2020 su blog personal Mi Diario Grita evolucionó en un movimiento. Empezó a hacer encuestas sobre la violencia que hay en Galápagos. Los primeros resultados arrojaron que el 87% de los encuestados cree que Santa Cruz es un lugar machista. Pero también mostraron que existe dificultad para reconocer la violencia:

—¿Ha sufrido usted algún tipo de abuso?

—No, pero ¿es un abuso que te metan los dedos?

Maquilón mueve las manos con el histrionismo que la caracteriza como bailarina profesional, abre tanto los ojos que parece que se fueran a desorbitar y, en ocasiones, gruñe. “Perdón, es que me indigna”, dice y golpea la mesa.

Le indigna que la violencia esté tan normalizada y que los galapagueños y galapagueñas no estén hablando de eso a diario. “Ah, pero si roban 160 tortugas todo el mundo se escandaliza…”, dice.

Ella también vivió la violencia en primera persona. Hace tres años fue violada por un hombre de su círculo familiar. Sabe lo tortuoso que es el camino para conseguir justicia: su juicio tomó dos años y ocho meses.

Marcela Santillana es guayaquileña, pero vivió los últimos seis años en Santa Cruz. La pandemia, su efecto económico y una oferta de trabajo en Guayaquil la llevaron de vuelta a su ciudad natal. En el área social del conjunto habitacional donde reside ahora, revive una escena dolorosa que atravesó en su adolescencia, pero que marcó el inicio de sus cuestionamientos feministas. Cuando tenía 15 años vivió un secuestro y violación en manada al tomar un taxi por la noche, saliendo de un centro comercial.

“Fui culpabilizada y arrastré por años ese sentimiento”, cuenta. Allí empezó a preguntarse por qué la sociedad suele señalar a la víctima en lugar de al victimario.

Muchos años y un divorcio después, en 2015, llegó a Galápagos. Las islas encantadas representaban la promesa del paraíso, pero Santillana volvió a encontrarse con un agresor: vivió violencia psicológica, física y sexual. Hoy, forma parte de Magma.

La historia de Cristina Camuendo también empieza con la violencia y deviene en el activismo. Camuendo es warmi kichwa, es decir, mujer indígena. Nacida en Quito y perteneciente al pueblo kichwa Otavalo, lleva más de 25 años viviendo en Galápagos. Actualmente es miembro de Runa Warmikuna Galápagos, un colectivo que trabaja en el empoderamiento y la visibilización de las mujeres indígenas que viven allí.

Recuerda una infancia marcada por el machismo: su padre no le permitía usar pantalones. Peor aún shorts, a pesar de las altas temperaturas que se sienten en el archipiélago durante el verano. Su obligación era utilizar el anaco, una vestimenta de origen preincaico que las mujeres indígenas se ciñen a la cintura, a modo de falda.

Pero eso fue solo el principio. Cuando tenía 20 años, Camuendo vivió violencia psicológica y física por parte de su expareja. “Como mujer te enseñan a callar, a aguantar. Te meten en la cabeza que la mujer es la que sujeta el matrimonio”.

Si acceder a la justicia ya es difícil siendo mujer en Galápagos y viviendo una situación de violencia, lo es aún más siendo indígena. “Aquí no hay un solo funcionario que traduzca o entienda el kichwa”, dice.

El kichwa es uno de los idiomas oficiales de Ecuador y el segundo más hablado después del español. No es absurdo pensar en la necesidad de contar con personal capaz de receptar denuncias en este idioma, sobre todo considerando que solo en Santa Cruz viven cerca de 2.000 personas de la comunidad kichwa salasaka. Es decir, representan el 13.3% del total de 15.000 habitantes que tiene Santa Cruz. Además hay decenas de personas de otras comunidades, como Otavalo, de donde es Camuendo.

Por las dificultades que tiene su comunidad para nombrar la violencia machista y las formas en las que la tradición presiona a las mujeres a sostener su hogar bajo cualquier circunstancia, el activismo es un eje central en su vida. Quiere amplificar las voces de aquellas que no pueden ser escuchadas. Y coincide con Nicollette Maquilón e Isabel Iturralde: “aquí se han concentrado tanto en la fauna y la flora, que se han olvidado de una sociedad humana”. El estudio de ONU Mujeres apuntaba ya en 2019 a una causa para esto ocurra: “la violencia contra las mujeres es una problemática que pone en riesgo la imagen pública de hospitalidad que abandera Galápagos, lo cual contribuye a su soterramiento”.

Verónica Prado habla de la violencia que vivió por parte de su expareja. “Si a mí no me mató mi esposo fue porque me defendí con una plancha”, cuenta en una cafetería en Santa Cruz.

Prado es guayaquileña pero vive desde 2011 en Galápagos. Sueña con ser abogada para defender a las mujeres que son agredidas, como ella lo fue. Aunque ese anhelo es aún lejano, trabaja desde ya con sobrevivientes y las ayuda a salir de sus círculos de violencia. Lo hace desde el Colectivo Mujer, del que forman parte 18 mujeres. “Si yo no hubiera reaccionado sería otra Jennifer”, dice.

Reaccionar, para ella, implicó reconocer que no era normal que su esposo le gritara y la golpeara. En 2014 colocó una denuncia en su contra y el hombre estuvo dos veces detenido, pero el caso no prosperó. Incluso, él —galapagueño— llegó a amenazarla con deportarla, una palabra que para quienes llegan del continente es sinónimo de perder la vida que han hecho en su nuevo hogar, en el paraíso. Y un concepto con el que muchos nativos que forman una pareja con extranjeras utilizan para extorsionarlas.

Junto a ella está Graciela Cevallos, también guayaquileña. La mujer, de 60 años, lleva más de tres décadas viviendo en Galápagos, trabaja como guía del Parque Nacional y es también parte del Colectivo Mujer. Escucha en silencio a Prado, a veces asiente mientras su compañera habla y otras veces su mirada se pierde, como recordando su propio proceso, el que atravesó su hijo, y cómo ha sobrevivido en la isla a pesar del acoso y la violencia naturalizada.

El 15 de enero de 2021, los colectivos feministas que se armaron tras la muerte de Jennifer Haz salieron a las calles en Santa Cruz para denunciar socialmente la violencia machista. Tenían un objetivo: entregar ante el Consejo de la Judicatura un manifiesto en el que demandaban que se declare en emergencia al sistema nacional para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres.

“Ni una más, ni una más, ni una asesinada más”, fue el grito con el que se inició la marcha. Nicollette Maquilón iba al frente, marcando el tono para las consignas con fuertes golpes al enorme tambor que llevaba colgado de su pecho.

Algunos videos recogen lo que sucedió ese día.

“Había cerca de 500 personas”, recuerda el hotelero que tildaba de extremistas a esas mismas activistas que lograron movilizar a centenas de personas —en medio de la pandemia— para visibilizar algo que había permanecido en la esfera privada por años en las islas. “Casi tumban el Consejo de la Judicatura”, asegura.

Había mujeres, hombres, adolescentes, niños y niñas. Algunos llevaban pancartas en las que se leían frases como “Galápagos indefenso”, “No te quedes callada”, “El machismo es pandemia”. Iban a pie y en bicicleta.

Las consignas cambiaban a medida que avanzaban por las cuadras. “El estado opresor es un macho violador” era otro de los gritos que se escuchaban. Finalmente llegaron al Consejo de la Judicatura, un edificio de ventanales de vidrio, pero se encontraron con la puerta cerrada.

“¡Que abran la puerta, que abran la puerta!”, gritaban. Esperaban que saliera Carolina Herrera, directora provincial de esta entidad, a recibir el documento.

En un lugar como Galápagos, este tipo de convocatorias son una novedad, casi un despertar, como un volcán que empieza a activarse. “En Galápagos recién estamos viviendo una revolución feminista que ya se vivió en Guayaquil y en Quito en los años 70 y 80”, dice Isabel Iturralde.

La protesta, antes tan extraña en las islas, empieza a ser parte de una nueva fuerza cotidiana. Dos meses después, los grupos a los que el Consejo de la Judicatura les cerró la puerta volvieron a las calles en la silenciosa Santa Cruz.

Era 8 de marzo de 2021, el Día Internacional de la Mujer. Llovía en la isla de Santa Cruz y llovía en Guayaquil. En la isla, los manifestantes llevaban pancartas en las que aparecía la foto de Jennifer. Nicollette Maquilón dirigía la batucada una vez más y gritaba “abajo el patriarcado se va a caer, se va a caer”, mientras el resto coreaba con ella.

Ese mismo 8 de marzo, en Guayaquil —a 1.238 kilómetros— la abogada Alexandra Arízaga miraba cómo Marlene Beltrán respiraba de otro modo, más tranquila. Eduardo Duque Pasquel, el femicida de su hija, fue sentenciado a 34 años y seis meses de prisión.

En Ecuador, el femicidio se castiga con prisión de entre 22 y 26 años, según el artículo 141 del Código Orgánico Integral Penal (COIP). Hay, en total, 41 agravantes que pueden aumentar esa condena. “Existiendo agravantes generales de la infracción penal, esta pena se incrementa en un tercio, esto es ocho años y seis meses, dando como resultado una pena privativa de libertad de 34 años y seis meses”, se explica en el documento Femicidio: Análisis Penológico, de la Fiscalía. En la condena de Duque se agregaron seis agravantes.

Ese día, cuando terminó el juicio, Alexandra Arízaga envió un mensaje de texto con la noticia a los colectivos que marchaban en Galápagos. “Ellos lo celebraron”, cuenta en una llamada por la plataforma Zoom, desde Cuenca, en la provincia del Azuay.

En el proceso, Beltrán le había dicho a su abogada que la justicia que llega tarde no es justicia. El femicida de Jennifer fue sentenciado antes de que se cumpliera un año de su muerte. Y a pesar de las trabas judiciales, de que tuvieron que enviar pruebas para examinar en Quito, de que Beltrán tuvo que viajar entre una isla y otra a pesar de que no resiste estar cerca de la casa en la que vivió su hija los últimos días, de que tomó dos vuelos para llegar a Guayaquil y de todas las personas que tuvieron que llevar a las islas a hacer las pericias necesarias, la sentencia se sintió como una forma de cerrar un capítulo. Como una forma de justicia.

Beltrán dio con Arízaga mientras buscaba juicios similares en Ecuador y encontró el caso ‘El Mangajo’, donde la abogada aparece como defensora de ocho de las víctimas de violación y pornografía infantil y procesos que se abrieron en su contra. Hasta inicios de octubre, seis han recibido condena. La cuencana además lleva adelante el juicio conocido como #CasoSuperNiñas, de tres menores de edad galapagueñas contra su padrastro. Las tres fueron abusadas sexualmente por el hombre y una de ellas fue, además, violada.

En Galápagos la justicia no tiene psicólogos ni un trabajador social enfocado en género, no hay gente en criminalística y la mayor parte de análisis médicos de pruebas se envían a Guayaquil.

La abogada cuenta que la desprotección existe desde el momento en el que no se cuenta con funcionarios capacitados para tratar a las víctimas de violencia de género. “Es una desventaja increíble. Una menor abusada sexualmente es cuestionada como si ella fuera la que tuviera que dar respuestas, en lugar de protegerla”.

Pero además de los cuestionamientos, está la ausencia de personal técnico como los peritos. “Llega una niña violada con el miedo que suelen sentir las víctimas de violencia sexual —que no le crean— y cuenta que fue abusada por su padrastro y al ir donde el médico para practicarse una valoración, este la examina y se da cuenta de que tiene la menstruación y dice que no le hará la valoración porque está enferma”, cuenta la abogada.

La víctima, menor de edad, tiene que volver a hacerse la valoración porque, como dice Arízaga, “al final del día el juicio penal se gana con pruebas y lamentablemente tenemos que conseguir esta valoración”.

Cristian Farez, fiscal de San Cristóbal, reconoce algunas de estas trabas y asegura que ha enviado varios oficios a la Fiscalía General del Estado solicitando no solo la ampliación de competencias, sino también un equipo técnico con el fin de que se practique el peritaje integral. “El problema de Galápagos tiene que ver con la falta de recursos y esto nos complica de manera profunda”.

El #CasoSuperNiñas está en llamamiento a juicio, instancia a la que han llegado gracias a la persistencia de la madre, a pesar de que las víctimas y la fiscal del caso han sido denunciadas por su agresor por supuesto fraude procesal. Según él, la víctima miente en las declaraciones y ha presentado acciones en su contra en juzgados de Quito, Guayaquil y Cuenca.

La justicia tampoco ha llegado para una adolescente de 15 años que fue víctima de violación en un barco el 8 de noviembre de 2020. Según consta en el expediente, un adolescente la invitó a un barco de turismo. Al sitio también llegaron el primo y un amigo, también menores de edad. En la embarcación, le quitaron su teléfono celular y abusaron de ella. Sin embargo —cuenta Graciela Cevallos— uno de los presuntos culpables pasea libremente por la isla con guardaespaldas. El caso es conocido en redes sociales como #CasoEndémico.

En epidemiología el término endemia hace referencia a un proceso patológico que se mantiene en una población o espacio determinado durante períodos prolongados. En Galápagos, pareciera que la violencia contra las mujeres es endémica.

De acuerdo con cifras de la Fiscalía, entre 2018 y lo que va de 2021, se registran en Galápagos un total de 531 denuncias de delitos de violencia basada en género: abuso sexual, acoso sexual, violación, violencia física y violencia psicológica.

Sin embargo, las organizaciones civiles del archipiélago aseguran que se trata de un subregistro. “El dato real es lo que vives en la calle”, dice Verónica Prado. Nicolette Maquilón se atreve a lanzar un estimado: 9 de cada 10 mujeres en Galápagos han sido víctimas de alguna forma de violencia de género. El cálculo de Marcela Santillana es el mismo.

El territorio galapagueño tiene 33.042 habitantes, de acuerdo con la última proyección demográfica del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). Están distribuidos en las cuatro islas pobladas del total de las siete islas mayores y 14 menores que conforman el archipiélago: San Cristóbal, Santa Cruz, Isabela y Floreana.

Sin embargo, la Fiscalía de Galápagos no funciona de manera independiente y a pesar de que es una provincia-región, no tiene una unidad provincial. Según explica el fiscal Cristian Farez, está adscrita a la Fiscalía del Guayas.

En el archipiélago hay oficinas de la Fiscalía únicamente en San Cristóbal y en Santa Cruz. La primera recibe y procesa además las denuncias de Floreana y la segunda, las de Isabela. ¿Pero qué pasa si una persona no puede hacer el viaje en bote entre islas para llegar a colocar la denuncia?

Farez contesta como repitiendo una respuesta prearmada que ha memorizado: “con la administración de la Fiscal General, Diana Salazar, se han creado las ventanillas virtuales”. Sin embargo, la conexión de Internet en casi todas las islas habitadas es lenta y costosa. Además, ¿de qué le sirve a una mujer colocar una denuncia a distancia si esa noche debe volver a casa con su agresor?

Isabel Iturralde considera que eso es una barrera para denunciar. Verónica Prado va más allá: cree que hay muchas mujeres que ni siquiera llaman al 911, porque lo ven como una pérdida de tiempo.

ONU Mujeres, en su informe, identifica algunos factores de riesgo o desencadenantes de violencia basada en género en las islas, que tienen que ver justamente con eso a lo que apuntan las activistas. Entre ellos: la falta de institucionalidad y presencia del estado en territorio, los altos niveles de impunidad de las personas agresoras, la inefectividad de la ley, la corrupción y la baja confianza en el sistema de justicia.

Una noche de abril de 2020, Jennifer Haz soñó que un cuervo negro la perseguía. Había empezado a recibir amenazas de su expareja, detenido por infringir el toque de queda dispuesto por la pandemia. Desde su encierro en una celda de la Policía de Santa Cruz le enviaba mensajes, le decía cómo la iba a matar. El 17 de abril de 2020 ella colocó una denuncia en la Junta de protección de la niñez y adolescencia, y la entidad le entregó una orden de alejamiento para su agresor.

En el sueño —tal como se lo narró a una amiga y como se grabó en la memoria de su madre tras leerlo en el expediente de su muerte— corría, corría, corría, hasta encontrarse con su hermano, quien le dijo “Jenny, huye”, siguió corriendo y saltó por una ventana hacia el otro lado. Despertó.

En Galápagos hay pinzones de Darwin, albatros ondulados, piqueros patas azules y patas rojas, fragatas, flamingos, pingüinos, pájaros tropicales de pico rojo. En total, 174 especies de aves únicas, 26 de ellas endémicas. Pero no hay cuervos negros. El cuervo en su sueño representaba a su agresor y el miedo que le tenía.

Treinta días después fue asesinada por el padre de sus tres hijos.

“Jenny ya sabía que la iban a matar”, asegura su madre. Lo sabía porque había blindado la casa en la que vivía con sus tres hijos: había protegido las ventanas con barrotes. “Parecía una cárcel”, dice Beltrán.

A pesar de que Duque tenía la orden de alejamiento, cuando Jennifer llamó a la Policía para denunciar que estaba intentando acceder a su casa, le dijeron que si el hombre estaba golpeando la puerta, no podía entrar. Y le aconsejaron que la próxima vez intentara grabarlo, para tener pruebas. Ese día, él no entró, pero el miedo de Jennifer crecía.

El 5 de mayo intentó agredirla nuevamente, esta vez en el restaurante en el que había conseguido trabajo para tener un ingreso extra a su sueldo de maestra. Lo llevaron detenido y el fiscal de turno le preguntó a Jennifer si él le había hecho daño.

—No, no me pegó.

—Bueno, entonces no hay nada.

El hombre quedó libre: el fiscal decidió no acusar porque no había sido notificado. “Eso fue una falla de la Junta, que debía remitir al proceso judicial que él fue notificado, sin embargo a mi criterio el titular de la acción penal es el fiscal y le correspondía hacer una llamada a la Policía para preguntar si estaba notificado o no. Y si se le acercó, él debía haber sido procesado por el incumplimiento”, dice Arízaga, la abogada que llevó el caso de Jennifer.

Cristian Farez dice que ese 5 de mayo él estaba en San Cristóbal. Era el pico de la pandemia y en esa época no había un fiscal permanente en Santa cruz, “un problema recurrente en las islas en estos años”. Por ello, él estaba a cargo de toda la provincia. Ese día, recibió el parte informativo de la detención de Duque, al que se había adjuntado una boleta de la Junta Cantonal de Santa Cruz. “El problema es que la orden no era específica, la Junta emitió mal la boleta”.

Por otro lado, Farez debía asegurarse de que Duque había sido notificado. Por ello, solicitó a un funcionario que se acerque a la Junta y saque copia del expediente. “Si él no sabía de la orden, no se podían formular cargos”, explica. Pero cuando el funcionario llegó a la Junta, se encontró con las instalaciones cerradas, por lo que no pudo acceder al expediente. Sin ese documento —alega— era imposible verificar el proceso administrativo y mucho menos si él fue notificado. Duque fue dejado en libertad y seis días después cumplió su promesa: asesinó a Jennifer Haz.

“Temo no por mí, sino por mis hijos, que se van a quedar solos”, le dijo Jennifer a su mamá después del sueño del cuervo.

En Ecuador, 1.095 niños y niñas han quedado en la orfandad desde 2014 —año en el que se tipificó este delito en el COIP— como consecuencia de los femicidios. Desde la muerte de su madre y la condena de su padre, los hijos de Jennifer Haz, de 11, 9 y 6 años de edad, están bajo la tutela de Angélica, la mayor de sus hermanas.

Marlene Beltrán espera que Angélica reciba un traslado de trabajo de Santa Cruz a San Cristóbal y que el Estado entregue a los menores de edad la compensación económica que estableció para los hijos e hijas de las víctimas de femicidio en el decreto 696 el 8 de marzo de 2019. Pero también espera que las autoridades hagan que la justicia deje de ser “oscura”, que ninguna mujer vuelva a ser víctima de femicidio y que ninguna madre —como ella— tenga que enterrar a su hija asesinada.

Cada vez que Marlene Beltrán ve al fiscal Cristian Farez caminar por el malecón de San Cristóbal le grita: “sobre tus hombros pesa la muerte de mi hija. No deberías pasearte por aquí”. Él solo agacha la cabeza y sigue su paso.

El 16 de marzo de 2021, ocho días después de que se dictara la sentencia en contra del femicida de Jennifer Haz, se aprobó la Ordenanza para la prevención y erradicación de la violencia en la provincia de Galápagos. Casi un año después de la muerte de una “querida maestra” —como anunció uno de los medios locales el asesinato de Haz— y de que las mujeres salieran a protestar en Santa Cruz por primera vez.

La Ordenanza parte de tres estudios que se hicieron en convenio con el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES). Se trata de los documentos de ONU Mujeres y de la USFQ, citados previamente en este texto, y un tercero, titulado Análisis FODA de la situación actual de los sistemas de protección y acceso a la justicia.

Esos estudios, realizados en 2019, arrojan datos claves para entender la violencia en la isla, como que más del 80 % de personas han escuchado casos de violencia física hacia las mujeres. Los datos también indican que en 2020, durante la pandemia, los llamados de auxilio se intensificaron: Del 12 de marzo al 31 de diciembre, el ECU-911 recibió 150 llamadas reportando casos de violencia intrafamiliar, contra las mujeres o miembros del grupo familiar. Adicionalmente, la Policía reporta 916 casos en los que tuvo que presentarse en un lugar por llamadas vinculadas a violencia.

Una de las propuestas de esta normativa es conformar la Mesa Interinstitucional de Protección Integral Social. Esta deberá garantizar que dentro de su presupuesto anual se establezcan acciones y montos específicos para la aplicación de este instrumento jurídico que, de alguna manera, pretende erradicar la violencia; porque como señala Farez, uno de los problemas de la isla es la falta de recursos asignados para llegar a soluciones concretas.

Los colectivos que para muchos son considerados extremistas han tenido que negociar para estar dentro de la Mesa Interinstitucional. Han tenido que gritar para hacerse escuchar y para que cuando se hable de Galápagos —desde el continente y el mundo entero— no solo se mencionen sus plantas y animales, sino también las mujeres que luchan día a día por sobrevivir en esa tierra.

“La muerte de Jenny pudo ser evitada, pero el sistema le falló”, dice Cristina Camuendo.

Marlene, Isabel, Nicolette, Cristina, Verónica, Marcela, Graciela y otras decenas de mujeres y activistas que viven en Galápagos no le van a fallar a Jennifer como lo hizo el Estado. En su nombre han iniciado una revolución y nunca más volverán a guardar silencio. Para ellas, las islas serán realmente ese paraíso que son para el resto del mundo cuando haya justicia y cuando ninguna otra mujer viva lo que ellas han vivido.

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