Chile, hacia el fin de la Posdictadura – Por Juan Pablo Cárdenas S.
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Juan Pablo Cárdenas S.(*)
Sea o no destituido de su cargo, Sebastián Piñera será indefectiblemente el último presidente de la Posdictadura. Aun en la eventualidad de un fracaso de la Convención Constituyente, el país sabe que la Carta Magna y las secuelas del régimen de Pinochet tienen, por fin, sus días contados.
Más de treinta años y siete sucesivas administraciones se demostraron renuentes a cumplir con el mandato popular que los obligaba a impulsar una nueva Constitución, como a ponerle término al régimen económico causante de la más escandalosa concentración de la riqueza y desigualdad social. El llamado capitalismo salvaje finalmente mostró su completa insolvencia y ya no habrá gobierno alguno que pueda evitar el advenimiento de la democracia y de la justicia. Así como la recuperación para todos los chilenos de sus riquezas básicas y recursos naturales estratégicos cedidos a precio vil a empresas privadas y consorcios extranjeros.
De paso, es posible que la nueva institucionalidad le ponga término también a la corrupción entronizada en todas las organizaciones del Estado y que acabe con la impunidad de los empresarios, políticos y uniformados inescrupulosos, cebados por las prácticas del cohecho, la malversación de caudales públicos y toda esa serie de vicios que hoy nos hacen competir en vergüenza con los países o regímenes más desacreditados del mundo.
Hay que reconocer que toda la falta de pudor se inició en el comienzo mismo de lo que se llamó jactanciosamente “Transición a la Democracia” y que resultara, en realidad, solo en la continuidad de los grandes ejes del régimen autoritario respecto de los sistemáticos atropellos a la dignidad humana, el neoliberalismo y la genuflexión oficial de nuestro Estado ante las potencias mundiales, como especialmente los intereses defendidos por la Casa Blanca. Incluyendo aquella “justicia en la medida de lo posible”, negándose a castigar las expoliaciones fomentadas por la Dictadura, las nuevas privatizaciones y aquel sinnúmero de episodios ilícitos vinculados a la concesión de carreteras y otorgamiento de sobresueldos a funcionarios “de confianza” u operadores.
Así como también la hipócrita resistencia, por años, a cambiar el sistema electoral binominal, la consolidación del sistema previsional de las AFP, cuanto otros disparates que se extendieron durante estas tres últimas décadas. Una situación a la que el pueblo movilizado le dijo “basta” con el contundente Estallido Social de octubre del 2019 que, de no haber sido por la irrupción de la pandemia del coronavirus, habría derribado del poder al actual mandatario.
Los escándalos de Sebastián Piñera no deben nublar la realidad de toda una posdictadura en que se le perdió el respeto a la política, se desnaturalizaron los partidos y se instó finalmente a los ciudadanos a preferir mayoritariamente la abstención electoral como a desapegarse de sus derechos cívicos. Hasta que una concurrida y contundente elección manifestara que un ochenta por ciento de los votantes optaba por constituir un legítimo poder constituyente, aunque resultara limitado en sus atribuciones por algunas normas abusivas impuestas por una confabulación legislativa.
Por los senadores y diputados que, en colusión con La Moneda y los poderes fácticos del país, ven a la Convención encargada de redactar una nueva Carta Magna como una entidad peligrosa para las intenciones de perpetuarse y medrar en el poder. En una maniobra urdida desde la llamada clase o casta política, salvo algunas dignas excepciones.
Por su condición de multimillonario siempre a la sombra del poder político y la lenidad de algunos jueces y tribunales, Piñera pasará a la historia como el más voraz de todos nuestros gobernantes y que, en su afán de hacerse más rico abusara de sus dos administraciones para elevar su peculio personal al precio, además, de reprimir criminalmente a sus adversarios.
Un balance que suma por cientos a las víctimas de nuestro pueblo mapuche que reclama la recuperación de sus propiedades y derechos arrebatados por la Dictadura y también los otros gobiernos autoritarios anteriores. En un fatal balance que cuenta por decenas a los jóvenes asesinados y torturados por Carabineros y el desdén hacia cientos de miles a los trabajadores despojados de sus derechos laborales, sueldos o pensiones dignas, cuanto acceso a la educación, la salud y la vivienda.
Si se hace justicia algún día, no vemos cómo Piñera podría escapar al estigma de criminal que hoy recae en presidentes como Arturo Alessandri Palma y un tirano como Augusto Pinochet, junto a todas esas divisiones de policías y militares que han ejecutado tan basto conjunto de masacres en el campo, en las salitreras, en las minas de carbón y, ahora, del cobre.
Sembrando de cadáveres toda nuestra geografía con hechos tan luctuosos como la Pacificación de la Araucanía, la Caravana de la Muerte y los diversos campos de exterminio y tortura. Desde nuestro Estadio Nacional hasta Pisagua, así como la horrenda aniquilación de algunas de nuestras etnias, a objeto de instalar en la Araucanía y la Patagonia a colonos de piel blanca y ojos claros para “purificar nuestra raza”, como se dijera entonces tan desembozadamente.
Sería conveniente que el juicio del que salvaron varios de nuestros presidentes esta vez no incluya al gobernante actual y que, antes o después de su mandato, sea condenado ejemplarmente, al igual que otros mandatarios o dictadores del mundo. Para que así, Chile pueda recuperar su plena dignidad, porque los delitos cometidos por Piñera y otros que lo antecedieron han afectado la honra de nuestro Estado y, por cierto, de su supuesta democracia.
(*) Periodista y profesor universitario chileno. En el 2005 recibió en premio nacional de Periodismo y, antes, la Pluma de Oro de la Libertad, otorgada por la Federación Mundial de la Prensa.