La columna de Pedro Brieger | Los Talibán, tan lejos y tan cerca de América Latina
Los Talibán, tan lejos y tan cerca de América Latina
Afganistán está muy lejos de América Latina y es uno de los países de Asia Central que menos puntos de contacto tiene con nuestra región ya que ni siquiera hubo corrientes migratorias importantes como las hubo de Ucrania, Rusia, China o Japón, para citar algunas. Las diversas culturas y tradiciones étnicas afganas son casi incomprensibles para nuestro acervo cultural, de la misma manera que las culturas andinas deben ser misteriosas para quienes viven en Afganistán, aunque una mirada antropológica seguramente encontrará elementos comunes de quienes nacieron allí o aquí a más de 4 mil metros de altura rodeados de altas cumbres nevadas.
La toma del poder por parte de los Talibán en 1996 y su amplia repercusión mediática provocó que se incorporara la palabra talibán a nuestro lenguaje como sinónimo de “fanatismo”, aunque en el idioma pastún “talibán” es simplemente el plural de “talib”, que significa estudiante. Claro que, como sucede en muchas ocasiones, el uso y costumbre deforma el sentido original de un término.
Las imágenes del retiro de las tropas estadounidenses de ese país después de veinte años de ocupación no deberían ser extrañas a nuestros ojos, aunque las invasiones estadounidenses en el siglo XX en América Latina y el Caribe no tuvieran la misma repercusión mediática por falta de las modernas tecnologías que permiten ver lo que sucede al instante en Kabul. Lamentablemente, el mundo no pudo ver en vivo y directo el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954, la invasión a Cuba en 1961 o a la República Dominicana en 1965, entre tantas otras invasiones de una larga y conocida lista de intervenciones norteamericanas que, al igual que en Afganistán, desde la Casa Blanca siempre dicen que es para “fortalecer la democracia”. Desde lo ideológico no hay nada en común entre los Talibán y los diversos movimientos populares y nacionalistas latinoamericanos que resistieron a los marines, salvo por el hecho de luchar contra una ocupación estadounidense.
La política de demonizar al enemigo por parte de Estados Unidos no distingue ideologías como bien se ha visto reflejado en tantas películas producidas por Hollywood donde alemanes, japoneses, soviéticos, vietnamitas, guerrilleros barbudos con habano, árabes o musulmanes son intercambiables según el momento histórico. Todos han sido ridiculizados hasta el extremo para generar consenso en la población norteamericana de que son un enemigo implacable al que es imperioso destruir y que cualquier método para ello es justificado; incluyendo las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Y vaya si lo conocemos en América Latina con la demonización de líderes populares que osaron desafiar las políticas de la Doctrina Monroe. Lo novedoso en las últimas décadas es la incorporación de nuevos conceptos vagos y difusos desde el Departamento de Estado como “guerra global contra el terror”, “estados fallidos” o “narcoestado”, categorías que sirven para estigmatizar a quienes se oponen a las políticas norteamericanas.
La enunciación de la “guerra global contra el terror” después del ataque a las Torres Gemelas en 2001 le permitió a Estados Unidos justificar intervenciones directas -o indirectas matando con misiles teledirigidos- en lugares donde Washington ni siquiera está formalmente en guerra. Si bien la mayoría de las intervenciones suceden en Africa y Asia, América Latina nunca deja de estar en la mira con la excusa de la existencia de “redes de terrorismo transnacionales” que estarían financiando el narcotráfico. Los casos de Venezuela y Colombia son paradigmáticos. Mientras Colombia es hace años el mayor productor y exportador de cocaína del mundo, en la mayoría de los grandes medios de comunicación de alcance global repiten una y otra vez que Nicolás Maduro está al frente de un “narcoestado”.
Afganistán parece estar muy lejos de América Latina, aunque no tanto. Después del atentado del 11 de septiembre de 2001 Estados Unidos evaluó bombardear América del Sur. En un memorándum secreto redactado por el subsecretario de Defensa, Douglas Feith, dirigido al secretario de Defensa Donald Rumsfeld con fecha del 20 de septiembre, se sugiere “golpear a los terroristas primero fuera del Medio Oriente, tal vez seleccionando de manera deliberada un objetivo que no estuviera ligado a Al Qaeda, como lo era Irak. Dado que los ataques de Estados Unidos se esperarían en Afganistán, un ataque en Sudamérica o el sudeste asiático sería una sorpresa para los terroristas”.