México | De consultas populares en favor de la justicia, la memoria y la verdad – Por Ricardo Orozco

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Por Ricardo Orozco*

México acaba de atravesar por uno de sus más grandes procesos electorales, no sólo por el tamaño de los comicios, el número de cargos disputados y el costo económico que representaron, sino, asimismo, por todo lo que políticamente se jugó en dichas elecciones para el porvenir del proyecto de nación que se inauguró en las presidenciales de 2018. Y, sin embargo, a pesar de esa enormidad, será la Consulta Popular —prevista para celebrarse el próximo primero de agosto del año en curso— la experiencia de participación ciudadana en la que, en verdad, se pondrá a prueba la viabilidad transexenal de eso que se asume a sí misma como una Cuarta Transformación de la vida pública nacional, toda vez que, de los resultados que se obtengan en ella dependerá la posibilidad de afianzar, en los años por venir, una propuesta de gobierno transexenal, con marcados rasgos de izquierda o, por lo contrario, una violenta reacción de los intereses que se vean afectados por la Consulta, abriendo la puerta a que en el país se experimente un escenario político muy parecido al que en el Sur de América se ha venido presenciando, a lo largo del último lustro, de la mano del golpismo en todas sus formas y variantes.

Y es que, en efecto, a pesar de que la Consulta Popular en materia de juicio a expresidentes de México no es, hasta ahora, de carácter vinculatorio (razón por la cual, en tanto no se realice una reforma constitucional, como ya fue propuesto por el presidente de la República, dicho ejercicio operará apenas como un termómetro del sentir colectivo de la ciudadanía respecto de sexenios anteriores, hasta la década de 1980), lo cierto es que los resultados que arrojen darán cuenta del respaldo con el que cuente o no el mandato popular de Andrés Manuel López Obrador para sacar adelante el que sin duda es su compromiso de campaña más importante y, a la vez, el más radical de todos. ¿Por qué?

De entrada, quizá valdría la pena comprender que dicha Consulta no es poco más o poco menos que una estrategia dogmática y partidista de López Obrador para desviar la atención de la ciudadanía del enorme cúmulo de problemas que atraviesa en el día a día el gobierno actual. Por lo contrario, guardando las debidas proporciones, dicho ejercicio de participación política directa supone realizar en este país algo muy próximo y bastante parecido a los procesos políticos que en toda América (desde la frontera de México con Belice y Guatemala, hasta el Cabo de Hornos, pasando por el Caribe) se llevaron a cabo luego de que cada una de esas sociedades se deshizo de sus propias dictaduras cívico-militares.

Procesos estos, hay que subrayarlo, que no tuvieron como objetivo primordial únicamente el enjuiciar a los responsables políticos, logísticos, administrativos y operativos que durante toda la segunda mitad del siglo XX mantuvieron sometida a la región a través del uso de la violencia armada, las desapariciones forzadas, la tortura y los asesinatos a mansalva, sino que, antes bien, hicieron de su motivante principal y de su fundamento el que todas las sociedades que atravesaron por regímenes de seguridad nacional y Estados de contrainsurgencia consiguiesen, más que reconciliación nacional, reconocimiento de los crímenes y los abusos de los que fueron objeto, acceso a la justicia, reparación de los daños y perjuicios que se les ocasionaron y, por supuesto, garantías de no repetición, no únicamente en favor suyo, en tanto que victimas históricas de la dictadura, sino, antes bien, para la totalidad de la población que habita en esos países.

En la jerga jurídica y en el argot político de la región, a esas experiencias son a las que se conoce como «procesos de Memoria, Verdad y Justicia», generalmente conducidos por Comisiones de la verdad y/o la memoria. Justicia, verdad y memoria, pues, son los tres elementos, los tres contenidos políticos fundamentales de todos los procesos que en la historia reciente de la región se han llevado a cabo no por casualidad o por razones de marketing ideológico, sino, por lo contrario, debido a que entre justicia, verdad y memoria existe una relación de codeterminación en la cual no es posible conseguir ninguna de las tres si las dos restantes no se hallan presentes y funcionando en la ecuación.

Así, por ejemplo, el acceso de las victimas a la justicia a la que tienen derecho no es posible si antes no se lleva a cabo un ejercicio previo de trabajo de la memoria colectiva que sirva para conocer la verdad de los hechos y de los actos que se cometieron —y que las dictaduras muy bien se encargaron de enterrar en el olvido, eliminando o falsificando las pruebas que les incriminaban—. La memoria, a su vez, depende de las demandas de justicia hechas desde el presente para interrogar al pasado, por un lado; y del imperativo ético de conducir ese escrutinio siempre buscando dar cuenta de la verdad de los hechos, para no cometer falsificaciones históricas que únicamente deriven en un estado de permanente y sistemática impunidad para las víctimas. Y la verdad, por su parte, sólo es tal en la medida en que sirva para hacer justicia; su consecución no puede darse sino a condición de que la sociedad que la busque se cuestione una y otra ves los recuerdos y los olvidos de los que es producto. De ahí que conseguir sólo una de las tres condiciones, al margen de las dos restantes, no sólo sea una imposibilidad teórica, sino política.

Ahora bien, más allá de la absurda caracterización que en su momento hizo Mario Vargas Llosa, sobre la naturaleza del régimen político mexicano, en tanto que «dictadura perfecta» (llegando a caricaturizar el drama humano que los Estados de contrainsurgencia instaurados por toda América y el Caribe desataron a lo largo y ancho de la región); lo que es un hecho es que, en el seno de la memoria colectiva de las mexicanas y de los mexicanos, esta sociedad, a lo largo del siglo XX, nunca experimentó una dictadura a la manera en que lo hicieron Chile, con Pinochet; Argentina, con Videla; Paraguay, con Stroessner; Bolivia, con Banzer; Nicaragua, con los Somoza; Haití, con Duvalier; Cuba, con Batista; República Dominicana, con Trujillo; Guatemala, con Castillo Armas, etcétera. Dicha percepción, a pesar de los recuerdos del 68 mexicano, bajo la presidencia de Gustavo Díaz Ordaz; y del Halconazo, auspiciado por el entonces titular del ejecutivo federal, Luis Echeverría Álvarez, en 1971; en parte se debe, sin duda, al hecho de que fueron perfiles civiles los que sucesivamente se enquistaron en los aparatos de gobierno del Estado mexicano, luego de que el último militar fuese presidente del país, entre 1940 y 1946 (aunque en los órdenes estatal y municipal los caudillos militares aún siguieron siendo los poderes de facto y también los formales por mucho más tiempo que en el ámbito de la política federal), pero también a que el partido de Estado (para entonces ya bajo el título de Partido Revolucionario Institucional) expulsó de su estructura orgánica a las fuerzas castrenses.

Ello, por supuesto no quiere decir que, a contracorriente de lo que sucedía en el resto de América, en México las corporaciones militares fuesen colocadas al margen de los desarrollos institucionales de la vida pública nacional —mientras que en el resto de la región o bien eran los militares los que deponían a gobiernos de izquierda democráticamente electos o bien se colocaban al servicio incontestado de los perfiles civiles de la reacción, que les utilizaban como su brazo armado para reprimir y eliminar a la oposición—. Por lo contrario, si en la memoria colectiva nacional esa es la percepción dominante, ello da razón de cuán profundamente arraigado se encuentra el racismo en México, pues si hay algo que caracteriza al ejercicio de poder político en el país, desde la configuración del régimen político posrrevolucionario, ese algo es el uso de las fuerzas armadas en la expoliación de los territorios habitados por las comunidades indígenas del país.

Y es que, aunque a ese capítulo de la historia de México se le reconoce, aún ahora, abiertamente como el periodo de la «Guerra Sucia», el hecho de que las atrocidades cometidas por el régimen político en turno (de la mano de sus grandes capitales nacionales y transnacionales) no sirvan como argumento de peso para caracterizar a los gobiernos civiles del priísmo de la segunda década del siglo XX como dictaduras cívicas es indicativo de que, en este país, una dictadura sólo sería considerada como tal si la brutalidad de su violencia no tuviese como objeto primordial a poblaciones que histórica y socialmente son considerada como racialmente inferiores. La cuestión es, no obstante lo anterior, que México sí tiene pendientes, todavía, múltiples y diversos capítulos pendientes en su historia nacional: capítulos en los que es necesario hacer una trabajo permanente, sistemático y crítico de su memoria colectiva para revelar la verdad de las atrocidades cometidas en el pasado y hacer justicia en el presente.

De ahí, pues, que la Consulta promovida por el presidente en turno, Andrés Manuel López Obrador, no deba de restringirse a los últimos cinco expresidentes (tres priístas y dos panistas), sino que, antes bien, debería de avanzar sobre el imperativo ético de rescatar el pasado profundo de México para revelar los crímenes de los que la sociedad mexicana contemporánea es producto, pero que ha decidido nunca reconocer o simplemente olvidar. Algunos esfuerzos se han hecho al respecto, entre eventos —a veces aislados— de conmemoración, disculpas públicas hechas como comentarios al aire o perdones públicos, con carácter oficial, sobre atrocidades muy precisas; todo lo cual a menudo va a acompañado de exhibiciones o muestras en museos, productos editoriales y otros tantos recursos dispuestos para dejar en claro que en este gobierno se toma en consideración el peso histórico y la importancia política que tienen la justicia, la memoria y la verdad. Sin embargo, no es suficiente.

¿Qué pasa, entonces, con la Consulta y su marcado énfasis en torno de la posibilidad de enjuiciar a cinco expresidentes, todos ellos con vida, y cuyos cargos se circunscriben al pasado reciente de México, no más allá de los años ochenta del siglo XX?

Es claro que la motivación básica de López Obrador tiene que ver, sobre todo, con temas de corrupción, enriquecimiento ilícito y otras tantas conductas que se derivan o se equiparan con actos delictivos de carácter pecuniario, toda vez que, entre las muchas cosas que el actual presidente de la República quiere demostrar se halla el evidenciar tanto la falsedad del discurso político contemporáneo cuanto lo profundamente cuestionable que es el modelo económico neoliberal y lo éticamente reprobable de la práctica política que el propio neoliberalismo engendra; ambas, condiciones compartidas, de acuerdo con la postura de López Obrador, por sus cinco antecesores en la silla presidencial.

Es importante que la Consulta y que el proceso político que le suceda, derivado del resultado que de ella se obtenga (en caso de que éste abra la puerta a enjuiciar a estos expresidentes), sin embargo, no comience, transite y se agote en los problemas de los dineros públicos y sus usos, pues si bien es cierto que ese tema es de suma importancia (porque de ahí han emergido castas y potentados que a la postre han empleado su influencia política y su peso económico para hacer del mercado mexicano su feudo particular), también lo es que a esas cinco presidencias anteriores a la actual las hermana el cúmulo de fenómenos que se desdoblaron sobre la geografía nacional a partir de la generalización de la guerra en contra del crimen organizado, en su modalidad de narcotráfico.

Y es que, esa guerra, como la Guerra Sucia del siglo pasado, es el marco contextual en el cual se desarrollaron infinidad de abusos de autoridad y de crímenes de Estado que, de nueva cuenta, tuvieron como sus principales victimas a las comunidades indígenas y a las masas más explotadas y precarizadas del país, aunque también es verdad que sus efectos se extendieron hacia otros estratos, particularmente de las clases medias en centros urbanos de tamaña medio e, inclusive, en grandes urbes, como las de Guadalajara, Monterrey y la Ciudad de México. Esa guerra, no hay que olvidarlo, aunque supuestamente fue declarada en contra del narcotráfico (o llevada a cabo de facto, sin la necesidad de haberla declarado explícitamente, como hizo Felipe Calderón) muy pronto en su devenir se constituyó como un conflicto armado en el que el Estado de guerra no únicamente involucró a las fuerzas armadas y a las corporaciones dedicadas al trasiego de estupefacientes, sino que, en primerísima instancia, involucró la sangre y los cadáveres de la sociedad civil que no formaba parte del casus belli. Es allí en donde se hallan sus primeras víctimas y en donde cualquier ejercicio de memoria, de búsqueda de la verdad y de acceso a la justicia debe de comenzar.

¿Por qué, entonces, someter a Consulta Popular procesos que no tendrían que ser mediados por ejercicios de esta índole, cuando el marco jurídico mexicano ofrece todos los elementos requeridos para llevar a cabo los juicios propuestos, con pleno apego y respeto tanto por la constitución como por las leyes en materia de impartición y procuración de justicia?

La respuesta es evidente, por sí misma, aunque todavía existan en la opinión pública sectores que se niegan a observarla en su amplitud y complejidad: es claro que, aunque los juicios se proponen para personas individuales bien identificadas, esas personas no gobernaron, en su momento, solas, al margen de cualquier relación política y/o económica con otros agentes, otros individuos u otras colectividades. Escarbar en esas fosas, por ello, conlleva siempre la posibilidad de que no únicamente la persona acusada en primera instancia resulte culpable, sino que, antes bien, muchas más figuras comiencen a verse involucradas: por temas de financiamiento, de responsabilidad directa o indirecta en materia administrativa, logística u operativa, por colusión, por acción u omisión, etcétera.

Conducir, en ese sentido, un juicio en contra de los que en su momento fueron los titulares de los ejecutivos federales de México, durante seis años cada uno, implica que, en algún momento, otros intereses y otros actores se verán arrastrados. En los hechos, eso sólo significa una cosa para la presidencia de López Obrador: la apertura de un —todavía— indeterminado número de frentes de batalla política en contra de los intereses que inevitablemente se movilizarán para defenderse de la afrenta que supongan los juicios echados a andar. De ahí que, sí o sí, López Obrador necesite, antes de hacer cualquier movimiento que ponga en riesgo la estabilidad de su mandato, tener certeza del respaldo popular con el que contará en los siguientes años, pues si la mayor parte de la ciudadanía no le respalda, las posibilidades de un golpe de Estado (en cualquiera de sus variantes), de un bloqueo económico (a la manera de Cuba) o de un sabotaje financiero y comercial (como en los caso de Argentina y Venezuela) son enormes; paralizando a la vida política nacional en lo que resta de su gobierno.

Ese es un costo enorme ante el cual se podrían enfrentar López Obrador y la 4T. Eso no está en dura. Y, por eso, más que someter el tema de la justicia a Consulta Popular (pues la justicia no se consulta), lo que el presidente de México está haciendo es poner a consulta su propio capital político y el respaldo con el que contará o no. Porque someter a juicio a cinco sexenios, entre los cuales sus figuras principales —tanto en el ámbito de la política como en el terreno de los capitales privados— aún se hallan con vida, supone que, en algún momento, esas personas puedan llegar a ser encontradas culpables. ¿No es, acaso, esa la mayor lección que le han dejado a toda la región las Comisiones de la verdad y/o de la memoria que en América y el Caribe llevaron no a un único personaje a juicio sino, en muchos casos, a toda una camarilla, incluidos empresarios coaligados? ¿Cómo va a enfrentar la 4T un escenario así si sus bases populares de apoyo se desentienden de su rol en los juicios propuestos?

De ese tamaño, y no menor, es lo que se juega en la próxima Consulta Popular. Un ejercicio de participación política en el que la ciudadanía, por supuesto, está éticamente llamada a votar en favor de que la historia sea sometida a escrutinio, en favor de que las verdades históricas salgan a la luz como las mentiras que fueron y que siguen siendo, y en favor de que por muy en el pasado que se hallan las injusticias cometidas por el Estado mexicano, en el presente se les reconozca como tales, se le garantice justicia a las víctimas, se repare el daño y se ofrezcan garantías de no repetición.

*Internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México.

razonypolitica.org


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