La Cuba rapera – Por Malena D’Alessio

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Por Malena D’Alessio*

Negar el evidente descontento popular en Cuba, particularmente entre los jóvenes, sería tan necio e ingenuo como desconocer la manipulación con que la derecha norteamericana capitaliza y promueve ese genuino malestar de la población para su histórico objetivo: intervenir y apoderarse de la isla, material y simbólicamente. Entender la realidad cubana desde el panfleto romántico revolucionario, sin ver las contradicciones reales hacia el interior de su proceso político, no es una opción intelectualmente honesta para quienes la conocemos de cerca y caminamos sus calles por fuera del circuito turístico, incluso del turismo revolucionario. Contradicciones y deterioro que no empiezan ni terminan de explicarse por el bloqueo, como tampoco soslayan sus efectos drásticos en la economía de la isla y en la vida de su gente. Estas son algunas de las cuestiones que me permito pensar desde el amor a Cuba, a su historia, a su gente y a sus logros. Sin perder el pulso de la realidad, y lo que sus calles cuentan.

Conocí la isla en 1999. Llegué sin demasiadas expectativas y realmente me dejé invadir, desprejuiciadamente, por una realidad que desconocía y me sacudió como un tornado. Sabía de su gran cultura musical, pero lo que nunca imaginé encontrar fue el movimiento de hip hop que allí existía como un tesoro escondido, como el secreto mejor guardado. Las voces, las letras, la presencia escénica, el sentido de comunidad, la pertenencia a un movimiento cultural y, sobre todo, la capacidad de hacer con muy pocos recursos lo que muchos con mucha riqueza jamás podrían. Y no lo digo como una oda a la pobreza, sino porque es realmente lo que vi. Esa otra riqueza que se ha desarrollado a fuerza de educación, organización, creatividad y resiliencia, en esa pequeña isla del Caribe que tanto ha dado y sigue dando que hablar al mundo.

Cuando pisé por primera vez La Habana Vieja en busca del concierto en el que escucharía el famoso son cubano, le pregunté a un viejito encantador que andaba por ahí: ‘Señor, ¿usted podría decirme dónde queda el concierto de son, en la Casa de la Cultura?” A lo que él respondió: “Mija! ¿La Casa de la Cultura? ¡Pero si lo que tienen hoy ahí es peña de ra´, Peña de ji´ jo´!” Obviamente me acompañó hasta la puerta y ahí nació el amor…

Empecé a frecuentar asiduamente la Habana del este, Alamar, más precisamente Micro X. Ese barrio periférico que llaman la capital del hip hop: bien negro, bien rapero y en el cual aún conservo grandes amigos. Un lugar a donde iba sola, de noche, sin el menor temor. Con la conciencia de que en cualquier otra parte de Latinoamérica, ese hubiera sido un barrio marginal, de empobrecimiento extremo y peligroso, mientras que ahí encontraba a grandes poetas rimando en cada esquina, una comunidad solidaria e instruida… y la gente más hermosa.

Ese fue uno de los momentos en los que comencé a palpitar de manera más potente la revolución real. Sin grandilocuencias, pero con el peso de lo cotidiano.

Lamentablemente, y con el paso del tiempo, pude ser testigo de cómo un movimiento cultural que nació con la potencia de lo nuevo, lo genuino y lo rebelde, comenzó a ser cuestionado, incomprendido e incluso demonizado como un infiltrado externo. Un fenómeno cultural lógicamente crítico, que en sus inicios planteaba “La revolución dentro de la revolución” como un aporte necesario e irrefutable a cualquier proceso colectivo vital, terminó siendo rechazado y asfixiado por la propia casta política conservadora. Y con esto no solo lograron poner al rap en la vereda de enfrente, sino que, desde mi humilde opinión, empujaron a cientos de pibes y pibas talentosos a una marginalidad interna que los dejó expuestos a la manipulación y financiación del norte, que no tardó mucho en hacerse presente y tomar lo que se les dejó servido en bandeja.

Quienes podrían haber sido grandes embajadores culturales de la revolución cubana, ya que su calidad artística hablaba más de la revolución que lo que la revolución decía de sí misma, terminaron siendo instrumento de los intereses imperiales. Cuestión que convirtió a los raperos en esas “voces censuradas” que representaban al pueblo y que, luego, recrudecieron su discurso un poco por la propia bronca de no haber sido escuchados, y otro poco por el evidente impulso (mediático y económico) con el que desde Miami se los alentó. Y la prueba de hasta qué punto fueron funcionales al norte estos artistas está en que, al calor de los acontecimientos actuales, la bandera política que ha tomado la derecha Cubana en Miami y muchos en la propia isla es #patriayvida, ni más ni menos que una canción de hip hop hecha por raperos cubanos, entre los que participa un pibe de la Habana del este a quien pude conocer por aquellos días de festivales en el anfiteatro de Alamar, cuando empezaba a soltar su primeras rimas con mucho talento y toda la ilusión.

A veces el conservadurismo y la rigidez, en cualquier proceso político, pueden ser “instrumento de su propia destrucción”. O cuanto menos, el principio de su decadencia. Afortunadamente, también existen esos relevos que pueden atreverse a nuevas construcciones, asumiendo un aprendizaje de su historia, y recogiendo lo mejor de su legado.

Ojalá vengan nuevos tiempos para Cuba. Ojalá su instinto de supervivencia promueva el diálogo tan necesario y urgente. Ojalá ese árbol que echó raíces por toda nuestra América tenga la suficiente flexibilidad para no dejarse quebrar. Ojalá se avecinen cambios desde adentro hacia afuera y esa pequeña gigante, como tantas veces lo hizo en la historia, saque lo mejor de sí para volverse a reinventar. Aún estamos a tiempo. En Cuba y más allá también. ¡Ojalá!

 *Compositora, fundadora de Actitud María Marta y activista cultural.

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