Chile | Elisa Loncon: la historia y el canelo – Por Javier Agüero Águila

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Javier Agüero Águila

Muy pocas veces se redacta un texto dejándolo a su suerte –como ahora hago–, permitiendo que se escriba solo, sin una estructura preconcebida, sin puntos específicos que deberán ser abordados para organizar y darle “racionalidad” a lo que pretende ser contado. No es común digitar sin estar siempre atento a la siguiente jugada, a la palabra en espera que, aunque no se revele en su totalidad, sabemos de qué se trata y hacia qué dirección debiera apuntar.

Este es uno de esos textos raros que se van tejiendo a cada segundo, abriéndose progresivamente a la búsqueda de un sentido que, aunque la estructura no se sostenga ni el lenguaje cumpla un rol a priori, se desliza como escritura indeterminada que sólo es capaz de sentir y resentir este instante loco, excepcional, ex-céntrico, fuera de toda serie. Resentir la precipitación de una historia que nunca debió ser contada, cuya normalidad era que siguiera enterrada, silenciada por la maquinaria histórica oficial que nos impulsó, a la vez, a anular la diferencia, a voltear las pupilas y a disfrutar sublimados el placer falaz de un sistema que nos consumió y gestionó hasta el límite de olvidarlo todo. Esa es la colonización, la muerte, el exterminio, la degradación de una lengua, la discriminación, la pauperización occidentalizada de la cultura de un pueblo, el exilio permanente; en fin, todo lo abyecto que sobrevivió y se sostuvo gracias a un país embrutecido que palidecía gozoso celebrando sus fatuos éxitos macroeconómicos. “Creemos ser país y la verdad es que somos apenas paisaje”, escribía Nicanor Parra.

Amanecimos este 4 de julio (fecha que quedará como testimonio de la emergencia real de nuestra plurinacionalidad) en un lento camino hacia el ritual de inicio de la Convención Constituyente. El formato es sabido y lo conocemos de memoria: disturbios, represión y algo de caos. Sin embargo, cuando todo hacía pensar que la tradición de la solemnidad neutralizaría, otra vez (y como siempre en nuestra historia), la irrupción de lo inesperado, del lenguaje equívoco y la actitud sin protocolo, fue que la palabra «libertad» se impuso al «campo de flores bordados y al mar que tranquilo te baña». Una sola palabra, ella, irrepetible y única, singular, radiante y emotiva, intemporal y sin ajuste al presente, apareciendo y caligrafiando un momento histórico que saboteaba los emblemas: palabra que no podía obedecer a la rigurosidad de un guion típico, sino que debía sintomatizar el derrumbe de una historia entera de sometimientos y, también, el tiempo que viene, el mismo que se identifica con una transformación brutal que no se dejaría amedrentar

Vimos entonces cómo las clásicas eucaristías políticas de la oligarquía chilena, en cualquiera de sus formas, comenzaron a desmantelarse de cara a un pueblo que no llegó a la historia para ser margen, nunca más reparto, sino que protagonista de un aliento recuperado en el marco de una lucha librada por siglos, primero frente al invasor, después contra el Estado y, en la actualidad, contra el mismo Estado y los tentáculos de aquellos mercaderes que, disfrazados de políticos, han perpetuado la usurpación. La palabra libertad cantada a coro por las voces de la diferencia fue la primera marca que se imprimió como hito en la refundación; el primero de un conjunto de acontecimientos que van a construir la mitología de este nuevo Chile, donde la categoría “pueblo” vuelve a resignificarse en otra: la obliterada y negada por “los cegadores del porvenir” (Chillida). Estos cegadores que ahora deben enfrentar, en una democracia radicalizada (Laclau, Mouffe) y en una Convención Constituyente donde lo heterogéneo será la norma, a quienes siempre estuvieron bajo su dominio y que hoy codifican con espanto y horror el haber perdido el timón de la historia y el poder.

En eso emergió la gran de-constructora: la deconstrucción aconteciendo bajo el nombre y rostro hermoso de Elisa Loncon. Y viene la emoción, y tiemblo al verla electa presidenta; mujer, mapuche, belleza de principio a fin. Pero «¿cómo no temblar?», se preguntaba Jacques Derrida ante la arremetida de un acontecimiento que nunca se anunció. Ciertamente es el comienzo de una serie de gestos que deben devolver tanta dignidad arrebatada a un pueblo, hombres, mujeres y niños/as, que no supieron por siglos más que de la barbarie y el abuso. Es un acto de justicia, mínimo, pero infinitamente significativo.

Hablábamos de que Elisa Loncon deconstruye la democracia, la hace hablar de un modo completamente diferente de sí misma, o a como nos habían enseñado a concebirla. Ella hace estallar por los aires la herencia de los acuerdos, del binominalismo, de las cocinas, de lobby orgiástico que se diseminó por décadas en el hacinamiento conspicuo de los poderosos. Ella deconstruye también el ecosistema endogámico de una clase política que en su autorreproducción –incestuosa– se habilitaba con la intención de prevalecer eternamente.

Elisa, además, desterritorializa lo político; y lo hace precisamente porque nuestra democracia y sus herederos se verán obligados a generar una institucionalidad no sólo para los suyos (el adentro), sino que ahora también para las y los que vienen de los márgenes (el afuera). Siguiendo a Jacques Rancière, diríamos además que Elisa no sólo efectúa una desterritorialización, sino que a partir de ella lo que se activa es una reconfiguración del campo político en su totalidad, entendiendo que es necesaria otra democracia, puesto que la que hasta ahora había orientado nuestros destinos, y capturado todo el poder, se ve estremecida por la potencia excéntrica de una mujer, mapuche y académica extraordinaria. Dueña de un lenguaje incomparable que estremece hasta las piedras.

Elisa Loncon es igualmente el resumen de los bordes, de los/as sin rostro, de los pliegues y repliegues de una sociedad fisiológicamente ciega. Mujeres, niños, explotados/as, los sin agua, los predestinados/as al rincón de la inercia, de las drogas, de la delincuencia, del Sename y su estructura macabra, en fin: de todos aquellos y aquellas víctimas de un país organizado racionalmente sobre la cultura del abuso.

Decía al principio que este texto se escribiría solo, que mis manos sobre el teclado simplemente obedecerían a un impulso a media razón. Fue así, llevado por el frenesí del momento histórico, que este texto es pasión, amor, euforia por lo que acaba de ocurrir, al tiempo que esperanza de que, por una vez, sólo por una vez, la historia la escriban los perdedores silenciados, los que llegan para mostrarnos un futuro que nunca fue ponderado, pero que hoy fue sembrado como el más bello y sagrado de los canelos.

(*) Académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.

El Desconcierto

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