Cuba y el incendio de San Antonio – Por José Manuel González Rubines
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por José Manuel González Rubines
Hasta el año 2021, el día 11 de julio era una fecha más en nuestro calendario, como lo fue el venidero 14 en Francia hasta que en 1789 los habitantes de París tomaron la Bastilla. Este domingo, las calles de muchos pueblos y ciudades de Cuba se llenaron de personas con reclamos e ideologías seguramente distintas, unidas por un malestar común y la exigencia –no ya petición– de cambios.
La tranquila ciudad de San Antonio de los Baños, al sudeste de la capital, aparentemente fue el origen desde donde se esparció la protesta, la llama que quemó la sábana. Esta vez no fueron «grupúsculos mercenarios», tampoco «una reunión de marginales», mucho menos «cuatro gatos pagados desde el extranjero». Miles de cubanos en el momento más difícil de la pandemia tomaron los espacios públicos.
A raíz de los acontecimientos protagonizados por el Movimiento San Isidro el 4 de abril pasado, también un domingo, alerté en un artículo titulado La hoguera de San Isidro –es intencional la piromanía– sobre el peligro que implicaba para Cuba un posible estallido social violento si no se gestionaba con eficiencia e inteligencia política la situación del país.
Pues aquí está y ha sucedido en el peor momento posible –si es que para estas cosas existe una buena ocasión–. Con tres días consecutivos reportando más de seis mil nuevos casos diarios de Covid-19 y los sistemas de salud de varios territorios colapsados o a punto de colapsar, estas protestas resultan más que alarmantes y es de esperarse que las jornadas por venir sean críticas.
No en todos los lugares las manifestaciones fueron pacíficas. Las imágenes de lo acontecido aún asombran por parecer tan ajenas: tiendas en MLC vandalizadas, patrullas ruedas arriba, policías apedreados, multitudes exaltadas.
Pero por tremendas que sean, lo más asombroso no son las protestas mismas, sino la respuesta dada a ellas por el presidente de la República en su alocución de las cuatro de la tarde, después de regresar visiblemente agitado de uno de los escenarios.
Le asistía la razón al jefe de Estado cuando enumeró las consecuencias del bloqueo y las más de doscientas medidas para recrudecerlo tomadas por la administración Trump y mantenidas por Biden en una coyuntura de absoluta complejidad mundial y nacional. El silencio de Estados Unidos y su inacción ante los embates de la pandemia afectan directamente al pueblo de Cuba.
No obstante, depositar toda la responsabilidad de la situación actual en el poderoso vecino o en las campañas en redes sociales es un autodestructivo acto de desconocimiento. Además del factor externo, la crisis sistémica nuestra tiene sus causas en erradas políticas económicas, reformas demoradas eternamente y un Estado de derecho que no acaba de salir de las páginas de la Constitución.
Lo llamativo es que esos elementos han sido reconocidos por el propio gobierno y las estrategias para superarlos, trazadas meticulosamente. Pero no solo de autocríticas y planes vive el hombre –parafraseando las Escrituras–, se precisan resultados que han tardado demasiado en llegar y, como se ha visto, no todas las generaciones tienen la misma paciencia, ni todos los contextos son iguales.
Sin embargo, de la alocución no es esto lo más notable. El presidente de la República dejó pasar la oportunidad histórica de ocupar su rol al frente de una nación que pretende ser democrática, plural e inclusiva; y en su lugar llamó a que cubanos se enfrenten a cubanos. Aseguró que la orden de combate estaba dada, solo que esta vez la carga a degüello es de hermanos contra hermanos. El hombre que posee formalmente las riendas del Estado, parece incitar un conflicto civil de proporciones difícilmente calculables en un país desgarrado por la pandemia, el desabastecimiento y el acoso exterior.
Entre sus consecuencias –además de las evidentemente epidemiológicas– está la posibilidad de que una espiral de violencia sea usada como excusa para una intervención militar extranjera, lo que implicaría una severa amenaza a la soberanía nacional. Los problemas de Cuba debemos resolverlos los cubanos sin intromisión de fuerza externa alguna, pero también sin violencia.
Que miles de personas se manifiesten en las calles no puede ser un acto de «confusión masiva», tampoco de «manipulación desde las redes sociales» o de «mercenarismo colectivo». Incluso en un primer momento de su intervención, el presidente reconoció que entre los manifestantes había diferentes motivaciones, pero retomó inmediatamente la tan nefasta postura del binarismo revolucionarios/mercenarios –igual que sucedió con los congregados frente al Mincult el 27 de noviembre–. Aquellos polvos trajeron estos lodos.
La parte del pueblo de Cuba que salió a pedir cambios y que los quiere desde el respeto a la soberanía de la nación, merece ser escuchada y el presidente es quien debe propiciarlo. Es su responsabilidad como jefe de Estado, así como también lo es cuánto ha sucedido y suceda después de su intervención.
En lugar de a tomar las calles para enfrentar a unos con otros, el llamado debería ser a la calma en medio de la tormenta sanitaria que vivimos, a la unidad en torno a quienes necesitan medicinas y alimentos para curar sus dolencias; a la flexibilidad en las políticas para producir más, participar más, mejorar todos.
Cuba no ha vivido en muchos años una época tan oscura –y no lo digo solo por los molestos apagones–. Pero del mismo modo que la solidaridad ha primado entre quienes desean ayudar y los ha unido sin importar el lugar del espectro político en que se encuentren; esperemos que esas reservas espirituales impidan que la situación tenga el saldo catastrófico que potencialmente aparenta. Aguardemos con la esperanza de Martí en que «todo como el diamante, antes que luz fue carbón».