Ecología y pandemia: dos crisis convergentes – Por Silvia Oliviero Ghietto

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Por Silvia Oliviero Ghietto*

Hace cinco años, los países se comprometieron a limitar el calentamiento por debajo de 2 °C,
como parte del Acuerdo de París. Sin embargo, las emisiones globales de CO2 continúan
aumentando y, como consecuencia, la temperatura media superficial global alcanzó 1,2 °C. De
hecho, los cinco años más calurosos registrados desde 1850 han ocurrido a partir de 2015.
Los cambios en el clima ya han producido alteraciones importantes en los determinantes
sociales y ambientales subyacentes de la salud a nivel mundial. Los indicadores en todos los
ámbitos de impactos, exposiciones y vulnerabilidades siguen empeorando. Se observan
tendencias preocupantes, y a menudo aceleradas, para cada uno de los síntomas humanos del
cambio climático que se vigilan, con indicadores que en 2020 presentaron las perspectivas más
preocupantes que haya informado la ciencia hasta el momento.

Esos efectos suelen ser desiguales y repercuten de manera desproporcionada en las
poblaciones que menos han contribuido al problema. Esto revela una cuestión de justicia más
profunda, en la que el cambio climático interactúa con las desigualdades sociales y económicas
existentes y exacerba tendencias arraigadas dentro de cada país y entre países. Un examen de
las causas muestra cuestiones similares, y muchas prácticas y políticas con altas emisiones de
carbono dan lugar a la mala calidad del aire, de los alimentos y la vivienda, lo que perjudica la
salud y calidad de vida de las poblaciones más vulnerables. Esto se refleja dramáticamente en
América Latina, donde la pobreza trepó al 34,7 % y la indigencia, al 13,5 %, según datos de la
CEPAL.

Las poblaciones vulnerables estuvieron expuestas a 475 millones de sucesos de olas de calor
adicionales en todo el mundo, lo que produjo un aumento de morbilidad y mortalidad. En los
últimos veinte años se vio una suba del 53,7 % en la mortalidad relacionada con el calor en
personas mayores de 65 años, alcanzando un total de 296.000 muertes en 2018. El coste
elevado en términos de vidas humanas y sufrimiento se asocia también a impactos en el
rendimiento económico, con más de 302.000 millones de horas de capacidad laboral potencial
pedidas en 2019.

En lo que respecta a los fenómenos meteorológicos extremos, los avances de la ciencia
climática permiten una mayor precisión y certeza en atribuirlos al cambio climático. Así se
observó en el período 2015-2020 en 76 inundaciones, sequías, tormentas y anomalías en la
temperatura. La seguridad alimentaria mundial también se ve amenazada: el potencial de
rendimiento mundial de los principales cultivos disminuyó entre un 1,8 % y un 5,6 % de 1981 a

2019. La idoneidad climática para la transmisión de enfermedades infecciosas ha venido
aumentando rápidamente desde 1950, con un incremento del 15 % para el dengue, la malaria
y las bacterias del género Vibrio en 2018. La proyección hacia el futuro, sobre la base de las
poblaciones actuales, indica que entre 145 y 565 millones de personas se enfrentan a posibles
inundaciones debido a la elevación del nivel del mar.

Los incendios forestales más frecuentes y de mayor magnitud también son una consecuencia
climática, como los ocurridos en California, Australia, Amazonía y Siberia en 2019. Y en la
Argentina durante 2020, el año más cálido registrado desde 1961, tuvieron lugar focos de
incendio en 22 provincias, con 100.000 hectáreas afectadas.

El COVID-19 es la sexta pandemia desde la gripe española de 1918, y aunque tiene orígenes
zoonóticos, como todas las pandemias, su aparición está determinada por actividades
humanas.

Se estima que en mamíferos y aves existen otros 1,7 millones de virus no descubiertos, de los
cuales hasta 850.000 podrían tener la capacidad de infectar a las personas.
Esta pandemia es una advertencia aleccionadora contra la explotación del mundo natural sin
pausa, y muestra que las zoonosis afectan no solo a la salud sino a todo el tejido de la
sociedad.

Existe un conocimiento cada vez mayor de cómo la ganadería y la agricultura intensivas, el
comercio ilegal de animales silvestres, la invasión humana a los hábitats de la vida silvestre,
junto a las redes de viajes internacionales, la urbanización y el calentamiento global, han
interrumpido la interfaz humano-animal-naturaleza y están interactuando con profundas
implicaciones para la salud humana con efectos agudos, a largo plazo e intergeneracionales.

El riesgo de pandemia puede minimizarse significativamente modificando las actividades
atropo-génicas que impulsan la pérdida de biodiversidad, mediante una mayor conservación
de las áreas protegidas y evitando la explotación extractivista de regiones de alta
biodiversidad, como la Amazonía y el Congo central, los pulmones de la humanidad, que
soportan la tasa de deforestación más alta del mundo. De esta manera se reducirá el contacto
entre animales salvajes y humanos, para prevenir la propagación de nuevas enfermedades.

Depender exclusivamente de la respuesta a las enfermedades después de su aparición, como
las medidas sanitarias de emergencia y soluciones tecnológicas, en particular el diseño y la
distribución rápida de nuevas vacunas y terapias, es un “camino lento e incierto” que aumenta
el sufrimiento humano y los daños económicos globales.

A pesar de estas señales claras y en aumento, la respuesta mundial al cambio climático ha sido
endeble, y los esfuerzos nacionales siguen estando muy por debajo de los compromisos
asumidos en el Acuerdo de París. La intensidad de carbono del sistema energético mundial se
ha mantenido casi sin cambios durante treinta años. La respuesta del sector alimentario y
agrícola ha sido igualmente preocupante. Las emisiones procedentes del ganado aumentaron
en un 16 % entre 2000 y 2017, con 93 % de las emisiones provenientes de los rumiantes. A
pesar de las escasas mejoras de la economía en su conjunto, se han logrado avances en la tasa
de crecimiento anual en la capacidad de energía renovable, que fue del 21 % entre 2010 y
2017.

Para alcanzar el objetivo de 1,5 °C y mantener el aumento de la temperatura “bien por debajo
de 2 °C” –como pide el Acuerdo de París–, las 56 Gt de CO2 e (gigatoneladas de CO2

equivalentes) que se emiten anualmente tendrán que disminuir a 25 Gt de CO2 e para 2030.
Esto requiere una reducción del 7,6 % cada año, es decir, un aumento de cinco veces en los
niveles actuales de ambición presentados por los gobiernos nacionales.

Es primordial actuar con un nivel de urgencia proporcional a la magnitud de la amenaza,
adherir a la mejor ciencia disponible y comunicar de forma clara y coherente. Las
consecuencias de la pandemia contextualizarán las políticas económicas, sociales y
ambientales de los gobiernos durante los próximos cinco años, un período crucial para
determinar si las temperaturas se mantendrán “bien por debajo de los 2 °C”. Por lo tanto, si la
recuperación mundial del COVID-19 no se ajusta a la respuesta al cambio climático, el mundo
no podrá cumplir el objetivo establecido en el Acuerdo de París, lo que perjudicará la salud
pública y la del planeta a corto y mediano plazo.

Algunas alternativas posibles:

-Institucionalizar el enfoque de “una sola salud” en los gobiernos nacionales para desarrollar la
preparación, prevención, control e investigación de futuros brotes pandémicos y crisis
climática.

-Desarrollar e incorporar evaluaciones del impacto sobre la salud de enfermedades
emergentes en las políticas de desarrollo productivo y de uso de la tierra, junto a una reforma
de las políticas financieras que reconozca los riesgos y beneficios para la biodiversidad, el
calentamiento global y la salud.

-Asegurar que el costo económico de pandemias, eventos climáticos y pérdida de
biodiversidad se tenga en cuenta en el consumo, la producción y los presupuestos
gubernamentales.

-Habilitar cambios sociales y económicos en las modalidades de consumo, el comercio, la
expansión agrícola globalizada y en actividades de alto riesgo pandémico y climático.

-Reducir los riesgos de enfermedades zoonóticas, controlando el comercio internacional ilegal
de vida silvestre, a través de una asociación intergubernamental de “salud y comercio”.

-Valorar la participación y el conocimiento de los pueblos indígenas y las comunidades locales,
estimulando programas de soberanía alimentaria y energética, y en sistemas de protección de
los bienes y ecosistemas naturales.

-Universalizar la solidaridad y la cooperación entre los seres humanos y entre los países.

-Crear y alentar nuevas formas de producción y consumo, suficientes para el buen vivir y no
para acumular.

-Estimular políticas de responsabilidad compartida para “recuperar” la naturaleza y minimizar
la pobreza.

Para finalizar, vale recordar estas palabras de Atahualpa Yupanqui, que de alguna manera
simbolizan esa armonía que debemos construir en común con la Madre Tierra: “El ser humano
es Tierra que camina, que siente, que piensa y que ama”.

*Licenciada en química, máster y posgrado en ambiente, docente universitaria, experta
PNUD/PNUMA


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