#YoTeCreo el #MeToo venezolano – Por Adriana Abramovits

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Adriana Abramovits*

Un estallido de denuncias por acosos y abusos sexuales en Venezuela hizo que decenas de personalidades de la industria del entretenimiento cayeran ante la opinión pública por el propio peso de sus violencias. Cuando se creía que el movimiento feminista en ese país estaba aplacado por la crisis política, económica y humanitaria, las redes sociales se llenaron de ídolos derrocados. Se destaparon relatos de estupro (engaños sexuales a menores de edad); una estampida de mujeres se organizaron; se rompió el silencio (a veces cómplice) siempre violento; cayeron cientos de músicos, escritores, cineastas y, en suma, presenciamos el declive de una cultura misógina. Con el #MeToo venezolano nació un movimiento que se consolida bajo la etiqueta #YoTeCreo y, en medio del despertar furioso, se suicida uno de los acusados de presunto violador.

Dentro de los escraches que se hicieron en la última semana de abril, me quedo con el sinsabor de la muerte del escritor Willy Mckey quien, después de haber sido acusado por una víctima anónima de abuso infantil, aceptó los hechos en redes sociales y se quitó la vida lanzándose por el noveno piso de un edificio.

Lo que me parece más escabroso, como sacado del peor relato de Black Mirror, es que todo empezó y terminó mediado por la tecnología. Primero una denuncia pública, contundente y detallada, que se hizo viral bajo una cuenta creada para ese fin (@mckeyabusador) y luego una serie de comunicados diseñados en canva publicados en su Instagram por Mckey. Una estampida de mensajes por parte de sus seguidores que van desde el apoyo enceguecido hasta la máxima repulsión. Un suicidio en pleno epicentro de Buenos Aires, un desenlace no sólo dramático sino inquietante, que deja una serie de preguntas sobre lo que hubiese podido pasar si, después de aceptar su culpa y anunciar que se haría responsable, en efecto hubiese reparado los daños a la víctima.

Quizás enfurece tanto como la violencia cometida, la oportunidad perdida de marcar ese precedente. Y, por supuesto, el llamado al silencio que deja implícito su muerte. “Las denuncias son tan fuertes que podrían llevar al suicidio” manifiestan algunos. Pero, según el psiquiatra Rodrigo Córdoba, existe una relación entre enfermedad mental, impulsividad y el suicidio. Una depresión oculta bajo la fachada del artista, por ejemplo. Pero, aclara, cuando alguien se quita la vida se suicida ÉL, no se suicida POR. Es decir, no se suicida por una denuncia, ni por la culpa, ni por el escarnio público. Se suicida él por su propio impulso y por nada más. Ya nos “hubiese” gustado entonces que se hiciera cargo de sus acciones.

A los pocos días, el periodista argentino Martín Caparrós le dedicó su texto “McKey y el vacío”, en donde parece que le importan más los poemas perdidos que todo lo que significa una violación para las víctimas. “Y entonces, por esas canalladas enfermas, se perdieron también tantos poemas, tantas risas, algún amor más cierto”.

Vemos que sus declaraciones son tan ridículas como mentirosas: “Quizás exageró, pero lo cierto es que la sociedad –su sociedad– ya había decidido que estaba definitivamente afuera, que no tendría más trabajo ni lugar, que le resultaría muy difícil escribir, hablar, pensar, ganarse la vida, que le resultaría muy difícil vivir. Lo condenaron al vacío; se ve que, casi literal, no supo ver otra salida.”

Ante las palabras de Caparrós la bloguera mexicana Tamara de Anda replicó: “No es cierto lo que dice y eso se ha comprobado una y otra vez. Los hombres señalados de acoso, abuso y violación AHÍ SIGUEN, siguen publicando, siguen presentando sus poemas horrendos en las ferias del libro, siguen recibiendo premios. Las consecuencias han sido mínimas”.

A Tamara de Anda el suicidio de McKey le remite a lo ocurrido con el músico Armando Vega, quien antes de morir dejó un comunicado en redes sociales sobre su decición. La diferencia es que Armando nunca aceptó las acusaciones que se le hacían de grooming, y prefirió decir que se trataba de “una difamación”. Pero, según de Anda, “el mundo del rock fue el que le permitió intentar “seducir” a menores de edad y normalizar esa conducta”. Su suicidio hizo que otros testimonios similares se perdieran y que otras víctimas no se hayan atrevido a hablar.

En un país polarizado como Venezuela, con años de división de pensamiento, el dolor parece ser un lenguaje común con el que las mujeres venezolanas resonamos. Por eso al lado de un “A mi también” (Me Too), está un “Yo te creo”. Ese yo te creo que nos permite respaldar primero a las víctimas porque no dudamos ni un instante de su sufrimiento. Porque creemos en ellas y en sus historias.

Parte de la coherencia radica en no separar a la obra de su autor. Si Arcangel golpea mujeres, decido no perrear más nunca con su música. Si Ciro Guerra acosa a mujeres no le daré dinero a la taquilla que proyecte sus películas. Si Willy Mckey vulneró física y emocionalmente a una mujer no añoraré sus textos. Así haya aceptado sus violencias. Así se haya quitado la vida. Así lo intenten convertir en mártir.

Porque los conocí y crecí con ellos. Porque en algún tiempo fueron mis ídolos y hoy no quisiera que sean el ejemplo de nadie. Porque quisiera que pasen de ególatras a antihéroes. Porque esperaría justicia, pero sé que esta pocas veces llega, entonces al menos deseo que haya una reflexión sincera sobre cómo reparar las heridas de una víctima. Y que les cueste el trabajo si hace falta. Quisiera que los testimonios de esta ola del #YoTeCreo al menos sirvan para desnaturalizar la violencia machista con la que crecí en Venezuela, esa que ahora se revela en un dolor patrio más dentro del exilio. Pero en ese sentir nos encontramos todas.

La reflexión que me surge sobre el escritor Willy Mckey, a quien por años leí, y con quien tuve la oportunidad de compartir en varios espacios (además de haber pagado por asistir a sus talleres de escritura en Bogotá) y con quién me tomé una cerveza en Argentina cuando asistí al Encuentro Nacional de Mujeres, viene de las declaraciones y pantallazos de “Pia”, una de sus víctimas, en donde narra que la actividad favorita de Willy era describir un encuentro sexual con ella mientras se masturbaba al otro lado del teléfono. Quedé escalofriada.

En el hilo continúa: “Me practicó sexo oral, me masturbó con sus manos y frotó sus genitales contra los míos incontables veces. Era la primera vez en mi vida que estaba desnuda frente a un hombre. Nunca un pene había rozado mi vulva. Había recién cumplido los 16. Él cumplía 36 la siguiente semana. Durante el acto me tendí en la cama, inmóvil y con los ojos cerrados. Yo me sentía en una consulta médica durante esos encuentros: desnuda, desconcertada y esperando que terminara rápido. Nunca lo dije: pero estaba incomodísima. Todo se sentía incorrecto”.

“Pia” reconoce que por esta experiencia traumática desarrolló “vaginismo” y que por años tuvo problemas para tener relaciones sexuales. Pero hago una pausa. Con Willy me detengo por la cercanía. Porque soy amiga de quien había sido su compañera sentimental hasta el momento de su muerte y porque su sufrimiento me duele como el de las demás víctimas. Ella también fue engañada y ahora está siendo expuesta públicamente. También por la fatídica coincidencia de que en Prodavinci, portal web de periodismo que Mckey lideraba, se habían publicado varios artículos del también acusado escritor colombiano, Alberto Salcedo Ramos, con títulos como “versos perversos” y “elogio del piropo”: una suerte de respaldo de amigotes.

Pero no podemos olvidar que el #YoTeCreo venezolano no se reduce solo a Mckey: el movimiento comenzó con la denuncia pública de 23 mujeres que declararon haber sido víctimas de Alejandro Sojo, cantautor e integrante de la banda venezolana Los Colores, quien presuntamente las había acosado y había tenido relaciones sexuales con ellas cuando eran menores de edad. Esta información ya tenía tres años rondando en la deep web, hasta que por fin estalló en todas las redes, en todos los medios, en todas las conversaciones. En un comunicado el músico aceptó los hechos y pidió unas insípidas disculpas: “Lamento todo el daño que mis errores del pasado hayan podido causar”. Pero se le olvidó que la justicia no se redime únicamente con una disculpa pública, sino que también hay consecuencias legales para sus actos.

Al día siguiente cayeron otros protagonistas del rock venezolano: el baterista Tony Maestracci renunció a la banda Tomates Fritos tras ser acusado de abusar sexualmente de una joven en el 2019. El tipo rechazó las acusaciones y cínicamente acusó a la víctima de difamación, alegando que “nadie se preocupa por conocer ambos lados de la historia”. El guitarrista de la banda Okills, Leonardo Jaramillo, conocido como “Kmarón”, fue también denunciado por una joven que recibía fotografías íntimas del músico sin su consentimiento cuando ella tenía 17 años de edad y él 23. Tras las acusaciones, la banda anunció el retiro del músico.


Me anima suponer que todo empezó con la industria del entretenimiento porque es lo que más mueve prensa, pero espero que esta ola se extienda a otros campos donde la violencia de género tampoco será permitida nunca más, así como pasó en el caso del #MeTooEscritoresMexicanos, que rápidamente llevó a denunciar el acoso en otros espacios como el periodismo, el cine, el teatro, la política y el activismo. En Venezuela hay tantas “manzanas podridas” que no hay industria que se salve. La cultura machista que habita como reina de belleza en nuestra conciencia colectiva ha visto nacer a cientos de acosadores y los ha convertido en estrellas. Pero ya no más. Estamos hablando y no contarán nunca más con nuestro silencio. Existen nuestras voces, por más que traten de callarlas.

*Periodista venezolana / investigadora en el Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia) donde se especializa en la creación e implementación de estrategias de comunicación para el cambio social.

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