Las tierras, los territorios… y otras urgencias – Por Guillermo Folguera
El 22 de abril es el Día de la Tierra, instaurado en 1970 como un intento de generar conciencia sobre los problemas ambientales y sobre el hecho de que el planeta es nuestra única casa común. La actual emergencia climática, la pérdida de biodiversidad y el aumento de la contaminación nos muestran hoy que poco se consiguió de lo buscado. El biólogo y filósofo Guillermo Folguera propone que en lugar de hablar del Día de la Tierra hablemos de tierras y territorios, como una estrategia para incluir la diversidad y pasar a la acción. Una acción urgente que requiere empezar por lo más cercano: mirar debajo de nuestros pies, observar la comida del plato, prestar atención al agua que bebemos, oler el aire que respiramos y preguntarnos de qué enfermamos y de qué morimos.
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El 22 de abril, día de la Tierra. Conmemorarla en este momento de destrucción tan extendida quizás sea otra forma más de alertar, de prevenir, de gritar, de imaginarla, de recuperarla. Ojalá sirva.
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El homenaje dice Tierra en singular, un planeta Tierra, una madre Tierra, una única entidad. De la misma manera, cuando se habla del cambio climático, también se suele hacer de manera explícita o implícita un único gran problema. Las causas, en cambio, no tienen ni la misma singularidad ni simplicidad. Se suele señalar el rol central de las grandes potencias en términos de contaminación global, pero no siempre se incluyen en el listado ni los roles, ni las situaciones, ni las políticas, de nuestros propios países. No deseo aquí ni señalar hacia afuera ni mirar hacia dentro. Sólo deseo evitar que ese singular, Tierra, oculte más de lo que esclarece. Porque el problema a mis ojos no es aquí el modo de nombrar, sino los efectos que produce: una de las posibles consecuencias de ese singular es que puede dejarnos en la quietud. Inmovilizados e inmovilizadas por el espanto de lo demasiado grande, de lo imposible de ser cambiado, de causas que nunca pueden revertirse. Y entonces, sin olvidar que estamos en un escenario general interconectado, un problema global, incluyamos también los plurales, cercanos plurales: las tierras. Tierras, en plural. La diversidad es una de las formas de diagnóstico, pero también de comprensión y de resistencia. Y de hacer.
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En esas tierras que son diversas y plurales, suelen vivir comunidades. Comunidades que, a pesar de tanta realidad globalizada, también suelen ser diversas. Y comunidades que sólo excepcionalmente son consideradas, convidadas, escuchadas acerca de cómo quieren vivir. Cuando se ha levantado explícitamente la voz por parte de las comunidades, el espanto proviene del sector gubernamental y empresario. Horas, semanas, meses y años en el que los pueblos cordilleranos muestran su negativa respecto a los proyectosmegaminerosde Barrick Gold, Pan American Silver o Yamana Gold, de complicidades locales y regionales. Pero la negativa no es contemplada. Por el contrario, se les ofrece (nos ofrecen) un futuro ya determinado. Progreso, desarrollo, PBI, son todas formas y nombres de un mundo con opciones que no tiene opciones. Comunidades que no pueden elegir el destino de los territorios que habitan. O dicho de otro modo: comunidades que no pueden elegir su propio destino.
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En un país con una historia de apropiaciones y concentraciones de la tierra, las últimas décadas sólo multiplicaron formas y tendencias. Hoy, en Argentina estamos llegando al 95 % de las personas viviendo en grandes ciudades. Una tendencia por cierto global, pero que Argentina expresa con dramatismo. En ese contexto tener la tierra propia no sólo se vuelve unimposiblesino que además se expresa el mayor éxito de este programa demográfico, la naturalización de la imposibilidad. Esto no solo se expresa en el imaginario de un algún terreno rural en algún sitio de nuestro país, sino incluso en la imposibilidad de adquirir una vivienda en esas mismas ciudades que habitamos. Comprar una casa no es opción para un asalariado, tampoco para alguien que hace changas. Los dólares son la forma más visible de una imposibilidad en la que la vivienda se ha vuelto una manera curiosa de invertir el capital. Capitalito. También se trata de la forma de concebir a las propias tierras de las que estamos hablando. Una lógica gobernante que decreta que las tierras no son para vivir, sólo son medios para ganar mucho dinero cuando se tiene mucho dinero.
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Este proyecto demográfico no es producto de una serie de eventos inesperados ni de algo que sucedió tal como si nos hubiera impactado un meteorito. Por el contrario, se trata del resultado esperado de un proyecto activo, actualizado e intensificado. Este proyecto activo tiene formas y nombres propios. Depende el lugar del país, las formas de los desastres y las expulsiones han tomado formas que nos resultan reconocibles. Incendios, fumigaciones, derrames de químicos omegafactoríasde animales son, entre otras cuestiones, excelentes estrategias para expulsar. Arrasar con una vivienda a través del fuego o de la inundación, o el olor nauseabundo de animales o de venenos, son maneras de empujar a las comunidades a lamentar que esa tierra no es su tierra y que ahí no pueden vivir. Maneras múltiples de expulsar a las comunidades, formas de reordenar el territorio para seguir haciendo negocios. Para garantizarlos.
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Pero no hay sólo eso. Del otro lado, del lado de las comunidades que viven en Tierra, tierras y territorios, no hay quietud. Hay comunidades en plural que gritan, resisten, lloran, se organizan, reclaman. Y entre las búsquedas, son (somos) capaces de enhebrar, unir, vincular. Unir cuestiones que aparecen desconectadas. Conectar problemas, necesidades, deseos, búsquedas, organizaciones. Y así, una lista interminable: vínculos con los derechos humanos, la lucha contra el patriarcado, la reivindicación de los pueblos indígenas, la búsqueda por otra alimentación, el maltrato animal, el trabajo digno. La necesidad de conectar. Por ejemplo, ¿de dónde salen las víctimas del gatillo fácil sino expulsadas de esas mismas tierras inhabitables? En una conversación de hace unos días con Marita de Paraná, quien había abrazado un árbol para que no (se) lo corten, se preguntaba acerca de la calidad del agua que bebe y por qué la policía les pegaba siempre a las mismas personas. Y de ahí, Marita derivó en otros múltiples problemas que tiene su vivir cotidiano. Su vivir ahí, su vivir ahora. Y la vida que tiene tantas dimensiones, tantas aristas. Unirlas es el camino que en gran medida se está gestando.
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La reivindicación del acceso a las tierras ha tomado numerosas formas. Y entre ellas, la preferida por gran parte del poder habilitante, dominante, hegemónico, es ofrecer los sitios marginales. Un vivir en una periferia, mientras en el centro se ocupa un modelo que excluye las formas de vida. Unos márgenes, claro, en los que se arrojan los deshechos de formas extractivistas que necesitan de lapredacióny de la contaminación. Y entonces, las resistencias y búsquedas alternativas son encauzadas a ocupar esos lugares, esos márgenes. Acaso como un decorado. Por supuesto que “no es lo mismo”. Pero no es de eso de lo que hablo. Me refiero a que la invitación a ocupar los márgenes es un aspecto central del modelo de exclusión de Tierra, tierras y territorios. Producir comida saludable (comida), bebiendo agua potable (agua), respirando aire que no nos enferme (aire), no es posible en la periferia del desastre. Pero en esa invitación hay un complemento fundamental, la edificación de un imaginario que considera que comida, agua y aire son parte de un lujo. Un lujo no disponible a las poblaciones de nuestro país que no pueden pagarla.
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La marginalidad ofrecida tiene otro correlato: la lejanía. Las cosas que suceden, nos suceden lejos. El mar depredado está lejos. También la deforestación del Impenetrable. La cordillera agujereada por los múltiples proyectosmegaminerosestá lejos. Igualmente, las megafactorías de animales. Incluso, están lejos los incendios, aún cuando el humo nos haga toser. Estamos lejos de lo que pasa, también del dolor y de sus consecuencias. Tal como está planteado, esa lejanía ofrecida sólo puede atravesarse con empatía. Pero quizás también (también) podamos convertirla en cercanías asociadas a nuestro instinto de supervivencia o a la búsqueda por un vivir bien. Tierra, tierras y territorios son asuntos de nuestro vivir cotidiano. Y ahí está gran parte de nuestra búsqueda, una apropiación de lo propio, un mirar debajo de nuestros pies, la comida del plato, el agua que bebemos, el olor del aire. Cómo vivimos, de qué enfermamos, de qué morimos. No es un problema (únicamente) de nuestra sensibilidad. Se trata de nuestras vidas. Y de la vida de personas que queremos y cuidamos.
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Lo marginal y lo lejano suceden en un tiempo muy particular: un efímero y eterno presente. Una temporalidad que se reduce a estas coordenadas, a un tiempo sin tiempo. Y entonces no se preocupa en diferenciar si estamos bailando sobre elTitanic, si elTitanic ya ha impactado o si estamos arriba de un salvavidas. En este esquema, Tierra, tierras y territorios no tienen pasado ni futuro, apenas un presente que las sacrifica en pos de un subsistir que las reclama. Y no es abstracto: es concreto y doloroso. Por ejemplo, el cáncer, no sólo es una enfermedad de genes propensos, sino de ambientes que en su abundancia de químicos nos someten a condiciones de degradación. Y los abortos espontáneos no tienen que ver con un destino que quiso o no. O el autismo. Quién puede pensar en tumores en el eterno presente. Quién tiene tiempo para eso, para detenerse. Quién se detiene por contaminaciones que lentamente degradan nuestras vidas y la de las naturalezas.
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Urgencias. El sacrificio de naturalezas y territorios se hace en nombre de una urgencia. Se señala desde lugares sin grietas que preguntarse acerca de este sacrificio, significa no comprender lo prioritario, el ahora, un ahora se nos dice que reclama decisiones firmes. Pero no. Tendremos que mirarnos de frente y reconocer que la urgencia es otra. La urgencia significa recobrar la pregunta por el centro y salir de las marginalidades. La urgencia significa también comprender que no estamos hablando sólo de empatías, sino de necesidades cotidianas, de elementos fundamentales de nuestra cotidianeidad, de vidas, de nuestras vidas. No hay vidas con sacrificios. No hay sacrificios con vidas. El sacrificio no es una manera de decir. Y entre tanto fuego comprender que ese olor no viene de la pantalla de la computadora: son nuestros pies los que arden.
Guillermo Folguera
es investigador del CONICET y miembro del Grupo de Filosofía de la Biología. Cursó en dos facultades de la Universidad de Buenos Aires. En la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales se doctoró en Biología; y en Filosofía y Letras, obtuvo el título de Licenciado en Filosofía. Es docente de la UBA y participó de numerosas conferencias internacionales.
Fuente-Revista Bordes de la Universidad Nacional de José C. Paz