Volver a las aulas (en esta época distópica de besos que enferman) – Por Daniel Brailovsky
Se acerca el comienzo de las clases en todo el país y frente a los debates en torno a la presencialidad, Daniel Brailovsky propone tres preguntas que podrían ayudar a ordenar los argumentos sobre el problema: “¿Hablamos de lo mismo cuando hablamos de volver a la escuela presencial? ¿A quién le corresponde decir cómo hay que volver a los edificios escolares? ¿Qué le toca hacer a las y los maestros, y qué al Estado? A partir de esos interrogantes, el autor, maestro y doctor en eduación, ofrece pistas tanto para entender la complejidad de la escuela como para organizar posibles cursos de acción.
Mientras parece inminente el tan debatido y tironeado regreso a la presencialidad escolar, me surgen algunas inquietudes, que quisiera formular brevemente, eludiendo el repaso de los lugares comunes a ambos lados de la tan conocida fisura que tiñe todo de banalidad, de golpe de efecto, de griterío. Me propongo, en cambio, señalar tres posibles pistas para pensar el asunto, con la esperanza de que sean insumos del pensamiento y la acción. Y las presento como tres preguntas, a saber: ¿Hablamos de lo mismo cuando hablamos de volver a la escuela presencial? ¿A quién le corresponde decir cómo hay que volver a los edificios escolares? ¿Qué le toca hacer a las y los maestros, y qué al Estado? Parece haber consenso en el punto de volver a los edificios escolares, pero ¿es realmente un consenso? Tal vez no estemos hablando todos de lo mismo cuando decimos que queremos volver a las aulas, pues esa posibilidad no se piensa ni se siente del mismo modo desde la piel de educadores, de familias y de dirigentes o funcionarios. Para las maestras y maestros, el impulso a regresar de cuerpo presente a las aulas se apoya en el llamado del oficio, en la sensación de sinsentido (ya intolerable) de una escuela sin sus tiempos y sus espacios delimitados para poder desplegarse, y en el carácter insostenible de una vida laboral alterada. Ya sea porque la tarea se desdibujó, ya sea porque se volvió excesivamente intensa. Los deseos de regresar de chicas, chicos y familias son los que los foros públicos asocian al de “la gente”, es el deseo más visible, el más urgente y el más interpretado. También, probablemente, el más legítimo. En esas ganas de volver hay una necesidad (y un derecho) de recuperar esos tiempos de independencia perdida, de pertenencia saboteada, de identidades dispersas. Hay que recuperar esas relaciones de las que a veces se quejan, pero que cuando faltan los dejan huérfanos, despojados. La asistencia escolar, lo hemos confirmado brutalmente, es un gran organizador de la vida social, familiar, laboral. También desde ese lugar se la extraña y se desea su reinicio. En cuanto a la clase política, parece evidente que para los funcionarios o dirigentes de cualquier fuerza, cuyos dichos y contradichos dibujan la melodía mediática de todo este asunto, el regreso a la presencialidad es una suerte de botín, un juego de argumentos cruzados donde el propósito central es ganar ventaja frente a los oponentes. Así, desde las distintas jurisdicciones se esfuerzan en tomar la delantera y contrastar estrategias: acompañar con vacunación o – al contrario – librarse de la vacuna como condición indispensable, poner el eje en las condiciones de infraestructura o acelerar la premura del regreso. Hay mejores y peores argumentos, desde ya, pero a cada lado del debate tiende a crecer la postura contraria a la del oponente, porque, en un punto, todo apunta a diferenciarse y llegar antes. ¿Será que debe ser así, que la política demanda jugar con esas reglas y no hay posibilidad de una sensatez compartida en este punto? Sin la menor intención de afirmar la “anti-política”, ni el “son todos iguales” (porque no lo son), cabe un llamado a reunir voluntades alrededor de los deseos, las posibilidades y las imposibilidades que ante este regreso se nos abren. Y un primer paso es tal vez discernir entre estos distintos significados que puede tener el deseo de volver a los edificios escolares, como para no pensar que estamos hablando exactamente de lo mismo. En cuanto a la pregunta sobre a quién le corresponde decir cómo hay que volver a los edificios escolares, no me imagino posible un regreso a las aulas sin la confluencia equilibrada y conversada entre dos saberes situados: el saber pedagógico y el saber médico-sanitario. Reconozcamos que se han llevado a las patadas por mucho tiempo: ahí están las militancias por la desmedicalización de la vida escolar, las críticas históricas al higienismo, las críticas actuales a la mirada diagnóstica que patologiza, estigmatiza y discrimina, el escozor por las miradas neurocientíficas que ven cerebros en vez de personas… pero hoy, aquí y ahora, todo parece indicar que deben ir juntas, en todos los sentidos pensables: desde políticas pensadas desde lo pedagógico-sanitario, hasta planificaciones situadas en cada edificio escolar con profesionales de la educación y de la medicina. Los docentes son quienes hacen, conocen y viven la escuela cotidianamente. Son las maestras y maestros quienes mejor saben cómo puede organizarse a un grupo, cómo puede dividírselo, si los maestros pueden o no trabajar rotativamente en distintas aulas, las adecuaciones que pueden hacerse a cada diseño didáctico, a cada curriculum. Lo saben mejor que nadie, porque juegan con esas variables cada día de su vida, cada vez que comparten el salón de música, cada vez que hacen una salida didáctica, o que hay que organizar los turnos del comedor, los horarios de educación física o las reuniones. Por otro lado, son las médicas y médicos quienes mejor pueden decir si esos agrupamientos desencadenarán o no una catástrofe sanitaria. Sólo quienes dedican su vida y su tiempo a saber esas cosas pueden decirnos qué efectos tendrá (podría tener, puede evitarse que tenga) la puesta en práctica de tal o cual dispositivo. Independientemente de las presiones por el humor social, del hartazgo al que nos conduce el encierro, del enojo ante las restricciones. En esta época distópica de besos que enferman o matan, una clase ya no es sólo una clase, por triste que sea admitirlo. Y sólo el personal de la salud puede decir si nuestros modos de juntarnos en las aulas (en cada aula) valen el riesgo, cuántas vidas costarán, cuánto dolor podrían generar. Tras el rebrote que siguió a las fiestas de fin de año, y considerando las enormes dimensiones del sistema escolar y sus contornos, digamos, no podemos menos que pensar de ese modo. Por ultimo: el rol del Estado y de los maestros. Está apareciendo recurrentemente, como argumento a favor del regreso a la presencialidad, la afirmación de que la educación es un derecho. Y es cierto: es un derecho. Pero la educación es también muchas otras cosas. Es una experiencia vital, es un modo de encuentro, es una marca en las historias personales y sociales, es un modo de mirar el mundo, es una estética, es un arte y una ciencia, y todo esto hace que merezca también el status de derecho. Quienes habitamos las aulas, de hecho, sabemos que la educación es un derecho, pero no somos los únicos (ni los principales) garantes de esa dimensión jurídica de lo educativo. El punto en que la educación es un derecho, es el que tiene que ver con las garantías que la hacen posible, que le permiten suceder, tener lugar, desplegarse y convertirse en todo lo demás que la educación es. El derecho a la educación tiene que ver con que existan condiciones para que cualquiera, sin distinciones ni obstáculos, pueda vivir esos encuentros, esas experiencias, esas formas de mirar el mundo. Y si tanto educadores como estudiantes sentimos la escuela como un abanico de significados, para el Estado la educación debe ser pensada, sobre todo, y en estos tiempos exclusivamente, como un derecho a ser garantizado. Y eso implica brindar las condiciones. En síntesis: de cómo organizar creativamente los contenidos, los horarios, los programas, los grupos, sabemos ocuparnos sin ningún problema los docentes. De supervisar desde lo sanitario la viabilidad de esos dispositivos para que no sean trampas mortales, se deben ocupar los médicos, infectólogos, epidemiólogos, etc. Y de dotar de espacios seguros, insumos escolares e higiénicos, personal adecuado y suficiente, vacunas y recursos tecnológicos, se tiene que ocupar el Estado.
Daniel Brailovsky es Doctor en Educación, maestro de nivel inicial y de música, profesor investigador de UNIPE y formador de docentes. Integra el Diploma Pedagogías de las Diferencias ( Flacso/Arg.) y es autor de La escuela y las cosas (Homosapiens, 2012), El juego y la clase (Noveduc, 2011), Didáctica del nivel inicial en clave pedagógica (Noveduc, 2016), Pedagogía entre paréntesis (Noveduc, 2019) y Pedagogía del nivel inicial; mirar el mundo desde el jardín (Novedades Educativas, 2020), entre otros. e-mail: dbrailovsky@flacso.org.ar
IG: @danibrai
Fuente-Revista Bordes de la Universidad Nacional de José C. Paz