Lawfare en Bolivia: de la pesadilla a la esperanza – Por Jaime Quiroga Carvajal
Por Jaime Quiroga Carvajal *
El 18 de octubre de 2020 quedará registrado como una fecha histórica para Bolivia. En esta fecha, el binomio Luis Arce Catacora – David Choquehuanca del Movimiento Al Socialismo (MAS-IPSP), ex ministros del presidente indígena Evo Morales Ayma, triunfó de manera contundente en las elecciones presidenciales con más del 55 por ciento de los votos.
El triunfo del MAS venía precedido de una de las más oscuras etapas de la vida política boliviana, que se iniciaría con el golpe de Estado del año 2019, exactamente un año antes. El estrecho triunfo del binomio del MAS Evo Morales Ayma – Alvaro García Linera respecto al segundo, Carlos Mesa, daría lugar a las acusaciones de fraude de parte de este último, con el apoyo desembozado del jefe de misión electoral de la Organización de Estados Americanos y su secretario general, Luis Almagro, en un abierto acto de injerencia contra la soberanía del país, extralimitando sus funciones de observadores electorales. Una auditoría al proceso electoral pedida in extremis por el Presidente Evo Morales a esta institución, terminó por demostrar el desafortunado papel que esta instancia cumplió bajo la dirección su secretario general. Varios estudios e investigaciones posteriores demostraron las inconsistencias de los informes de la OEA y por tanto la inexistencia de un fraude, pero ya era tarde el golpe se había consumado.
Los actos de injerencia de la OEA y el lamentable papel que jugó Luis Almagro en las elecciones nacionales de 2019, que terminaron siendo anuladas, deben ser investigados por el bien de la democracia en la región y establecer las responsabilidades que correspondan.
En un país polarizado por la situación política, el anuncio de probables irregularidades en las elecciones encendió la mecha de la violencia, exacerbó los ánimos y confrontó aún más a la sociedad boliviana, azuzados por los líderes opositores que -a título de “fraude”- pusieron en vilo la democracia. Se quemaron tribunales electorales, se persiguió, atacó y quemó casa de militantes y familiares del MAS, se armó y alentó a grupos paramilitares y parapoliciales, se multiplicaron los actos de racismo, y se quemó la wiphala, la bandera indígena reconocida como símbolo patrio. La violencia recrudeció y dejó desprotegida a la población cuando la Policía Boliviana se amotinó y el Comandante General de las Fuerzas Armadas “sugirió” al presidente Evo Morales que renuncie, consolidando el golpe de Estado y la ruptura del orden constitucional. Esto derivó en la autoproclamación de una desconocida senadora de derecha, segunda vicepresidenta de la Cámara de Senadores, como presidenta del Estado. Su nombre no fue decidido por la Asamblea Legislativa Plurinacional como corresponde sino por grupos opositores a Morales, en franca violación de la Constitución Política del Estado. De hecho, la banda presidencial le fue impuesta por las Fuerzas Armadas en un hemiciclo prácticamente vacío. Fue el inicio un 12 de noviembre de 2019 del régimen de facto de Jeaninne Áñez. Su Ministro de Gobierno, Arturo Murillo, apenas posesionado, advertía a los ex funcionarios del gobierno de Evo Morales «empiecen a correr (porque) los vamos a agarrar”. Enfáticamente señalaba que saldría a la cacería.
El gobierno de Añez desplegó una estrategia de terror, odio y de violencia, con la intención de aniquilar al adversario y reinstaurar un modelo neoliberal que ya había sido superado, convirtiendo a Bolivia en el ejemplo más descarnado del lawfare, de la persecución política, del racismo, de asesinatos y de las dos masacres en Sacaba y Senkata con casi una treintena de muertos y más de 500 heridos.
La instauración del régimen de facto llegó a niveles insospechados, se utilizó y presionó a la justicia para perseguir, enjuiciar y detener a periodistas, ex servidores públicos, estudiantes, dirigentes, obreros, activistas, y un largo etcétera, bajo la acusación generalmente de sedición, terrorismo o corrupción, característica del lawfare. Valga recordar los vejámenes a la alcaldesa de Vinto Patricia Arce, la inhabilitación del expresidente Evo Morales como candidato a senador, la violenta detención de su jefe de gabinete, la no entrega de salvoconductos a ex autoridades refugiadas en la residencia de México -a pesar que este país ya había concedido el asilo- o absurdos como la detención de la directora del hospital que atendió al argentino Facundo Molares acusado de terrorismo, sin pruebas, o la detención de la persona que cuidaba a los hijos del ex Ministro de la Presidencia.
La evidencia de la sistemática vulneración de derechos humanos fue denunciada por decenas de órganos y organismos de derechos humanos a través de informes, comunicados y denuncias. El régimen ostentó el triste récord de ser uno de los gobiernos más denunciados por vulneración de derechos humanos en el mundo en el menor periodo de tiempo, convirtiendo a Bolivia en lo que magistralmente el juez argentino Raúl Zaffaroni bautizó como un Estado de No Derecho
El golpe de Estado no fue una casualidad, fue parte de una estrategia de recomposición y reinstauración de las viejas élites conservadoras y racistas en el país, disfrazada de comités cívicos y empresarios que, con el apoyo de las fuerzas policiales y militares, pretendieron imponer la idea colonial de una Bolivia blanca, cristiana, nacionalista, con la biblia por delante.
Por ello, la recuperación de la democracia a partir del triunfo electoral del MAS el 18 de octubre de 2020 y la asunción del Presidente Luis Arce desde el 8 de noviembre abren un camino de esperanza y ponen fin a las persecuciones y al lawfare despiadado que imperó en Bolivia.