La crisis de la pandemia ha profundizado una desigualdad histórica

La dignidad no se desaloja Intervención realizada durante la Marcha de lxs Sin Techo (15/01/2017) Mar del Plata, Argentina Colectivo Wacha.
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Paradójicamente, primera línea del cuidado y último eslabón de una cadena de vulneraciones, violencias y abusos es el doble lugar en que se ha ubicado en simultáneo a estas trabajadoras. “Yo me contagie de coronavirus limpiando casa ajena, (…) la situación nuestra se agudizó y eso pasa porque veníamos de la informalidad absoluta. Y en la pandemia hicieron lo que quisieron con nosotras”(Evelyn Cano).

Al mismo tiempo, como ocurre para las personas trabajadoras migrantes en diferentes sectores de la economía, la crisis de la pandemia implicó una mayor exposición a violencias laborales, sociales y económicas. Delia, observando esta realidad desde la lente migrante y feminista, como integrante del colectivo Ni Una Migrante Menos, sintetiza:

(…) va a empezar a profundizarse mucho más esta explotación que se está dando a estas personas. Si ahora no tenemos trabajo, después no vamos a tener. Obviamente, después vamos a terminar aceptando lo que nos venga: los precios que se nos den, las condiciones que ellos nos pongan.Las vamos a terminar aceptando porque necesitamos llevar algo de dinero a nuestras familias. Y las personas que migramos vamos a necesitar de alguna manera tratar de buscar ese dinero para mandarles a nuestras familias para que nuestras familias puedan sobrevivir (…). Definitivamente muchos de los que están volviendo de otros países (….) van a volver a migrar. Pero van a migrar en peores condiciones de las que ya han migrado anteriormente (Delia Colque).

Migrar en peores condiciones, porque se deben reactivar las economías locales y para eso se precariza la vida, se recortan derechos y se emplea a quienes másdesprotegides están. El avance del capital en la profundización de todas las crisis es contundente. Sin embargo, la organización de les trabajadores continúa haciendo frente y frenando su lógica perversa.

La migración es una estrategia de supervivencia, pero también un camino —no lineal y multidimensional— que se abre para quienes deciden alejarse de la violencia sexual, económica, institucional y familiar. Como parte de estos itinerarios precarios, el empleo de hogar es casi la única salida. Pero también la condición de posibilidad para ir teniendo autonomía económica, para acceder a los papeles, para recuperar autoestima y capacidad de agencia por sí mismas y junto a otres. En los espacios colectivosde trabajadoras se encuentra acuerpamiento[1], hermanas y amigas; más allá del sacrificio y del deber ser, se aprende, se disfruta y se comparte.

A pesar de los múltiples procesos de anulación y explotación a los que se expone a estas trabajadoras, son miles las compañeras que despliegan potencia y resistencia creativa que disputa y construye rebeldías emancipadoras. “Que tiemble el patriarcado.Ni domésticas, ni domesticadas.Ni sumisas, ni devotas. Indomésticas” se nombran las trabajadoras de casa particulares en Buenos Aires. “Nosotras movemos el mundo y este mundo lo vamos a cambiar”, dicen las compañeras de Territorio Doméstico, porque “cambiar el trabajo de hogar y de cuidados sería revolucionarlo todo de raíz”, como dicen las trabajadoras no domesticadas desde Bilbao. Las mujeres trabajadoras de hogar y de cuidados no solo alzan la voz y gritan “ya basta”: se mueven, organizan y enredan para “ponerlo todo patas arriba”.

Continuamos sacudiendo el avispero

Décadas de neoliberalismo parecen estallar siempre sobre los mismos cuerpos. La crisis de la sociedad salarial no modificó la desigual distribución del trabajo de cuidados, ni su reconocimiento en tanto elemento constitutivo de todas las vidas, a pesar de la politización que los feminismos recreamos en torno a esta discusión desde los años setenta hasta nuestros días.

Nos preceden grandes experiencias de resistencia de compañeras decididas a mover el avispero para relevar el papel fundamental del trabajo doméstico, de hogar y de cuidados en el sostenimiento y reproducción de nuestras sociedades. Las luchas de los años setenta por el reconocimiento del trabajo doméstico y la creación de la Campaña Internacional por el Salario del Trabajo Doméstico (WfH) son un punto de referencia para quienes nos proponemos recuperar estas discusiones en el presente. Actualmente lo vemos también en las luchas de las Activistas Sociales Sanitarias Acreditadas (ASHA es la sigla en inglés) de la India por Equipos de Protección Individual (EPI), reconocimiento y remuneración, y en las luchas de las enfermeras sudafricanas por kits de testeo, EPI y un mejor manejo del sistema sanitario (Instituto Tricontinental, Coronashock y Patriarcado; y La salud es una elección política.), que han estado agitando el avispero durante este año de crisis y pandemia. Son estas luchas que se vienen desplegando las que empujaron a Thomas Sankara, en Burkina Faso, a crear un día de solidaridad en el que los hombres tenían que realizar trabajos de cuidados domésticos, como una forma de politizar las dinámicas y trabajos que se producen al interior de los hogares, las violencias y desigualdades sobre los que se sostienen.Son estas luchas también las que consiguieron que las Constituciones de Venezuela y Ecuador, por ejemplo, reconocieran el trabajo en el hogar como parte de la actividad económica.

La pandemia destapó una olla en la que se venían guisando las desigualdades, injusticias y asimetrías que ordenan el mundo de manera violenta. Se profundizaron dinámicas de opresión de cuerpos expuestos a jornadas de trabajo eternas, remuneradas y no remuneradas, dentro y fuera del hogar. El aislamiento y la restricción de circulación resultaron una combinación explosiva para quienes se inventan el trabajo a diario, para aquelles a quienes no se les reconocen sus derechos laborales, quienes se ven afectades por la falta de vivienda o por la precariedad territorial. La premisa del confinamiento, como respuesta mundial a la crisis sanitaria, reforzó una lógica “familiarista” en la que se repusieron tramas de violencia, opresión y explotación.

¿Quiénes cuidan, cómo y a qué costo? ¿Para quién trabajamos, dentro y fuera de las casas? ¿Cómo se reparten esos trabajos? ¿Quién dispone de ingresos y quién de tiempo para cubrir las tareas domésticas? La pandemia destapó preguntas y las hizo llegar a nuevos rincones.

Sin embargo, en tiempos difíciles también se fortalecen las redes que sostienen la vida, se actualizan resistencias y se activan solidaridades. Se vuelven audibles los conflictos, se visibilizan las tramas comunitarias, se inventan otras formas de familiaridad, no sanguíneas, sino políticas y territoriales.

Frente a este sistema que aísla, muchas mujeres, lesbianas, travestis y trans se enredan en diferentes espacios y los resignifican como lugares de lucha. Un parque donde llevan a la persona que cuidan, un comedor comunitario, una esquina de un barrio, una parada de autobús, la verdulería o la salida del colegio se convierten en trincheras de construcción de lo común.

Como parte de este proceso, aquello que llamamos hogar se politiza, sus fronteras se tornan difusas y móviles. La imagen hegemónica de “hogar feliz” se devela como territorio nodal en el que opera la violencia patriarcal. La injusta división sexual del trabajo al interior de los hogares se replica fuera de ellos. Para modificarla habrá que revisar los cimientos, fortalecer las redes de afecto y desandar los mandatos de la familia patriarcal. Disputar los contornos de lo que llamamos hogar implica problematizar los procesos y dinámicas que se dan en su interior. Se trata de ampliar sus límites, cuestionar los roles, recrear otro tipo de responsabilidades y parentescos.

A lo largo de este mapeo, hemos identificado ciertos puentes en común. Por un lado, la feminización y el aumento de la carga de cuidados para sostener lo que nadie más sostiene, en las casas, en los barrios y en el empleo de hogar. Pero, por el otro lado, también las rebeldías cotidianas que resignifican condiciones y situaciones desde la inteligencia colectiva. Rutinas, silencios y crueldad se enfrentan con risas, abrazos y hasta bailes y cantos. En los intersticios de las formas de resistencia se recrean y se prefiguran otros mundos posibles. El diagnóstico feminista y colectivo sobre la dimensión de esta crisis brinda herramientas, tonos y material para la construcción de esa nueva vida que deseamos.

Nota

[1] Se refiere al ejercicio político de concebir al cuerpo como un territorio de lucha que se convoca y se enreda junto a otros cuerpos para sostener colectivamente resistencias a los despojos y violencias desde la centralidad de la vida y los cuidados, no como un ejercicio de un deber o  sacrificio sino del deseo, del reconocimiento de sabernos vulnerables, interdependientes y corresponsables de contribuir a la emancipación de los territorios que habitamos.


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