Guardianas de la Comunidad
Desde los territorios nace organización y se recrean procesos e infraestructuras para sostener comunitariamente la vida. Con la llegada de la pandemia las tensiones se agudizan y se transforman.
¿Cuál es el papel de las redes de cuidados comunitarios en los barrios populares? ¿Cuál es el reconocimiento social y económico de quienes las gestionan?
Janet Mendieta (Central de Trabajadores Argentino), Lucero Ayala y Shirly Britchez, (Movimiento Popular La Dignidad), María Benitez (Federación de Organizaciones de Base), Lourdes Durán (Asamblea Feminista de Soldati), Analía Jara (La Enramada), Luz Bejerano (Movimiento Transexual Argentino) y Silvia Campo (Encuentro de Organizaciones) son las guardianas de la comunidad, con quienes reflexionamos sobre los trabajos de cuidado comunitarios y sus desafíos.
Nuevo mapa del trabajo, neoliberalismo y resistencias
Durante el paro internacional feminista del año 2017 en Argentina, las trabajadoras de la economía popular desplegaron la consigna: “Si nuestras vidas no valen, produzcan sin nosotras”. Con ello reeditaron aquel debate feminista de los años sesenta y setenta sobre el “trabajo invisible” de nuestras sociedades, en referencia a todas esas actividades que, aunque son fundamentales en la producción y reproducción de la vida, no siempre son reconocidas ni remuneradas (Federici y Austen, 2019; James y Dalla Costa, 1979; Larguía y Doumolin, 1976; Federici, 2013).
Pero desde los setenta hasta aquí muchas cosas cambiaron. El trabajo asalariado se contrajo y las mujeres, lesbianas, travestis y trans tuvieron un papel protagónico en la construcción de estrategias económicas de supervivencia para parar la olla. Muchas de estas estrategias se centraron en las necesidades de los barrios, vinculadas a la reproducción de la vida (Gago, 2019). Desde la dependencia inmediata de la infancia o la tercera edad, a todo un entramado que garantiza la alimentación, la vestimenta, la vivienda y/o hasta el agua, los servicios básicos para la subsistencia y la urbanización de las periferias rurales y urbanas.
Tuvimos que salir a trabajar con nuestres hijes a cuesta y bancarnos la mirada de indignación mientras rompíamos una bolsa de basura, tuvimos que abrir las puertas de nuestras casas para que les pibes del barrio tomen la merienda y levantar ollas populares(Deolinda Carrizo).[1]
Estas estrategias que nacen desde los propios procesos organizativos territoriales, tienen la particularidad de poner en el centro la construcción de infraestructura comunitaria.
Yo acá en el barrio estaba trabajando en una cooperativa de mantenimiento (…) hacía desmalezamiento, juntado de basura, limpieza de la zona todos los días. Y después dos veces por semana a la tarde iba a la parte del comedor (Silvia Campo).
Estas experiencias nacen como respuesta al despojo neoliberal, cuyas consecuencias implican una carga especialmente fuerte para las mujeres, que son quienes van a suplir la ausencia del Estado cuando se recortan los servicios y protecciones sociales. En suma, las redes de solidaridad comunitaria articulan las demandas de trabajo, derecho a un medioambiente limpio y sin violencia, salud, educación, vivienda, alimentación y tierra para producir.
La comunidad en el centro
La necesidad las sacó del hogar, pero la politización de sus necesidades las llevó a recrear en la comunidad otros hogares. La comunidad es el territorio-hogar desde donde las estrategias económicas, políticas y afectivas se despliegan. En estas economías populares y feministas se producen alimentos, caminos, calles pavimentadas, alcantarillado y casas. Pero, por sobre todo, se producen luchas, sueños y redes afectivas para sobrevivir.
Somos nosotras, las mujeres, las que nos organizamos y llevamos adelante las tareas de cuidado, que contenemos a la familia en un montón de aspectos. No solamente en que damos de comer, cocinamos y servimos la comida, sino que muchas veces nos contenemos, contenemos a las personas, intentamos buscarle la vuelta a todos los problemas (Janet Mendieta).
Las redes que construye la comunidad trans, para enfrentar la discriminación y estigmatización a las que esta sociedad las somete, forman parte de estos trabajos comunitarios.La solidaridad las mantiene vivas:
Una compañera trans abrió su merendero en uno de los municipios (…) más conservadores, donde más violencia machista y de género hay. (…) Más allá de la discriminación y todo lo que tuvo que soportar, se instaló ahí para poder ayudar a los chicos y a las personas trans, darles de comer, una merienda (Luz Bejerano).
Feminización y esencialidad del trabajo comunitario
Estos nuevos mapas del trabajo que emergen como consecuencia, pero también como resistencia al neoliberalismo, reproducen las desigualdades inscritas en la división sexual del trabajo.
Por división sexual del trabajo nos referimos al proceso histórico, social y político mediante el cual se han atribuido habilidades, competencias, valores y/o responsabilidades a las personas de acuerdo con características biológicas asociadas a uno u otro sexo. Esto se traduce en una cierta distribución de las tareas fundamentales para la organización social de acuerdo a características biológicas. Además, en las sociedades modernas capitalistas, este proceso está acompañado por la jerarquización de unas tareas por sobre otras, con consecuencias concretas en la distribución desigual de poder entre los cuerpos. En este proceso los ámbitos de la producción de mercancías y de la reproducción de la vida fueron escindidos, con una jerarquización del primero por sobre el último. Las mujeres fueron “oficialmente” encargadas de todos los aspectos de la reproducción. Los hombres, al contrario, fueron encargados del “mundo exterior”, del trabajo productivo, del estudio, de la política y las leyes. En el camino se fue instalando en el sentido común que el trabajo se divide: “los hombres en la plaza y las mujeres en la casa”. Allí reside un nudo importante para comprender la subordinación del poder social de las mujeres en las sociedades modernas capitalistas.
La comunidad, como territorio doméstico ampliado, se sostiene con el trabajo de mujeres, lesbianas, travestis y trans.
La gran mayoría somos todas mujeres (…) y la mayoría de nosotras no teníamos un trabajo, amas de casa, como se dice, igual ese trabajo nunca fue reconocido porque también es un trabajo. Es decir, no teníamos un trabajo formal. Esa oportunidad tuvimos de poder formarnos, capacitarnos. Empezamos los fines de semana porque no teníamos mucho tiempo en la semana, porque hacíamos otras tareas, como vender en ferias o trabajos de limpieza o trabajos en la casa también. Nos fuimos formando año tras año. Ahora trabajamos en nuestro barrio, tenemos un trabajo y todas somos mujeres (Shirly Britchez).
En esas comunidades el trabajo reproductivo se resuelve colectivamente y en su politización logra resignificar esas tareas como un trabajo socialmente necesario. No obstante, se mantiene una desigual distribución de los mismos, que continúan recayendo sobre cuerpos feminizados.
Mayoritariamente es así porque vivimos en un sistema patriarcal y más en un barrio popular, el trabajo siempre lo hicieron las mujeres, siempre se nos delega esa responsabilidad de que tenemos que saber cocinar, cuidar (Janet Mendieta).
Las actividades, procesos y redes comunitarias son fundamentales para sostener las vidas en esos territorios marcados por el despojo.
[Nuestros trabajos] son primordiales porque somos nosotras las que vivimos acá en el barrio, las que conocemos las necesidades, las que conocemos las problemáticas, las que vivimos día a día junto a nuestros vecinos y vecinas y (…) estamos al cuidado de quienes más necesitan (Shirly Britchez).
Sin esas redes e infraestructuras populares no hay vida, ni feria, ni alimentos en las casas, ni vacuna, ni mascarilla, ni aislamiento.
Si nadie lo hiciera estaríamos desde cero, no habría limpieza en el barrio, los pastos hasta arriba, un montón de niños y vecinos sin su cena por la noche, ni vaso de leche por la tarde, sería una comida menos que tendrían por día (Silvia Campo).
Ese tejido implica un tránsito, un salto potente. Desde la gestión inmediata de la subsistencia se recrean estrategias de resistencia que cuestionan y transforman las premisas sobre las que este sistema se ha construido. Porque en esos procesos colectivos se produce algo más que cuidado,“son espacios donde problematizamos nuestras maneras de vivir (…). Donde también la gente y el grupo en el barrio se cuestiona el sistema de dominación, de opresión, el patriarcado, así que lo tenemos como un espacio muy amplio y abierto a la comunidad”, explicó Analia Jara de La enramada.
Reconocimiento y remuneración
Estas economías populares y feministas no siempre reciben el reconocimiento que se merecen, aun cuando sabemos que son jornadas de “horario comunidad”, que implica estar siempre disponible. No siempre reciben justicia en la proporción en que la producen. Y desde hace muchos años vienen luchando por el reconocimiento social y económico de estos trabajos.
Primero tendrían que reconocer que somos trabajadoras esenciales y después que se nos reconozca con un salario también, porque trabajamos mucho más de lo que tendríamos que trabajar, hacemos muchísimo trabajo. Como promotoras de género, salud, cocineras de comedores, trabajamos en merenderos y todo eso no está reconocido ni visibilizado. Si no se visibiliza, muchos menos nos reconocen ni nos dan un salario (Janet Mendieta).
Ellas resignifican aquella consigna de “aquello que llaman amor es trabajo no pago” que se multiplicó en murales por toda la Argentina, durante los paros internacionales feministas. “Nosotras lo que damos es un trabajo no pago o sea que nadie valora como mujeres nuestro trabajo, pero para mí es muy importante, aunque digan que no hacemos nada, pero eso no es verdad” (María Benitez).
Extracto del discurso de Deolinda Carrizo, del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), en el lanzamiento de la Secretaría de las Mujeres y Diversidad, de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), 8 de marzo de 2020.