Guatemala | No es solo el Congreso – Por Rafael Cuevas Molina

Foto: Érick Ávila / Prensa Libre
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Por Rafael Cuevas Molina

Los males de Guatemala no son solo de este Congreso, ni de su actual, inepto y corrupto presidente. Si así fuera, que terminara su período el presidente anterior habría mejorado las cosas. Pero todo ha ido para peor, si es que eso es posible en un país en el que, para la mayoría de la población, todo va muy mal.

En Guatemala ha estallado la ira. Hartos de las componendas mafiosas de los diputados, una parte de la población decidió manifestarse y algunos grupos llegaron hasta las instalaciones del histórico edificio del Congreso de la República y lo incendiaron parcialmente. La noticia se difundió inmediatamente por el mundo y el país volvió a ser objeto de atención.

Será una atención transitoria, esporádica, como de la que viene siendo objeto cada vez que se destapa alguna nueva zanganada de la clase política de un país que solo parece brillar por las noticias malas, nefastas algunas, que evidencian que ahí hace falta una reingeniería (como dicen ahora) de gran calado.

Los males de Guatemala no son solo de este Congreso, ni de su actual, inepto y corrupto presidente. Si así fuera, que terminara su período el presidente anterior habría mejorado las cosas. Pero todo ha ido para peor, si es que eso es posible en un país en el que, para la mayoría de la población, todo va muy mal.

Uno podría pensar, entonces, por qué es que ahora hay una explosión y no antes. Muy simple: porque una pequeña gota ha colmado el vaso. Decimos “pequeña” no porque lo que ha hecho ahora el Congreso sea intrascendente, sino porque es, en verdad, algo pequeño en comparación con la magnitud de lo que pasa: los diputados, al aprobar el presupuesto de la nación del año entrante, quitaron dinero a programas sociales y lo redireccionaron a gastos suntuarios del mismo Congreso.

Es un gesto que evidencia la naturaleza insensible y corrupta de los diputados. Les importa un comino la suerte de la inmensa mayoría de sus compatriotas que en todas las estadísticas de América Latina aparecen en los últimos lugares.

Posiblemente el presupuesto, que decidieron que en vez de orientarse a tratar de paliar la desnutrición que alcanza a más de la mitad de los niños del país fuera para carros de lujo y almuerzos de los ya de por sí rechonchos diputados, no habría alcanzado para cubrir ni en una mínima parte las necesidades que se tienen. Pero que ni siquiera estuvieran dispuestos a otorgar eso que originalmente estaba presupuestado muestra su naturaleza canalla.

Así que una parte de la población no pudo contener su enojo y se manifestó, la mayoría pacíficamente, algunos de forma violenta. Entre sectores de oposición se discute si los acontecimientos violentos fueron producto de infiltraciones del gobierno para justificar la represión y descalificar las protestas o formas justas y válidas de protesta popular. No es raro que no exista consenso entre ellos; más bien lo que los caracteriza es no solo la desunión sino las descalificaciones y las acusaciones mutuas.

Sin embargo, en ese entorno confuso y conflictivo ha habido avances desde los acontecimientos de 2015, cuando protestas ciudadanas masivas lograron sacar de la presidencia y vicepresidencia al binomio mafioso conformado por Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti. Desde entonces, sectores importantes de la población se han organizado políticamente y han ganado protagonismo.

Son grupos de origen indígena, campesino y de la resistencia popular a los proyectos del capitalismo extractivista. En un país en el que sigue privando el racialismo neocolonial a tales grupos no se les puede augurar, sin embargo, buenas posibilidades en el ámbito urbano y con los sectores ladinos.

Su poca presencia en los acontecimientos que han desembocado, entre otras cosas, en la quema parcial del Congreso, muestra ese divorcio existente entre movimientos que responden a realidades distintas que conviven en un territorio pero que no logran encontrar una agenda común.

Mientras no se pongan de acuerdo, podrá haber acontecimientos puntuales como estos que pusieron al país en los titulares de los medios de comunicación del mundo, pero los de arriba seguirán haciendo de las suyas sintiéndose impunes y poniendo a punto el tinglado institucional que los ampara.

Dos veces han logrado los de abajo articular procesos unitarios en la historia moderna del país e impulsar proyectos que abrían esperanzas de que pudiera haber cambios: cuando en 1944 se derrocó al dictador Jorge Ubico y se abrió la década de los gobiernos modernizantes de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz, que desdichadamente culminó con el fatídico golpe de Estado de 1954, y el acuerdo que, a principios de los años 80, permitió el trabajo conjunto de las fuerzas insurgentes en la Unión Revolucionario Nacional Guatemaltecas (URNG).

Desde entonces, el movimiento popular no ha encontrado el camino que permita desbancar a esa capa de viejos y nuevos ricos, aliados con los sectores corruptos del ejército y el crimen organizado que gobierna al país, y los avances que se han logrado son insuficientes.

Estas son las condiciones en las que se dan las protestas de estos últimos días que han tenido, como foco de atención sobresaliente, la quema parcial de las instalaciones del Congreso. Ahora, nuevamente Guatemala parece estar desapareciendo de la atención mundial hasta que una nueva oleada de migrantes parta hacia Estados Unidos o se publiquen las nuevas estadísticas de la CEPAL o la ONU en la que el país aparezca con sus cifras dantescas de hambre, pobreza, desnutrición, violencia y feminicidios.


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