Un dios muy humano – El Tiempo, Colombia
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Difícil encontrar un rincón del planeta en el que no se lamente la muerte de Diego Armando Maradona, ocurrida ayer en Argentina por un paro cardiorrespiratorio, a sus 60 años. Se fue un personaje potente y complejo como muy pocos ha habido en el último tiempo. Si bien fue su zurda mágica lo llevó a lo más alto del deporte rey, de ninguna manera se podría limitar un recuento de su vida a lo que hizo –y deshizo– en las canchas.
Lo cierto es que el mundo ya se había acostumbrado a seguir en vivo y en directo sus victorias y sus reveses, sus controversias y sus resurgimientos de tanto en tanto. Su partida ha puesto a pensar en aquellas figuras que no parecen estar destinadas a la vejez: Maradona, como los roqueros que se van demasiado pronto, o las estrellas de cine que se quedan varadas en los fotogramas inmortales, empezó a ser recordado ayer como un genio del fútbol que no tuvo rival aparte de sí mismo y como un personaje que es más bien una fábula sobre cómo la celebridad puede convertirse en una clase de ceguera.
En efecto, a pesar de los escándalos dignos de protagonista de tabloides que gracias a su fama infinita empieza a sentirse por encima de las leyes, ser Maradona fue convirtiéndose en una suerte de título nobiliario que podía cuestionarse, pero jamás iba a desaparecer. Con el paso de los mundiales, de las jugadas políticas, de las carreras nuevas sobre la base de su carrera, fue creándose la sensación de que Maradona era un hecho del mundo: la sospecha de que siempre tendría que haber un Maradona para que este planeta fuera el planeta que conocemos.
Y lo anterior se debe, entre otros factores, a que no se ajustó a ningún molde de ídolo. En tiempos en los que los virtuosos con el balón ceden a la tentación de que su nombre y en ocasiones todo su ser se conviertan en un producto más de esta poderosa industria del entretenimiento, Maradona, aunque por momentos lo intentó, no pudo tomar ese camino. Fue alérgico a los filtros, sordo a los asesores de imagen. Habitó siempre las antípodas del deber ser de una figura pública contemporánea. Para bien y para mal, no le puso mayor empeño a eso de agradar o encajar, habló cada vez que sintió que era necesario hacerlo –más de una vez en favor de los más vulnerables, así como de sus colegas menos visibles y más necesitados–, y sin importarle jamás que sus palabras no fueran las que los manuales de urbanidad de las estrellas deportivas recomiendan. Por eso incomodó hasta el último de sus días. En tiempos en los que por el mercadeo y la necesidad de llegar a nuevos mercados los ídolos gambetean más controversias que rivales, y todos terminan pareciéndose, el ‘10’ argentino fue auténtico, sin importarle el enorme costo de serlo.
Hay que reconocer que, con todo y sus fallas, con todo y su incapacidad para ser un buen ejemplo para las nuevas generaciones, fue transparente. El planeta entero conoció sus luces y sus sombras. Sus múltiples caídas y sus otras tantas levantadas. En esas estaba, tratando de superar su alcoholismo, cuando lo sorprendió la muerte ayer. La gran paradoja que resume su vida es que haber sido tan humano lo elevó a dios pagano. En los estadios encantó a todos. Fuera de ellos no agradó a muchos. Y jamás le importó.