La militarización de la seguridad pública y la violencia criminal en México – Por Isaac Enríquez Pérez

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Isaac Enríquez Pérez *

Cabe esbozar un argumento inicial en torno a los orígenes de la violencia relacionada con el crimen organizado y que tiende a fragmentar el territorio mexicano: la crisis de inseguridad pública se relaciona con un patrón de acumulación rentista, extractivista y depredador que privilegia la entronización de una economía clandestina de la muerte) a partir de la violencia de Estado y el despliegue de la militarización.

En este proceso, la criminalización de los pobres es fundamental para afianzar el miedo entre la población, para pretender legitimar dicha violencia militar, y para consolidar una acumulación por despojo de territorios y recursos naturales aún ajenos a la explotación capitalista.

En principio, si se recurre a fuerzas armadas como el Ejército y la Marina para asumir tareas de seguridad pública, es porque persiste un vacío de poder y una debilidad de las instituciones que el Estado postrado es incapaz de solventar para garantizar la vida y la integridad física de los ciudadanos.

El proyecto político de Andrés Manuel López Obrador es un mecanismo para salvar al capitalismo mexicano de sí mismo y de su persistente depredación acentuada con la desigualdad, la pobreza, las violencias y la corrupción. Es parte del rediseño y reconfiguración institucional, de un nuevo arreglo, que le da forma y fortaleza a la estructura de poder, riqueza y dominación. En ello juega un papel crucial la oligarquía bancario/financiera y el imperativo de la austeridad fiscal y del «Estado mínimo».

En ese escenario, exacerbado con la  crisis epidemiológica global y la crisis económica que le circunda, durante los siguientes meses se reproducirá exponencialmente el desempleo, la pobreza, las oleadas migratorias, y la mayor exclusión de la población en servicios como la salud y la educación. El descontento y malestar social se verá incrementado y ello será aprovechado por las facciones conservadoras de las élites políticas y empresariales para arrojar sus dardos a un proyecto político que –sin fundamento, más que el dado por los delitos fiscales cometidos– consideran adverso a sus intereses creados.

La narconarrativa que se instauró entre el 2006 y el 2018, se orientó a crear significaciones oficiales y mediáticas que justificaron y encubrieron la militarización del país y su letalidad del 99%, como fuentes de las espirales de violencia en México. Esta narconarrativa se fundamenta en la idea maniqueista de buenos y malos, o de policías persiguiendo forajidos aficionados a la destrucción y la violencia. El estereotipo del narcotraficante (masculino, prepotente, violento, temerario, y ataviado de armas y joyas) como opuesto al militar o al soldado recto e incorruptible, le dieron forma a esta narrativa. Oficialmente, se atribuye la violencia a las organizaciones criminales, cuando –en realidad– lo que predomina es una violencia de Estado con la cual se encubre a los grandes beneficiarios de las actividades criminales, así como de la estructura de acumulación, poder y riqueza derivada de ello.

Este discurso securitario, coloca a las organizaciones criminales como un problema de seguridad nacional que atenta contra el Estado y que tienden –dichas empresas– a estar fuera de su control. La élite política conservadora que gobernó durante 2006-2012, en aras de resarcir su ilegitimidad dada por el fraude electoral, le dio forma a este discurso en aras de afianzar su poder.

}Con esta narrativa securitaria se argumentó –sin fundamento y con irresponsabilidad– que el país está tomando por cárteles y narcotraficantes; de ahí que fuese preciso y urgente militarizar, pues –de lo contrario– se perdería el control territorial. Más aún, se insistía que si se presentan muertos colaterales y aumenta la violencia, ello se explica porque comienza a ganarse la «guerra contra el narcotráfico».

Se trató, a lo largo de la era del Estado ilegítimo (2006-2018), de un discurso del poder que se reproduce entre intelectuales, periodistas y académicos, a manera de una narrativa monolítica y maniqueista en torno al crimen organizado.

Dicho discurso encubre la amalgama sistémica entre las redes criminales y las élites políticas y empresariales; la criminalización de los pobres; la instauración de un patrón de acumulación rentista y extractivista que tiene como uno de sus pilares a las redes empresariales configuradas en torno a  la economía clandestina de la muerte; y el despojo –a través de la violencia criminal y la militarización– de territorios dotados de recursos naturales y tierras fértiles.

Matizando lo anterior: el crimen organizado es parte indisoluble de la acumulación por desposesión. Al tiempo que es un dispositivo para controlar y disciplinar a la sociedad y a sus organizaciones de base; forma parte de las estrategias policiales y de represión que no solo termina con la vida de jóvenes y pobres, sino que satura las prisiones con su reclusión justificada o no.

Además, cabe reconocer –en aras de no perdernos en el mar de la narrativa que prefigura una “lucha entre policías y ladrones”– que el crimen organizado es parte de las estructuras de poder, dominación y riqueza. Es un negocio más, sin autonomía, cuyos principales beneficiarios son facciones de las élites empresariales, comunicacionales, políticas y militares, vinculadas a las redes empresariales criminales que adoptan una racionalidad económica y orientada hacia la financiarización de la economía global.

De ahí que sea posible postular que el crimen organizado y la violencia, no son comprendidos sin los intereses creados de las élites políticas que hacen uso de las instituciones estatales y de los aparatos coercitivo/represivos para encauzar las actividades ilícitas y repartir los territorios y mercados que le son consustanciales.

Lo anterior viene a cuento por el decreto presidencial publicado en el Diario Oficial de la Federación el pasado 11 de mayo del presente año. Prácticamente desapercibido en el concierto y monotematización mediática de la crisis epidemiológica global (https://bit.ly/39U4CkG), el decreto legaliza e institucionaliza la presencia de las fuerzas armadas en labores de seguridad pública.

A la letra, dicho decreto –en su primer acuerdo–, señala que “se ordena a la Fuerza Armada permanente a participar de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada subordinada y complementaria con la Guardia Nacional en las funciones de seguridad pública a cargo de ésta última, durante el tiempo en que dicha institución policial desarrolla su estructura, capacidades e implantación territorial, sin que dicha participación exceda de cinco años contados a partir de la entrada en vigor del Decreto por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia de Guardia Nacional, publicado el 26 de marzo de 2019, en el Diario Oficial de la Federación”.

La justificación que se esgrime para dicho acuerdo presidencial, y que redondea la reforma constitucional y los cambios legislativos –que derivaron en la ley reglamentaria correspondiente– suscitados entre marzo y mayo del 2019 para la creación de una Guardia Nacional, indica que los soldados y marinos desplegarán labores de seguridad pública como parte de una estrategia temporal que abra paso a la consolidación de un cuerpo policial civil. De lo contrario, no se acatarían las disposiciones del Congreso de la Unión y el riesgo de mayor violencia se incrementaría sin el apoyo militar.

Lo que se omite en estos argumentos interesados es el hecho incuestionable de que la crisis de seguridad –con sus expresiones en masacres, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, detenciones ilegales y tortura, desplazamiento de poblaciones, violación de derechos humanos, etc.– experimentada en México desde el 2006 y la violencia e impunidad que entraña, se relaciona precisamente con la militarización y el uso discrecional de las fuerzas armadas en labores que no son parte de su misión constitutiva y de su mandato constitucional. Al respecto, el artículo 129 constitucional señala lo siguiente: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. Entre estas funciones estratégicas destacan la defensa de la integridad territorial, y de la soberanía e independencia nacionales.

Sin embargo, la extralimitación de las funciones de las fuerzas armadas alcanzan –hoy día– rubros empresariales como la  construcción y mantenimiento de aeropuertos (Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles), puertos, ferrocarriles (dos tramos del llamado Tren Maya), carreteras, sucursales bancarias, infraestructura de telecomunicaciones; así como el resguardo y control de los ductos petroleros, la distribución de medicamentos, y la gestión de puertos y hospitales –esto último en el contexto de la pandemia. Incrementándose con ello su poder económico, político y geoestratégico. Tan solo en cuanto a la construcción de sucursales bancarias, a mayo del presente año, las fuerzas armadas edifican, con un presupuesto de 10 mil millones de pesos, el 50% de los 2700 locales del llamado Banco del Bienestar.

En materia presupuestal, cabe mencionar que el gasto público destinado a las fuerzas armadas durante el 2019 (https://bit.ly/36MEicY), tuvo un incremento de 6 500 millones de dólares (algo así como 125 100 millones de pesos). Lo que equivale a 7.9% más que lo destinado durante el año 2018. Dicho incremento obedece a las erogaciones que se realizan para el combate de las organizaciones criminales.

Cabe matizar que el acuerdo publicado el 11 de mayo pasado no logra justificar la noción de uso extraordinario de las fuerzas armadas permanentes en materia de seguridad pública; ni delimita regional o geográficamente su actuación y la modalidad de problemas concretos que atenderá. Más aún, es omitida la posibilidad de evaluar constantemente la política de seguridad y, como consecuencia de ello, realizar rectificaciones al respecto. Despierta dudas también el carácter subordinado que puedan asumir las fuerzas armadas, cuando la Guardia Nacional tiene mandos militares y cuenta entre sus filas a militares y marinos en alrededor de un 80%.

Tampoco se ofrecen detalles en el acuerdo publicado en torno a la necesidad de fortalecer las corporaciones policiacas civiles; omitiendo que sin ello, el carácter excepcional de la participación de las fuerzas armadas puede convertirse en regla general al institucionalizar y legitimarse la militarización.

Este rango constitucional que adquiere la militarización redundará en mayores recursos presupuestales, así como en su injerencia metaconstitucional y en su transversalidad respecto a las políticas públicas en los tres niveles de la administración pública (federal, estatal y municipal). Con varias de estas imprecisiones –premeditadas o no–, se pierde –tal como lo menciona la misma Comisión Nacional de Derechos Humanos– el principio de certeza jurídica.

En el cable 06MEXICO505 de WikiLeaks, fechado el 31 de enero de 2006, como candidato –por vez primera–, López Obrador le comunicó al entonces embajador estadounidense sobre la urgencia de otorgar –mediante las necesarias reformas constitucionales– mayor autoridad y poder a las fuerzas armadas en la lucha contra el narcotráfico. Catorce años después, esta urgencia es solventada y termina con ello la simulación esgrimida mediante el discurso de la desmilitarización.

Apostando con ello a la normalización, legalización, institucionalización y legitimación del uso de las fuerzas armadas permanentes en labores de seguridad pública. En suma, representa la capitulación del proyecto de López Obrador ante los intereses creados del Estado profundo y clandestino, que desde las agencias de inteligencia estadounidenses se vertebra y adquiere forma con sus pares mexicanos desde finales de la década de los noventa.

Lo anterior no solo termina por evadir la violencia y el terrorismo de Estado que supone la militarización, sino que se pierde de vista que el coste de las violencias representó para México durante el año 2019,  alrededor de 4,57 billones de pesos mexicanos, equivalentes al 23% del PIB nacional. O lo que es lo mismo, ocho veces el presupuesto del sistema de salud, o seis veces el gasto público destinado a la educación.

Combatir la entronización de la narconarrativa que legitima las espirales de violencia en México, supone edificar una cultura ciudadana que revalore el respeto por lo público y el cumplimiento de la ley. Pero también implica revertir la correlación de fuerzas, el poder financiero y los intereses creados que se eslabonan en el seno de la economía clandestina de la muerte vertebrada entre las organizaciones criminales y las oligarquías empresariales. Implica no solo desmilitarizar la seguridad pública, sino cambiar el patrón de acumulación fundamentado en la desposesión y el despojo.

*Investigador, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos. 


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