La Constitución del bien común – Por José Sanfuentes Palma

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Por José Sanfuentes Palma *

Cada Constitución es hija de su tiempo. Encarna las transformaciones que el nuevo ciclo vital de la sociedad reclama y que el pueblo está dispuesto a conquistar. La Constitución vigente –aun considerando los cambios que se le han realizado– es sustancialmente ilegítima: se instituyó bajo dictadura, y está inspirada en un pensamiento totalitario, con la explícita misión de garantizar de que “si llegan a ganar (el poder político) los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distante a la que uno mismo anhelaría” (Jaime Guzmán dixit). La gran pregunta para los convencionales democráticos del año 2021 es si será reemplazada por otra también totalitaria, aunque sea de distinto signo, o por una que consagre un país civilizado, libertario y de bienestar universal como signo de nuevos tiempos. La respuesta que demos marcará la convivencia para todo el siglo XXI… “Flores o fuego, no lo sé, pero algo debe germinar, crecer, latir entre nosotros: hay que dejar establecida la nueva ternura en el mundo…”, declamó el poeta.

El principal desafío mundial no son los populismos de derecha o izquierda: es el pensamiento totalitario. Bien se puede resumir en una frase: “o ellos o nosotros”. Pensamiento y trato totalitario es hoy el que inspira al gobierno de las dos principales potencias mundiales, Estados Unidos y China, y sus partidos: Republicano (de Trump) y Comunista (de Xi Jinping). Está también en potencias como Brasil, Rusia, países fundamentalistas del Medio Oriente y otros menores. En Chile, vaya paradoja, luego de 30 años de salida de una dictadura y de farragosa reconstrucción democrática, los personajes que emergen de las encuestas –Kast, Lavín, Jadue, Jiles– son, quizás sin advertirlo, de inequívoco pensamiento totalitario. No, no queremos una Constitución remedo del folletín azul “bolivariano”, ni de las “tablas” que desgarran al mundo árabe/israelí, ni un desempolvado “libro rojo” del Oriente, ni por cierto reeditar la bazofia pinochetista.

Chile vive uno de esos momentos en que es preciso mirar más allá de los árboles y atisbar que se está en medio de un proceso donde lo mejor está por venir: una Constitución del bien común, que permita a todos y todas, sin distinción, sentirse acogidos en su propia tierra, cualquiera sea su condición, comprometidos con sostener juntos este hogar compartido. El principal bien común lo constituye “tener algo en común”, poder conversar en todo “lo que en común nos importa”; por tanto, hacer el proceso constituyente con cuidado, fraternidad, inclusión, por difícil que parezca. Y eso es ya un monumental cambio respecto de los recientes 50 años de divisiones y encono. Los cambios que advienen debieran conducir a Chile a un nuevo lugar basado en un mínimo civilizatorio donde la dignidad se haga costumbre e imperen el aprecio y el respeto.

La Constitución del bien común debe poseer, por cierto, un claro sello de legitimidad y garantizar inequívocamente la soberanía del pueblo: leyes, gobernanza e instituciones sin más amarras que las que sean determinadas por nuevas reglas del juego imbuidas de genuino espíritu democrático. El cómo se genere la nueva Constitución será clave para cómo se proyecte en el tiempo y la cohesión nacional desde la diversidad. A la hora del plebiscito ratificatorio es dable imaginar un pueblo entusiasta con la buena nueva, que concurre a las urnas a validar una propuesta que lo incluyó y lo representa sustancialmente. Por ello, los convencionales habrán de generar –en el reglamento de la constituyente– un sustancioso proceso de escucha activa y participación popular en el debate. Será a la vez un educativo ejercicio de soberanía popular, de espíritus libres en la tolerancia y de decisión democrática.

La responsabilidad de los convencionales en la renovación del Estado –es decir, de la gobernanza de la polis–, además de reafirmar las plenas libertades civiles, de información y de expresión, de asociación y de emprendimiento, de respeto pleno a los derechos humanos, deberá ser implacable con la corrupción. Los y las funcionarios públicos corruptos –y quienes desde el mundo privado les induzcan– habrán de ser excluidos y sometidos a las más duras penas que la ley establezca, siendo esto lo más importante de su modernización pendiente.
El segundo asunto cardinal a resolver es la cuestión social. La vieja Constitución dictatorial se inspiró en la idea de desatar “el Fausto” que moviliza al capitalismo salvaje, llevándolo a niveles incluso insospechados para las economías de capitalismo democrático. Le pusieron al alcance de sus fauces los recursos que el pueblo trabajador destinaba para su propia seguridad existencial –más de un quinto de sus ingresos– quedando así desprovistos de salud y pensiones, y obligados a pagar por su educación, convertidos estos derechos sociales en negocios cautivos para la voracidad y codicia de los nuevos “faustos”. El horizonte del país no puede ser otro que una sociedad amable e inclusiva, “razonablemente acomodada”, lo que significa reconfigurar la seguridad social sin intromisión de mercaderes, con un mejoramiento sustancial de las pensiones, de la salud y de la calidad de la educación, hasta constituir un fuerte Estado de Bienestar que asegure prosperidad universal básica; además de reconfigurar la relación –hoy extremadamente inequitativa– entre los intereses del capital y los derechos del mundo del trabajo.

En tercer lugar, la nueva Constitución debiera dejar abierto un espacio para empezar a hacernos cargo de los grandes cambios epocales que atraviesa la humanidad, ya presentes en Chile. El tsunami de la revolución tecnológica, en los dominios de la biotecnología y la nanotecnología, de la información, el dataísmo y las nuevas experiencias de la virtualidad, son fenómenos que habrán de reconfigurar el modo humano del vivir como no ha ocurrido en sus siglos de existencia sobre la tierra. La grave amenaza del cambio climático y la crisis de sustentabilidad planetaria –producto de la irresponsabilidad de la élite de la especie humana– reclama inaplazables medidas correctivas. La decisiva influencia de la globalización –cuando se sabe al instante en todo lugar lo que ocurre en lo remoto o se produce en cualquier parte, lo que se consume en distantes latitudes– tiene como contrapartida inexorable, reposiciona las identidades locales (piénsese en Catalunya o la ex Yugoslavia), presiona por un nuevo entendimiento con nuestros pueblos originarios que, inevitablemente, habrán de ser resignificados en su relevancia trascendente y no sólo política y territorial. La lucha de las mujeres y las disidencias han sido parte muy significativa de las revueltas sociales de los años recientes en Chile. Este es, tal vez, el más acuciante de los cambios de paradigma: la mitad de la humanidad reclama con justa razón su espacio vital en una sociedad que la invisibilizaba y relegaba en su estar en el mundo. La paridad constituyente es ya un logro relevante y justo. Está en franca retirada el patriarcado, y la irrupción –en la política y otros dominios– de la mujer y las disidencias sexuales advierte que su nueva presencia traerá consigo un reequilibrio de las relaciones de género que, sin duda, habrá de dar mayor humanidad a la sociedad.

Un cuarto asunto insoslayable de abordar en la nueva Constitución es la cuestión económica. Urge una nueva mirada de la economía social de mercado fortalecida con un Estado emprendedor, que dé por superada la experiencia extrema del neoliberalismo “chilensis”, alejado de toda racionalidad y bien común, y principal obstáculo para un crecimiento de la riqueza compartida que nos conduzca al desarrollo. No, no es una quimera alcanzar el estatus de país desarrollado en esta generación: es su principal desafío respecto de sus condiciones materiales de existencia. Es un logro a la mano, a condición de una profunda revisión de la ética económica que predomina. La burguesía chilena, en ciertas épocas muy proactiva, ha devenido desde la “reconquista” pinochetista en fofa –emulando a sus antepasados españoles de la conquista– y busca generalmente la ganancia fácil, y se siente cómoda en el abuso y la expoliación, a lo cual llaman eufemísticamente “ventajas comparativas”. No es casualidad que los grupos económicos locales, incluso los que partieron con fuerte capacidad emprendedora en la industria y el comercio, terminan todos por amasar sus fortunas en el rentismo de los recursos naturales o el dinero. En lo económico, la principal asignatura pendiente es la modernización de sus bases sistémicas, higienizando un mercado que se proteja de los abusos oligopólicos y dinásticos, revitalizando y democratizando el espíritu emprendedor y que, con un impulso público-privado, se oriente a la modernización radical de la matriz productiva, acorde con la emergente sociedad del conocimiento, de las nuevas tecnologías y del respeto al medio ambiente.

Transitamos el primer cuarto de un siglo XXI que nos advierte de desafíos hoy inimaginables. La velocidad del cambio no tiene parangón en la historia humana. La incertidumbre se ha instalado en todo su esplendor, y es de toda lógica. Toda pretensión escatológica –la creencia que en algún futuro existe aquella ciudad definitiva que se merece el “pueblo escogido”, a la cual seremos conducidos por algún mesías o la vanguardia– ha muerto definitivamente. El claro signo de estos tiempos, en el que se diluyen origen y destino, es a la vez tanto desazonador como emancipador. Resquebraja el pensamiento totalitario, afirma la provisionalidad de toda mirada y nos obliga a salir de nuestras “cámaras de eco” (tan propias de las redes sociales), a buscar el diálogo de la diferencia para re-imaginar el porvenir. Sin destino consagrado en “escritura” alguna, tenemos por delante tan sólo un futuro que se nos abre como un espacio por inventar desde las contingencias emergentes y la voluntad de vivir. La más profunda corriente que envuelve a la humanidad –que nos produce el desasosiego existencial tan de moda– es que está cambiando radical e imperceptiblemente la concepción de lo humano: una nueva interpretación del ser que somos y de la deriva a que estamos arrojados. Ello nos interpela a dejar que entre aire fresco y no seguir atrapados en conversaciones que nos trajeron al presente, de la mano de autores preclaros para su época, sean Descartes o Darwin, Smith o Marx; todos muertos hace siglos, quienes (además de nuestro sentido homenaje) se merecen que los dejemos en paz, atesorando en anaqueles de sabia referencia sus poderosos cuentos, que alguna vez inspiraron utopías teñidas a la vez de luces como de miserias.

El Desconcierto


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