Colombia: políticas del odio y negacionismo antes y después del COVID-19 – Por Gina Paola Rodríguez, especial para NODAL

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Por Gina Paola Rodríguez *

Que ser colombiano “es un acto de fe” (como escribió Borges en Ulrica) es una frase remanida, no por su futilidad, sino por su trágica confirmación cotidiana. La fe parece ser lo único que les queda a miles de ciudadanos que ya perdieron la esperanza en el gobierno, los partidos y la política. A la larga historia del conflicto armado y sus violencias intersticiales, los colombianos han debido agregarlas muertes por Covid- 19 a los eslabones de una cadena de duelos que no cesa. Es como si la línea que separa las muertes por violencia política,de aquellas producto de la pandemia, fuera indistinguible de tan porosa.

En ambos casos, la responsabilidad por la suerte de las víctimas tiene como protagonista al Estado colombiano. El Estado que ha criminalizado y reprimido históricamente a los movimientos que vindican derechos para los que menos tienen -desde los sindicatos hasta las comunidades indígenas-, es el mismo que privatizó el sistema de salud en la Ley 100 de 1993, convirtiéndolo en el negocio de unos pocos y la ruina de muchos. Esta Ley, cuyo ponente fue el expresidente Álvaro Uribe Vélez -actualmente procesado por fraude electoral y en detención domiciliaria preventiva-, marcó la ruta neoliberal que mantiene denegado a los colombianos su derecho a la salud.

Como en otros países de América Latina y el mundo, la aparición del virus puso en evidencia las costuras mal hechas de un tejido social e institucional a punto de romperse. Pero obliga decir que, en Colombia, la situación prepandémica era mucho peor. Un proceso de paz a medio implementar, por vocación manifiesta del gobierno derechista de Iván Duque, su partido Centro Democrático y los sectores económicos concentrados legales e ilegales que lo respaldan; una situación de desempleo y pobreza estructural legada por un modelo económico que apuesta a la explotación extranjera indiscriminada de recursos naturales y la especulación financiera; y una crisis humanitaria ocasionada por la violencia que persiste y se agrava en los territorios del posconflicto, son solo algunos de los hondos males a los que el Covid-19 vino a sumarse.

La respuesta del Gobierno Nacional ha sido la misma para los tres problemas: una mezcla de negacionismo y polarización. Negacionismo, al decir que en Colombia no existió un conflicto armado, según palabras del Director del Centro Nacional de Memoria Histórica, Rubén Darío Acevedo. Negacionismo, al prometer una economía basada en el talento humano y la creatividad -la célebre “economía naranja”-, al tiempo que se desfinancian las universidades públicas y se responde con represión el grito de protesta de los estudiantes. Negacionismo, cuando se responde a los familiares de los jóvenes asesinados por el Ejército en los llamados “falsos positivos”, que los muchachos “no estarían recogiendo café”, como se atrevió a afirmar el propio Uribe.

Como segundo término de la ecuación, la polarización. El “divide y reinarás” como tecnología de gobierno. A través de los medios de comunicación hegemónicos, que atizan el odio hacia cualquier oposición política y social y la reconducen permanentemente a las demonizadas FARC. A través de los voceros del Centro Democrático que profetizan desgracias ante el “encierro injusto” de su líder histórico. De sectores cada vez más reducidos de la población, movidos por el miedo y la necesidad de un chivo expiatorio con cuyo sacrificio anhelan purgar el mal colectivo y reestablecer el orden.

En la vereda de enfrente están los que resisten, los que ocupan la calle para protestar contra la injusticia aun a sabiendas de que puede que no regresen nunca más a sus casas. Las mingas de pueblos indígenas atravesando el país en defensa de sus territorios y del derecho a vivir en paz. Los líderes sociales, campesinos, ambientalistas, defensores de derechos humanos, familiares de víctimas, profesores y estudiantes, devenidos en terroristas y enemigos del país en el discurso oficial. Los guerrilleros desmovilizados que encontraron la muerte después de renunciar a la guerra, en la violencia después de la violencia.

La pandemia aceleró un proceso en curso, con idénticos mecanismos. La negación manifiesta primero, con la llamada “cuarentena inteligente”, y ahora, con un retorno a la actividad económica en medio del pico de contagio, 26 mil muertos por COVID y contando. La crisis sanitaria como oportunidad de negocio. Sobreprecios y licitaciones discrecionales en las compras públicas; transferencia de recursos públicos al sector financiero vía bancarización de subsidios de pandemia; endeudamiento externo (que ya llega al 57, 2% del PIB) para cubrir la publicidad oficial del presidente Duque, por más de 5 millones de dólares.

Junto a la negación, la polarización. Contra los alcaldes locales que bregaron por una estrategia sanitaria de aislamiento obligatorio; contra el expresidente Santos -supuesto agitador de las protestas recientes en Bogotá-, contra Gustavo Petro, el castrochavismo, el comunismo internacional y un largo etc.

Negación, polarización y un ingrediente adicional, pero para nada novedoso: represión. La respuesta punitiva y violenta de las fuerzas del orden como modo de gestión de las demandas sociales. En la semana del 10 de septiembre murieron 14 colombianos más, víctimas de la represión policial en Bogotá. Como corolario de esta horrible noche, el presidente Duque apareció ante los medios de comunicación, vestido con uniforme policial para explicar lo ocurrido como casos aislados, producto de unos pocos individuos que no honran una “institución heroica y trabajadora.”

* Doctora en Ciencias Sociales Universidad de Buenos Aires, Magíster en Filosofía y Politóloga por la Universidad Nacional de Colombia. Directora del Centro de Investigación en Ciencias Jurídicas Universidad Nacional de La Pampa, Argentina


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