Chile | Lo que termina, lo que empieza y lo que no acaba de morir – Por Felipe Gutiérrez

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Por Felipe Gutiérrez, especial para NODAL

El plebiscito de este domingo fue la ratificación electoral de lo que Chile ya había expresado en las calles: su masivo rechazo al modelo económico y social diseñado por la Dictadura. El sendero que se abre ahora encuentra el desafío de transitar por los estrechos márgenes de la institucionalidad democrática chilena. ¿Qué pasó este domingo? ¿por qué la Constitución? y cómo sigue el proceso son algunas de las interrogantes que se presentan en este camino.

¿Qué pasó?

El histórico triunfo del “Apruebo”, es decir, de la opción a favor de un cambio de la Constitución impuesta en 1980 durante la Dictadura de Augusto Pinochet, fue la ratificación electoral de un camino constituyente que comenzó con las movilizaciones de octubre de 2019. De las 7 millones y medio de personas que votaron el domingo, el 78,27% marcaron la opción del Apruebo y solo el 21,73% rechazaron la propuesta constituyente. De las 346 comunas del país, apenas en cinco fue mayoría la opción del Rechazo. Tres de ellas corresponden a los barrios tradicionales de la clase alta de Santiago. En abril se elegirán 155 constituyentes que tendrán paridad de género y, si prosperan las negociaciones en el Congreso, contará también con una cuota indígena.

El domingo se registró el mayor número de votantes en los treinta años de democracia chilena, aunque participó solo la mitad del padrón. Fueron unos comicios marcados por la violencia estatal desatada a partir del levantamiento social de octubre del año pasado. Desde entonces el país ha pasado en total más de nueve meses en toque de queda. Según el Instituto Nacional de Derechos Humanos desde octubre hasta el inicio de la pandemia se registraron cerca de 4 mil violaciones a los Derechos Humanos por parte de fuerzas represivas, en particular Carabineros, quienes fueron responsables de la mutilación ocular de 163 personas en el contexto de manifestaciones. Según denuncian organizaciones sociales, cerca de cuarenta personas fueron asesinadas durante las protestas y más de 300 vivieron el plebiscito en condición de presas y presos políticos de la revuelta.

Lo masivo y sostenido de las movilizaciones, interrumpidas por la pandemia, y la ratificación electoral muestran un mayoritario descontento con las condiciones de vida producto de cuarenta años de neoliberalismo que no ha garantizado derechos básicos como la salud, educación y pensiones dignas. El periodo que va de octubre de 2019 a octubre de 2020 se puede leer como una revuelta popular que a la vez que impugna el régimen político actual se convierte en un momento constituyente de hecho. Cientos de asambleas y cabildos en todo el país dan cuenta del desarrollo de una trama social que supera las formas políticas que tomó la transición. Hoy lo constituyente de la sociedad chilena desborda el camino institucional que fue fijado en noviembre del año pasado durante la fase de mayor movilización popular, a partir de un acuerdo de la mayoría de los partidos con representación parlamentaria. Solo se restaron el Partido Comunista y sectores del Frente Amplio que en su mayoría luego rompieron con la coalición.

La votación marca a su vez una de las peores derrotas electorales de la historia de la derecha chilena. A pesar de que un sector del gobierno hizo campaña por el Apruebo y el mismo Sebastián Piñera trata de ubicarse como el constructor del proceso constituyente, lo cierto es que su sector se ve obligado a replantearse su proyecto político que parece superado a partir de las movilizaciones del año pasado.

La jornada de este domingo tiene un gusto similar al del plebiscito que puso fin a la dictadura en octubre de 1988 cuando la sostenida lucha obligó a Pinochet a convocar a un referéndum. El impulso popular y democratizante de esas jornadas fue clausurado por la imposición de las reglas del juego de la Dictadura, que dibujó una transición para borrar las formas de organización que se habían fraguado en la resistencia de la década del ochenta. De manera similar, el plebiscito de este domingo fue parido por la movilización social pero es hijo también de la transición y su “cocina” política. La Convención Constitucional camina entonces por esos estrechos márgenes.

En esa estrechez hay un riesgo muy importante. La jornada del domingo mostró la masividad de la alegría y la esperanza que este cambio constitucional sea el canalizador de una transformación de la vida en Chile. Sin embargo, los resortes institucionales que maneja la política tradicional chilena han demostrado una y otra vez ser desmovilizadores y tibios. Hoy es imposible pensar que la modificación del modelo chileno pueda salir solamente de la negociación de la Convención Constitucional, y la continuidad de las formas de organización sindicales, asamblearias, comunitarias, son un contrapeso necesario ante la institucionalidad. Un ejemplo en ese sentido es la negativa de la presidenta del Colegio Médico a dejar su cargo para postular por una candidatura constituyente. Posiblemente, sostuvo ella, el rol gremial sea una mejor herramienta para disputar el derecho a la salud que un lugar en la Convención.

¿Por qué la Constitución?

La consigna por una Nueva Constitución es una de las principales demandas de los sectores movilizados durante las últimas dos décadas. De manera subterránea y por momentos marginal, fue sedimentándose como una consigna mayoritaria durante las jornadas de octubre. En el camino fue perdiendo forma y fondo: transitó del concepto de Asamblea Constituyente a Convención Constitucional y, mucho más importante, no pudo cristalizar en nuevas formas democráticas al quedar atada al modelo parlamentario, dado que las y los constituyentes se votan de igual manera que la Cámara de Diputados/as.

Chile hereda su Constitución a partir de un proceso que la Dictadura culminó en 1980. Esta tuvo como objetivo crear una nueva institucionalidad, marcando el rol del Estado en un proceso que fue acompañado por una batería de reglamentos legales que consolidaron el modelo neoliberal a lo largo de esa década. Tanto la Constitución como el modelo político fueron sufriendo numerosas correcciones que las fueron transformando y reactualizando sin que perdieran su esencia, aún durante los 26 años de gobierno de la Concertación (alianza entre la socialdemocracia y la Democracia Cristiana). Ricardo Lagos reformulará la Constitución en 2003 estampando su firma sobre la del Dictador; y la también militante del PS, Michelle Bachelet, iniciará un proceso constitucional de corta vida, que no ha significado un antecedente para el actual proceso.

La Asamblea Constituyente (AC) resultó ser una demanda con la suficiente profundidad como para disputar las entrañas del modelo neoliberal a la chilena, que además contaba con la ventaja de no opacar sino más bien trenzar las otras consignas mayoritarias. Al igual que la AC otras discusiones programáticas se habían sedimentado durante años al interior de la sociedad en Chile. El disparador de la revuelta, sectores estudiantiles movilizados por un alza de pasajes, muestra hasta qué punto el proceso que se vive nace de las desigualdades cotidianas y se sustenta en sectores históricamente movilizados sobre causas que se han impregnado en las mayorías, como la demanda por la educación pública. Algo similar ocurre con movimientos como la lucha por la modificación del sistema privado de pensiones (“No + AFP”); el aborto seguro, legal, y gratuito, y las demandas feministas; la movilización descolonizadora mapuche e indígena; la salud púbica, entre otras.

La nueva Constitución no es solo la plataforma que permite aglutinar esas luchas diversas, es también una metáfora del momento político chileno, con una presión social que obliga a iniciar un proceso constituyente que, sin embargo, no cuenta con fuerzas políticas organizadas de manera tal que permitan tensionar la institucionalización de ese proceso, ni dentro ni fuera del parlamento. Es un vacío programático que aún no logra sacudirse de la modificación del sistema social y económico de la Dictadura.

¿Cómo sigue esto?

El ciclo abierto en octubre de 2019 puede transformarse en la recuperación de un tránsito histórico. Hasta antes de esa fecha era difícil pensar en un Chile por fuera del neoliberalismo, que se había transformado no solo en el proyecto histórico de la derecha, sino también en el de la Concertación. La dictadura mató en alma y espíritu. No solo asesinó a las y los militantes, sino que también le bajó la persiana al proyecto histórico de la clase obrera organizada en Chile. El periodo abierto en octubre, entonces, se transforma en un momento en que puede reconstruirse ese horizonte histórico para los pueblos en Chile, cuya gramática aún se está escribiendo.

Pero ese horizonte no se escribe sobre una hoja en blanco. Cuando las mayorías sociales en Chile salieron a la calle, fueron continuadores de un camino que les precedía, no lo tuvieron que inventar. Surgió “el derecho de vivir” de Víctor Jara casi como una consecuencia lógica. Las protestas chilenas sonaron a Los Prisioneros, a la Violeta y a la cumbia, porque los sonidos rebeldes ya estaban inventados. Claro que hay novedad en la movilización que se inició en 2019, como también es cierto que esta se sujetó sobre una cultura política previa, que se llenó de sentidos históricos -“el pueblo unido”-, recientes -la bandera mapuche-, y nuevos -el Negro Matapaco-. Estos elementos, que pueden parecer simbólicos, son parte de un dique que contiene la forma que toman estas demandas, que no han derramado hacia posiciones regresivas como pasó en otros procesos sociales durante los últimos años.

En frente de este escenario transformador está la derecha dura expresada en el 22% del Rechazo. Ahí se aloja hoy en Chile el pinochetismo, un sector esencialmente antidemocrático. El proceso constitucional tendrá que sortear en la era de las fakenews a una derecha no domesticada como durante la transición, sino lanzada a la sedición, a los telefonazos a los militares, a las reuniones en las cámaras empresariales con el Embajador de Estados Unidos. Una mezcla de dueño de camión de los setenta, con bot de la campaña de Trump.

Los monstruos que aparecen en ese claroscuro que se ubica entre lo nuevo y lo viejo que no acaba de morir, son los fantasmas del horizonte que hoy se dibuja. La masividad callejera y electoral parece ser una espalda suficiente para impulsar la nueva democracia que Chile necesita, sin embargo la propia historia chilena nos enseñó que con eso no basta. La alegría que nos habita debe dialogar con la lección aprendida. Otra vez el poder popular parece ser el único reaseguro para hacer que lo nuevo termine de nacer.


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