Algo huele a podrido en Costa Rica – Por Rafael Cuevas Molina

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Por Rafael Cuevas Molina *

En Costa Rica todos están descontentos. Hay una sensación de caos, de ineptitud para resolver los grandes problemas, de engaño, de que todo va a ir para peor. Prevalece la desconfianza y, en las redes sociales, la gente se falta el respeto.

Hay una sensación generalizada que se ha venido perfilando poco a poco, a través de los últimos años: que los tiempos de las vacas gordas quedaron atrás y que de ahora en adelante las cosas irán a peor. En Costa Rica, esos «años dorados» nunca fueron de abundancia tipo potencia petrolera, sino de sociedad mesurada, modesta, pero satisfecha consigo misma.

No era una sociedad rica pero tampoco pobre que, como el retoño bien portado de la familia, hace sonreír a los padres y agradecer satisfechos por el destino que les ha tocado en suerte.

Por eso, Costa Rica nunca ocupó grandes titulares en los diarios. Mientras sus vecinos hacían la revolución, se engarzaban en prolongadas guerras intestinas o se enfrentaban, como gallitos de pelea, contra las grandes potencias del orbe, ella siguió su propio tranco, sin aspavientos, como la playa a donde no llegan las olas del mundo sino solo la espuma.

Los ticos siempre estuvieron orgullosos de esa su condición. Formaba parte de su «especificidad», decían, de lo que los hacía «diferentes». Ni siquiera los comunistas pretendían una ruptura radical con ese estado de cosas. Hablaban de un comunismo «a la tica», lo cual incluía «perfeccionar la democracia», que asumían que ya existía en el país y tenía sus bondades que no había que perder.

En los últimos años, tan proclives a establecer rankings mundiales, en ciertas listas aparecía como uno de los países más felices del mundo, y eso los llenaba de orgullo. El viajero que llegaba al país por vía aérea se encontraba, antes de pasar por los trámites migratorios, con un cartel inmenso que le daba la bienvenida al país más feliz del mundo, las letras entre reproducciones de una flora lujuriosa, tachonada de aves multicolores y mamíferos mansos colgados de árboles que colindaban con playas de arena blanca.

No era de extrañar, y eso fascinaba a quienes los visitaban, que la frase preferida de quienes se sentían hijos predilectos de la providencia fuera «pura vida». El «pura vida» se convirtió en un eslogan, en una marca que los guías turísticos reiteraban hasta el cansancio. Era un especie de sonrisa pegada al rostro, casi una obligación que debía reflejar la felicidad que embargaba a todos.

Seguramente en pocas partes del orbe haya habido un país que se quisiera tanto, tan satisfecho de sí mismo, tan complacido de lo que era o creía que era. Esto, sin embargo, cambió. Como se dijo antes, fue un proceso lento, silencioso, que se inició con el quiebre del Estado de bienestar allá por finales de los años 70, que acorde con los vientos que soplaban por el mundo se pretendió solucionar con la construcción de un modelo nuevo, que fue el neoliberal.

La nueva realidad fue transformando las bases que sostenían a ese «mundo feliz», a lo Aldous Huxley, hasta que, cuando menos se esperaba, la bomba de tiempo cuya mecha se había prendido en los años 80, estalló.

La explosión ha dejado anonadados a todos. Lo que prevalece es una gran confusión en donde hay trincheras desde las que se arrojan piedras contra las otras trincheras. Se busca a los culpables de haber echado basura en el verde jardín, de los aprovechados, de los vividores, de los que han hecho y de los que no han hecho.

En el maremágnum no hay dirección; no hay partido «de vanguardia», líder o grupo con capacidad de orientar el descontento. Las protestas, que se multiplican, se «contaminan» con los descartados que se han lumpenizado y horrorizan a la clase media que quisieran una bronca expresada «limpiamente», sin vendedores de droga trasladados a las barricadas, tal vez un pueblo cantando Bandiera Rossa con los estandartes al viento.

El tufo de la descomposición es cada vez más fuerte. La atraviesa un río revuelto, cada vez más contaminado (como los pequeños arroyos que atraviesan su ciudad capital), en el que los oportunistas lanzan sus redes y hacen impredecible el futuro. No solo la pandemia trajo incertidumbre al jardín tropical, son muchos años de estar sembrando vientos.

* Historiador, escritor y artista plástico. Licenciado en filosofía y magíster en Historia por la Universidad de La Habana. Catedrático, investigador y profesor en el Instituto de Estudios Latinoamericanos (IDELA), adscrito a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional (UNA), Costa Rica. Presidente de AUNA-Costa Rica.


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