Salud pública y religión – Por Carolina Vásquez Araya
Por Carolina Vásquez Araya *
Las agresiones sexuales contra niñas, adolescentes y mujeres han sido la manera como se manifiesta con toda su fuerza un sistema de dominación patriarcal y, por lo tanto, la existencia de normas opuestas al ejercicio pleno del derecho sobre su cuerpo, constituye una abierta violación a su integridad.
De ahí que las limitaciones legales a una interrupción segura del embarazo, en lugar de proteger la vida de niñas, adolescentes y mujeres, las coloca en alto riesgo con el agravante de imponerles castigos extremos aun cuando el aborto se haya producido de manera natural y espontánea.
Es importante señalar, entonces, que la decisión de dictar leyes para criminalizar e impedir esa intervención quirúrgica -muchas veces en un contexto de riesgo vital- no ha reducido en nada la práctica clandestina de interrumpir un embarazo, la cual por lo general se produce en pésimas condiciones poniendo en peligro la vida de quienes se someten a ella.
De acuerdo con estudios realizados en el marco del Día de Acción Global para el Acceso al Aborto Seguro y Legal, celebrado cada 28 de septiembre, expertos indican que anualmente más de 47 mil mujeres mueren por complicaciones debidas a la práctica insegura de la interrupción del embarazo, procedimiento que alcanza la cifra de 22 millones de abortos inseguros en el mundo, cada año.
Especialistas en derechos humanos también son enfáticos al señalar que esta denegación de servicios dentro del marco legal y penalización del procedimiento, constituye una de las formas más perjudiciales de instrumentalización del cuerpo de las mujeres y claramente es una expresión de la discriminación por género.
Es un hecho que en estas leyes han intervenido con exclusividad instituciones de estructura vertical no democrática regidas por hombres, en las cuales el papel de la mujer es secundario y marginal, cuando no inexistente.
En este tema, las doctrinas religiosas han jugado un papel predominante y su enorme influencia sobre los Estados –sobre todo en países tercermundistas- se ha enfocado básicamente en la restricción de libertades; sin embargo, estas limitaciones no responden tanto a una postura moral como a la necesidad de consolidar su fuerza política con el propósito de mantener su hegemonía entre los grupos de poder.
Por lo tanto, la voz de las mujeres, en un asunto que les compete de manera directa, ha sido silenciada e ignorada con la complicidad de las principales instituciones de estos Estados.
De los 194 países reconocidos por la ONU solo 5 tienen restricción absoluta contra la práctica del aborto, no importando la circunstancia. Eso refleja un avance, pero no suficiente para asegurar el pleno respeto por el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo.
Pero también refleja otra realidad, y es que las leyes jamás deberían ser condicionadas por instituciones ajenas a los intereses de las mayorías y mucho menos cuando no responden a las convenciones y tratados creados para proteger y garantizar el respeto por los derechos humanos.
El tema de la interrupción voluntaria del embarazo, por lo tanto, merece una discusión amplia en todos los sectores, principalmente entre quienes son directamente afectados: las mujeres y los profesionales de la salud. Para ello, es preciso abordarlo con inteligencia, empatía y un alto grado de apertura.
Las decisiones impuestas por influencia de algunos sectores o por criterios personales nunca podrán encajar sin provocar escisiones en sociedades democráticas e inclusivas, como deben ser las del presente siglo.
La separación entre Iglesia y Estado representa una garantía de corrección política. Las leyes deben ser una garantía de orden, no de discriminación.
* Periodista, editora y columnista chilena. Vive en Guatemala.