La policía y la legitimidad – El Nuevo Siglo, Colombia
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
El símbolo de la autoridad institucional inmediata en cualquier metrópoli, como Bogotá, está en cabeza de la Policía. La sola presencia de sus patrullas en las calles debería suscitar, ipso facto, una sensación de amparo y tranquilidad social que es, naturalmente, lo que se busca de antemano con el solo reconocimiento del uniforme. En ese sentido, no es la Policía una fuerza de choque, como el Ejército, sino que tiene de fundamento un componente civil elemental, cuyo propósito es precisamente mantener el orden y generar las condiciones de convivencia ciudadana a partir de las normativas creadas con ese fin.
Son, pues, atribuciones de hondo calado democrático que tienen su basamento, no solo en la Constitución, sino en el depósito de confianza que hace la ciudadanía en su accionar. De hecho, el alcalde (la alcaldesa) es, de acuerdo con el Estatuto Orgánico de Bogotá, la primera autoridad de policía de la ciudad. Esto en consonancia con el factor democrático que encarna la elección popular de alcaldes, establecida desde 1988 en el país. En consecuencia, la responsabilidad de la Policía recae única y exclusivamente en la Alcaldía. De allí la importancia de que exista armonía entre el organismo policial y las máximas autoridades distritales.
En esa dirección, la solicitud hecha por la Alcaldesa de que sea el Presidente de la República el que prohíba a la Policía el uso de armas en la capital colombiana no tiene un asidero práctico. A los efectos, además, tendría que existir una ley sobre la materia. Por otra parte, si en verdad ese es el objetivo de la Alcaldía, tendría más bien que intentarse una modificación del Código correspondiente por parte del Concejo Distrital, con la debida presentación de la Secretaría de Gobierno. Habría que ver qué sale de un debate de esta índole, pero ese es el camino institucional si la pretensión cierta, más allá de los trinos, es desarmar a la Policía bogotana. Lo que ciertamente suscitaría una profunda discusión en una urbe en donde una de las mayores preocupaciones ciudadanas, según las encuestas, es justamente la inseguridad.
Por supuesto, el país espera que lo más pronto posible se dé a conocer la necropsia del ciudadano Javier Ordóñez, muerto en condiciones todavía por dilucidar, pero que evidentemente se presume provienen del uso atrabiliario de las armas de descarga eléctrica (Taser) por parte de un par de agentes, en el barrio Villa Luz. No parecería, en modo alguno, que ellos hubieran seguido los protocolos respectivos, advirtiendo previa y reiterativamente sobre su uso al implicado, como es fórmula universal, y mucho menos guardando las normas de necesidad, proporcionalidad, legalidad y racionalidad, según los mandamientos de la Fuerza Pública en el país. De suyo, Ordóñez estaba reducido desde los primeros intentos, de acuerdo con las imágenes grabadas por uno de sus amigos en el celular y que de inmediato circularon profusamente por las redes sociales. De ellas es fácil colegir que se actuó con sevicia y que incluso hubiera bastado con una operación de detención habitual, puesto que ni el implicado estaba armado ni portaba explosivos.
Al saberse la muerte de Ordóñez, minutos más tarde de haber entrado en la furgoneta policial y de que hubiera sido trasladado a la clínica Santa María del Lago, se encendió la chispa que llevó a una ola de protestas vandálicas, para muchos premeditadas, que derruyeron múltiples CAI y más tarde a una luctuosa noche bogotana donde murieron varias personas por balas perdidas. Circunstancias, todas, que permanecen en la incertidumbre y no dejan de asombrar por cierta sensación que existe de que hay un patrón de desobediencia civil que se patrocina desde la arena política y que, de otro lado, puede estar alimentándose de las fuerzas desestabilizadoras que preponderan en el país en las diferentes facetas que han llevado a pique los recientes y en buena proporción frustrados esfuerzos de paz.
Frente a esta situación incierta es a todas luces evidente que lo que hoy más necesita la Policía, no solo es el seguimiento a rajatabla de las normas y protocolos, sino mantener la legitimidad, que es precisamente lo que algunos buscan despojarle a como dé lugar. Como ella es uno de los símbolos preponderantes de la autoridad lo que en últimas se quiere, por los que así piensan, es neutralizarla y disminuirla. Por supuesto, todo abuso policial colabora en ese propósito y es por anticipado una erosión constitucional que merece las sanciones más drásticas. No es dable transigir en este aspecto, como tampoco lo es creer que la Policía, compuesta en su gran mayoría por ciudadanos humildes y esforzados, pueda dejar de ser el baluarte esencial de la seguridad ciudadana. Y en eso tampoco se puede transigir.
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