Barbados, las joyas de la corona y otros pendientes coloniales – Por Lautaro Rivara

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Lautaro Rivara

La Gobernadora General de Barbados, Sandra Mason, anunció que a partir de noviembre del año 2021 su país se convertirá en república y abandonará el estatus de monarquía constitucional.

Mason expresó en el habitual Discurso del Trono que “ha llegado el momento de dejar completamente atrás nuestro pasado colonial”, parafraseando un discurso histórico del héroe nacional Errol Barrow. En la fecha prevista para la celebración del aniversario número 55 de la independencia de la isla, la jefatura de estado, hoy a cargo de la Reina Isabel II del Reino Unido, pasará a manos de quién resulte electo o electa para presidir la nación barbadense.

No es la primera vez que el Partido Laborista de Barbados (PLB) realiza a la nación una propuesta de estas características. Hace 17 años el antiguo Primer Ministro Owen Arthur había impulsado ya la constitución de una república, iniciativa que fue bloqueada por parte de la oposición política y por el accionar de las minorías blancas del país. Pero sí es la primera vez que el PLB cuenta con una mayoría abrumadora en el parlamento, dado que tras imponerse en las elecciones del 2018 con el 74,58% de los votos conquistó la totalidad de los 30 escaños de la cámara baja que estaban en juego.

A diferencia de Belice, Bahamas, Antigua y Barbuda, Jamaica y los otros cinco países del Caribe Oriental que reconocen a la Reina, la Constitución de Barbados establece que para modificar el estatus político de la nación se requiere tan solo del voto de al menos dos tercios de los parlamentarios. Pese a que la carta magna no estipula la realización obligatoria de un referéndum y pese a que el último intento de plebiscitar la república fracasó en San Vicente y las Granadinas en el año 2009, la Primera Ministra Mia Mottley no descartó la utilización de este instrumento legal.

En diálogo con el barbadense David Denny, dirigente del Movimiento Caribeño por la Paz y la Integración, este expresó que “en este momento todos los partidos políticos y todo el pueblo de Barbados apoyan la idea de convertir al país en una República”. Y refirió también que la medida debería “crear las condiciones para discutir una reforma constitucional, democratizar las instituciones y revisar el funcionamiento económico, en particular el de las economías vinculadas al turismo”.

El señalamiento de Denny visibiliza algunos de los principales desafíos de una nación que pese a haber gozado de cierta prosperidad, hoy tiene a la mitad de su fuerza laboral desempleada. Barbados, como otras naciones de la región, hace tiempo transitó del viejo esquema agroexportador, particularmente azucarero, hacia economías basadas sobre todo en los servicios financieros y el turismo. Pero se trata de economías que no son menos dependientes de los vaivenes de los precios internacionales que las economías de plantación. Éstas también son controladas por capitales extranjeros, en particular los de las cadenas hoteleras y las empresas de cruceros europeas y norteamericanas. Pese a contar con el aeropuerto más importante del Caribe oriental, Barbados fue particularmente afectada por la merma del turismo causada por la pandemia del COVID-19.

Las joyas de la corona

La iniciativa ha arrojado dudas sobre si Barbados continuará o no siendo miembro de la Mancomunidad de Naciones, una organización que comenzó a tomar forma en la Conferencia de Balfour en 1926 como forma de reorganizar la dominación británica frente a las colonias que por ese entonces comenzaban a reclamar su independencia y soberanía. La Comunidad Británica de Naciones -conocida en el mundo anglófono como Commonwealth- sustituyó jurídicamente al Imperio Británico con la Declaración de Londres de 1949.

Se suele argumentar que este espacio parte de iniciativas de libre asociación y que los países miembros hacen parte de una historia y una cultura común. Sin embargo la Mancomunidad acoge hoy por hoy a Mozambique, antigua colonia portuguesa, y a Ruanda, nación africana que fue protectorado alemán y luego belga. Además, el inglés, presunta lengua franca de la Mancomunidad, convive, muchas veces en un lugar subordinado, con lenguas asiáticas, africanas, indígenas y creoles, en particular en las naciones insulares del Gran Caribe.

A diferencia de otras organizaciones internacionales, la Mancomunidad de Naciones no cuenta con una constitución que establezca los derechos y obligaciones de sus miembros. Sin embargo ha asumido la función de supervisar procesos electorales, de asesorar a las naciones en caso de conflictos internos y de promover la cooperación económica bajo los preceptos del librecambio. Incluso, tras el Brexit, algunos “euro-escépticos” plantean que parte del comercio intra-europeo podría trasvasarse hacia la Mancomunidad, considerando que en la actualidad sólo el 10 por ciento de las exportaciones británicas se dirigen a estos países.

En otras oportunidades la Mancomunidad ha funcionado también como instrumento de presión directa y deliberada para con sus estados miembros. Atravesados por estas tensiones, algunos de ellos han sido suspendidos o expulsados, como Nigeria en el año 1995, mientras que otros han abandonado la asociación de forma voluntaria, como Irlanda y Zimbabue.

Para el contexto caribeño, seis naciones tienen un estatus especial dentro de la Mancomunidad, por lo que la Corona Británica asume allí el control de las estratégicas funciones de defensa, cancillería y comercio exterior. Estos países son Antigua, Dominica, Granada, Saint Kitts y Nevis, Santa Lucía y San Vicente. No es el caso de Barbados. Pese a ser parte de la Mancomunidad, negoció su independencia en 1966 tras 339 lucrativos años de control británico ininterrumpido, considerando que la isla supo ser un importante enclave esclavista y azucarero.

Pese a su informalidad, la Commonwealth ha servido como una forma de perpetrar la influencia británica. Es difícil pensar en la libre asociación entre una ex metrópoli y sus ex colonias, lo que hace que la propia idea de “riqueza común” -tal es la traducción más exacta de “Commonwealth”- sea algo más que ilusoria. Estos países podrán tener mucho en común por el impacto de siglos de colonización, pero ciertamente no comparten ni la prosperidad ni la riqueza. Es evidente, por otro lado, que si naciones como Canadá o Australia son capaces de establecer relaciones comerciales o diplomáticas de cierta simetría con el Reino Unido, no cabe pensar lo mismo respecto de naciones pequeñas, periféricas y dependientes como Barbados, Kenia o Sri Lanka.

Pendientes coloniales

El anacronismo de estas instituciones en pleno siglo XXI es más notorio que nunca, máxime cuando al cumplirse 75 años de la fundación de las Naciones Unidas se multiplican los reclamos por reformar íntegramente el vetusto sistema internacional heredado de la segunda posguerra. Lo que vale para los organismos supranacionales formales vale más aún para los informales, cuya mera existencia demuestra que la descolonización es hoy por hoy un proyecto inconcluso y prácticamente estanco desde los últimos procesos de liberación nacional ocurridos en África hacia finales del siglo XX.

El carácter trunco de la descolonización se observa en la continuidad de gobiernos que responden a monarcas extranjeros como es el caso de Barbados. Pese a tratarse de figuras ceremoniales y sin autoridad ejecutiva, no resultan por eso menos anacrónicas, coloniales y ofensivas, por lo que otras naciones como Guyana y Trinidad y Tobago ya han roto este tipo de ataduras monárquicas en el pasado. El propio Comité Especial de Descolonización de las Naciones Unidas reconoce en la actualidad 17 territorios “no autónomos”. Es decir, territorios que ni siguiera han alcanzado los rudimentos más elementales del gobierno propio. La Corona Británica ha demostrado ser, por lejos, la tutora colonial más celosa, arrogándose ni más ni menos que el control de 10 de esto 17 territorios. Le siguen los Estados Unidos y Francia, países que junto al Reino Unido conforman la triada más proclive a las propuestas de guerra, intervención, sanciones y misiones de “paz” en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Muchas de estas iniciativas, como el bloqueo y embargo extraterritorial a Cuba, son por lo común rechazadas de forma casi unánime por los 193 Estados Miembros de la Asamblea General, un órgano tan democráticamente deliberativo como políticamente inoperante.

Pero los pendientes coloniales son aún más evidentes en los 25 territorios ocupados y no independientes en nuestro hemisferio, que rebasan, por lejos, el parco listado de la ONU. Estos van desde las Islas Malvinas en el Mar Argentino hasta la Base de Guantánamo en Cuba. Desde los Departamentos Franceses de Ultramar hasta los Municipios Especiales de los Países Bajos. Desde los territorios en reclamación como la Isla de Navaza en Haití hasta el falaz Estado Libre Asociado de Puerto Rico. 35 países independientes y 25 territorios dependientes: tal es el balance neto del proceso de descolonización en nuestro continente a la fecha. Y si en algunos países las fuerzas nacionales proclaman la necesidad impostergable de una segunda y definitiva independencia, muchas de las naciones latinocaribeñas aún combaten en soledad por la primera. Hasta el último islote del Caribe merece una libertad sin tutelas, sea a título individual o, mejor aún, mediante soluciones integradoras y confederadas.

Políticas de integración

Diferentes sectores esperan, con razón, que la audacia de los y las barbadenses pueda llevar a que otros países se replanteen su sistema político, renegocien su estatus de dependencia neocolonial o, en el mejor de los casos, adquieran nuevos bríos en sus tentativas de liberación nacional. Sin embargo, una comprensión somera de la historia y la realidad caribeñas nos llevan a ser más modestos en nuestras expectativas a corto plazo, al menos en lo que refiere a los impactos de la medida en el Caribe no anglófono. Impacto que se diluye por la dispersión geográfica de las islas y territorios continentales, por la diversidad lingüística, por la pluralidad de estructuras sociales, por las diferentes historias coloniales y por los desencuentros siempre promovidos por las numerosas potencias que tienen influencia en la región. Todo esto suele hacer de las parciales realidades caribeñas los fragmentos rotos de un mosaico.

Sin duda que todo avance en la independencia de una parte aporta al proceso de liberación del conjunto, pero no es probable que se den los pasos necesarios si no es a través de mecanismos de coordinación e integración regional. Difícilmente las pequeñas islas de la región puedan resguardar o conquistar su soberanía en un mundo en donde los intereses en pugna son colosales y en donde la importancia geoestratégica del Caribe no hace sino acrecentarse. Basta ver en la actualidad el despliegue de la cooperación militar rusa, el crecimiento exponencial de las inversiones chinas o la  regularidad de los ejercicios militares comandados por los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN en la Cuenca del Caribe.

Pese a sus dificultades, la historia caribeña es pródiga en tales intentos de integración, desde los proyectos de la Confederación Antillana de Eugenio María de Hostos, Gregorio Luperón, Ramón Emeterio Betances y José Martí, los que en general han estado limitados a la integración de las Grandes Antillas y en particular del Caribe hispanohablante, con la inclusión o exclusión alternativa de Haití y Jamaica. Pero también el Caribe anglófono tiene una larga experiencia en la materia desde los pasos precursores de Eric Williams y la fallida experiencia de la Federación de las Indias Occidentales entre 1958 y 1962, pasando por los proyectos de Forbes Burnham desde Guyana, Maurice Bishop desde Granada o el de esa valiosa bisagra latino-caribeña que ha sido Cuba incluso desde antes de la Revolución del año 1959.

En la actualidad diferentes organizaciones y mecanismos, de diferente signo y con disímiles objetivos, se despliegan en la región. La más importante en lo que al Caribe anglófono se refiere es la Comunidad del Caribe (CARICOM). Se trata de una entidad conformada por 15 naciones, la mayoría de ellas ex colonias británicas, que ha demostrado un rol sumamente progresivo en numerosas coyunturas. Desde su condena enérgica al fallo discriminatorio de la Corte Constitucional de República Dominicana que en 2013 desnacionalizó de la noche a la mañana a decenas de miles de dominicanos de ascendencia haitiana, hasta sus negativas recurrentes a plegarse a las soluciones intervencionistas y belicistas de los Estados Unidos contra Cuba y Venezuela.

En enero de este mismo año, por ejemplo, la Primera Ministra de Barbados Mia Mottley -por ese entonces también presidenta de la CARICOM- fue sumamente crítica ante la gira del Secretario de Estado Mike Pompeo. Cuando este se reunió con algunos presidentes caribeños para promover la agenda anti-bolivariana de los Estados Unidos, Mottley alertó sobre un “intento de dividir a la región” y advirtió que los países de la CARICOM no debían convertirse “en peones de otros, en satélites de otros”.

No deja de resultar sintomático que sean precisamente los Estados Unidos, la OEA, los organismos ad hoc como el Grupo de Lima y otros acreditados liberal-republicanos del hemisferio los que se preocupen por los presuntos déficit de republicanismo y democracia en los gobiernos progresistas y de izquierda en la región. Mientras tanto, parecen no inquietarse por sus propias posesiones coloniales, formales o informales. Ni tampoco por la continuidad inalterada de países que ni siquiera han alcanzado formalmente el estatuto de repúblicas y que no cuentan con la más mínima independencia de poderes porque ni siquiera tienen autoridades nacionales ni procesos eleccionarios. Ni mucho menos por la existencia de “mancomunidades” que, dibujadas en planisferio, se condicen casi perfectamente con los mapas de los imperios coloniales que se supone que dejaron de existir hace ya, al menos, 75 años.

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