El uso neoliberal de la pandemia (I): el reforzamiento autoritario
El FMI ha llamado a la crisis económica global desatada por la pandemia como el “Gran Confinamiento”, haciendo una analogía con la Gran Depresión de 1929. La referencia no solo resalta las similitudes entre la magnitud de su impacto actual con la del siglo XX, sino que también atribuye la crisis a las medidas de restricción sanitaria, particularmente a la imposición de regulaciones de aislamiento social llamadas habitualmente como “cuarentena”. No es una novedad en la historia del capitalismo, desde sus gestación hasta el siglo XXI, que los poderes económicos se opongan a las cuarentenas, así como que la expansión de las pestes estuviera estrechamente vinculada a los circuitos comerciales, sus redes de transporte y los procesos de mundialización capitalista (Murillo, 2020).
Por contraposición, la estrategia de aislamiento y distanciamiento social recomendada por la OMS para controlar la expansión del virus, así como en general la dinámica de la crisis abierta por la pandemia, han otorgado un nuevo papel al Estado en el terreno de las políticas sanitarias, sociales y económicas, incluso poniendo en debate la matriz desigual profundizada por el neoliberalismo. Pero esta intervención estatal puede adoptar diferentes sentidos, incluso puede no implicar contradicción alguna con los preceptos neoliberales: recordemos que en la anterior crisis del 2008 se orientó fundamentalmente al salvataje de bancos y empresas.
En esta oportunidad, la lógica de la cuarentena y la intervención estatal justificada por la crisis ha sido utilizada también, especialmente bajo los gobiernos neoliberales de la región, para reforzar una política crecientemente represiva y autoritaria, que ya venía desplegándose en muchos de estos países en el marco de la ofensiva neoliberal y particularmente frente a los cuestionamientos sociales intensificados en el último año.
Ejemplo de ello ha sido lo sucedido en la mayoría de los países de Centroamérica. Allí, la escasa presencia de políticas sociales y de salud contrasta con la imposición de toques de queda o estados de excepción, el reforzamiento de la militarización y el endurecimiento de sanciones a quienes incumplan las medidas de aislamiento, que en muchos casos han conducido a nuevas violaciones de los derechos humanos, especialmente en Guatemala, Honduras y El Salvador. En la misma dirección, los asesinatos de líderes y lideresas sociales y de exguerrilleros en Colombia no ha dejado de crecer e incluso se incrementaron en el marco de la pandemia. Asimismo, en Perú se puso en marcha la Ley de Protección Policial aprobada en 2019, que otorga impunidad al accionar represivo de las fuerzas de seguridad. Y la pandemia sirvió para la postergación del plebiscito sobre la reforma de la Constitución en Chile, otorgando un respiro —al menos momentáneo— a un gobierno que fuera cuestionado por un ciclo de protestas sociales y que ahora sugiere la posibilidad de rediscutir la convocatoria al plebiscito, refuerza con nuevas compras el aparato de seguridad, repone a los militares en la calle de la mano del toque de queda y continúa utilizando la represión para disolver las protestas que resurgen en este nuevo contexto.
Seguramente el ejemplo más dramático de esta profundización de las lógicas autoritarias es la situación en Bolivia. Allí, en noviembre de 2019 un golpe de Estado desalojó del gobierno al presidente legítimo Evo Morales, desconoció los resultados electorales e impuso un gobierno autodenominado «de transición» encabezado por Jeanine Añez, senadora conservadora del departamento de Beni. Marcado en sus inicios por las masacres de Sacaba y Senkata y por la vuelta a las políticas neoliberales, bajo la pandemia el gobierno de facto postergó las elecciones previstas para el 3 de mayo y utilizó la lógica de la cuarentena para perseguir a sus críticos, golpear a los sectores populares y acentuar su política de despojo y corrupción. Entre estas medidas, en mayo Añez promulgó el Decreto Supremo 4231, que sanciona penalmente la publicación de información escrita, impresa y/o artística que genere “incertidumbre en la población”, lo que significa una grave violación a la libertad de expresión y al derecho a la información.
Además, Añez respondió con represión a las protestas en demanda de alimentos, cuidados sanitarios, trabajo y la realización de las elecciones postergadas. A este cuadro se sumaron las amenazas permanentes a los últimos resquicios de democracia, como la perpetrada en mayo, cuando un grupo de militares liderados por el general Orellana, jefe de las Fuerzas Armadas, irrumpió en la Asamblea Legislativa Plurinacional con un ultimátum para que se aprobara sin cambios la propuesta de ascensos y promociones elaborada por la dictadura. Un nuevo escalón de autoritarismo para un gobierno crecientemente cuestionado y salpicado por escándalos de corrupción y que ha intentado prorrogar una y otra vez las prometidas elecciones ahora convocadas para septiembre —acaso porque la candidatura de Luis Arce, del MAS-IPSP, encabeza los sondeos preelectorales.
En el contexto regional, el poder ganado por los militares en Bolivia desde el golpe, así como la significativa presencia de los militares en el gobierno de Bolsonaro en Brasil y en otros países de la región así como la habilitación de las fuerzas militares en el control del espacio público, la seguridad y la conducta de las poblaciones bajo la excusa de la cuarentena marcan el creciente carácter militarista que ha adoptado la aplicación autoritaria de las políticas neoliberales que ya había recurrido al lawfare (guerra judicial), la restricción de la vida democrática y el surgimiento de un neofascismo periférico.
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