Perú | La larga marcha del hambre y el miedo – Por Marco Garro y Mitra Taj
Eran poco después las ocho de la noche en el día cuarenta de la Emergencia Nacional. Mientras se escuchaban aplausos en otras partes del país, en la entrada al Centro Vacacional Huampaní, en Chaclacayo, más de cien personas -hombres, mujeres con bebés en brazos, niños con caras confundidas- bajaron de tres camiones de carga para encontrarse con una una escena desoladora: decenas de personas que ya se habían adelantado para acampar en un lote polvoriento entre la Carretera Central y el río Rímac.
Todos lucían desesperados por tomarse la prueba de Covid-19 que administran autoridades a unos pasos de allí, en el Colegio Mayor Secundario Presidente del Perú.
La prueba rápida se ha convertido en un requisito clave para miles de personas que desean volver desde Lima a sus regiones de forma legal, es decir, en traslados “humanitarios” organizados por autoridades regionales y nacionales. La alternativa es regresar a pie a lugares que se encuentran a cientos de kilómetros de distancia, en lo que representa un virtual camino “hacia la muerte,” según declaró hace poco la ministra del Ambiente, Fabiola Muñoz, a TV Perú Noticias.
Pero hay muchos más migrantes que capacidad institucional para atenderlos. La evidencia está en las calles de Lima, donde familias enteras duermen a la intemperie en distintos puntos de la ciudad, tratando de hacerse visibles a autoridades ausentes. El estado de emergencia los ha dejado sin ingresos, ahorros o siquiera un techo.
En Huampaní, la mayoría de desplazados son originarios de pueblos remotos en regiones selváticas como San Martin, Loreto y Ucayali. Habían venido a Lima para ser niñeras, obreros de fábricas, estudiantes universitarios, amas de casa, cocineros, vigilantes, animadores de conciertos de cumbia. En su tierra los esperan familiares que les pueden dar alojamiento, y chacras que les permitirán obtener alimentos.
Esa sola idea ya es un avance respecto a su situación en esta Lima golpeada por la pandemia, donde dependen de donaciones de vecinos solidarios. Hay días en que los samaritanos no vienen, o que lo recibido no alcanza para todos. Muchos cuentan que tienen más de dos días sin comer un plato caliente, y que sufren de mareos o deshidratación.
LA LLEGADA DE MÁS GENTE DESESPERADA CAUSA CONMOCIÓN: ¿DE DÓNDE VIENEN LOS NUEVOS? ¿DÓNDE DORMIRÁN?
La llegada de los camiones a Huampaní con más gente desesperada causa conmoción en los habitantes de ese campamento de carencias. ¿De dónde vienen los nuevos? ¿Dónde dormirán?
Los que salen de los containers cuentan, indignados, que se escaparon del Club Ricardo Palma, de la Marina de Guerra, donde otros migrantes desplazados están alojados. Algunos habían sido convocados por el Gobierno Regional de San Martín para tomar un bus que los llevaría de regreso, pero al llegar al terminal terrestre en La Victoria fueron derivados a hacerse la prueba rápida en el mencionado club, con la promesa de que partirían al día siguiente, según cuentan ahora tres testigos a OjoPúblico.
Esperaron cuatro días, hacinados en grupos de hasta seis personas para dormir en cada carpa, con una separación de apenas medio metro entre los colchones, recuerda Fernando Reátegui, un obrero de construcción desempleado que estuvo allí. El viernes 26 por la tarde, una funcionaria les informó que tendrían que quedarse allí quince días más.
La noticia les cayó como una bomba.
“Dijimos: ‘¡Nooooo! ¡Nos largamos! ¡Vamos!’. Y la gente empezó a traer toditas sus cosas del campamento”, cuenta Reátegui.
Entonces rebasaron a los militares en la reja del club y se echaron a caminar por la Carretera Central. Decidieron ir a Huampaní, donde algunos tienen familiares a la espera de hacerse la prueba rápida. Después de caminar un par de horas, un policía detuvo tres camiones y les pidió a los choferes llevarlos.
“Creo que le dimos pena,” dice Reátegui.
En Huampaní, los recién llegados acordaron dormir separados del primer grupo para evitar el potencial contagio con Covid-19. Se echaron a dormir con sus frazadas en la vereda, al otro lado de la carretera, las mascarillas aún puestas. Muchos temían haberse contagiado en el club después de que desplazados de otras regiones dieron resultados positivos a las pruebas rápidas.
“Salió un grupo de piuranos y había 17 infectados. Quién sabe cuántos acá estamos enfermos”, cuenta Bety Flores.
Flores y sus familiares extienden sus manos para mostrar las pulseras fluorescentes que les pusieron en el club militar. Cada uno tiene un código de barras.
“No sabemos qué significa. No nos informaron nada”.
Un día después, aún no hay respuesta del Gobierno Regional de San Martin sobre cuándo y cómo podrán viajar a casa. Algunos migrantes hablan de bloquear la Carretera Central para llamar la atención. Otros proponen llamar a los canales de televisión. También aparece la idea de hacer el viaje a pie y buscar camiones que los lleven.
A final, las voces se van dispersando. Algunos caminan en grupos pequeños para llegar a otros campamentos de desplazados.
“Solo queremos regresar a casa,” dice una joven de 23 años llamada Susan Fasabi.
Ella tiene más de una semana durmiendo a lado de la Carretera Central con sus tres hijas. Su esposo perdió su trabajo de vigilante en un casino, y con ello se quedaron sin los ingresos que necesitan para pagar el cuarto de 300 soles que compartían. Esta travesía es por todo o nada.
“Mi mamá tiene su chacra en Pucallpa y no le cuesta nada comer o encontrar pescado. Aquí en Lima nos tratan cómo animales”, afirma.
Su larga marcha recién empieza.