Cuando la naturaleza jaquea la orgullosa modernidad – Por Enrique Dussel

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Enrique Dussel(*)

Estamos experimentando un evento de significación histórica mundial del que posiblemente no midamos su abismal sentido como signo del final de una época de larga duración, y comienzo de otra nueva edad que hemos denominado la Transmodernidad.

El virus que ataca hoy a la humanidad, por primera vez en su milenario desarrollo –en un momento en el que puede tenerse conciencia plena de la simultaneidad (en tiempo real) verificada por los nuevos medios electrónicos– nos da qué pensar en el silencio y aislamiento autoimpuesto de cada ser humano ante un peligro que muestra la vulnerabilidad de un castillo de naipes que vivimos cotidianamente como si tuviera la consistencia de una estructura invulnerable.

El hecho ha producido un sinnúmero de reacciones de colegas filósofos y científicos porque llama profundamente la atención. Queremos agregar un grano de arena a la reflexión sobre el sobrecogedor acontecimiento.

Allá por 1492, Cristobal Colón, un miembro de la Europa latino-germánica, descubre el Atlántico, conquista Amerindia y nace así la última Edad del Antropoceno: la Modernidad, produciendo además una revolución científica y tecnológica, que dejó atrás a todas las civilizaciones del pasado, catalogadas como atrasadas, subdesarrolladas y artesanales. Lo denominaremos el Sur global; y esto hace sólo 500 años.

El yo europeo produjo una revolución científica en el siglo XVII, una revolución tecnológica en el XVIII, habiendo desde el siglo XVI inaugurado un sistema capitalista con una ideología moderna eurocéntrica, colonial (porque esa Europa era el centro del sistema-mundo gracias a la violencia conquistadora de sus ejércitos que justificaban su derecho de dominio sobre otros pueblos), patriarcal, y, como culminación, el europeo se situó como explotador sin límite de la naturaleza.

Sin embargo, los valores positivos inigualables de la Modernidad, que nadie puede negar, se encuentran corrompidos y negados por una sistemática ceguera de los efectos negativos de sus descubrimientos y sus continuas intervenciones en la naturaleza. Esto se debe, en parte, al desprecio por el valor cualitativo de la naturaleza, en especial por su nota constitutiva suprema: el ser una “cosa viva”, orgánica, no meramente maquínica; no es sólo una cosa extensa, cuantificable.

Hoy, la madre naturaleza (ahora como metáfora adecuada y cierta) se ha rebelado; ha jaqueado a su hija, la humanidad, por medio de un insignificante componente de la naturaleza (naturaleza de la cual es parte también el ser humano, y comparte la realidad con el virus). Pone en cuestión a la modernididad, y lo hace a través de un organismo (el virus) inmensamente más pequeño que una bacteria o una célula, e infinitamente más simple que el ser humano que tiene miles de millones de células con complejísimas y diferenciadas funciones.

Es la naturaleza la que hoy nos interpela: ¡O me respetas o te aniquilo! Se manifiesta como un signo del final de la modernidad y como anuncio de una nueva Edad del mundo, posterior a esta civilización soberbia moderna que se ha tornado suicida. Como clamaba Walter Benjamin, había que aplicar el freno y no el acelerador necrofílico en dirección al abismo.

La naturaleza no es un mero objeto de conocimiento, sino que es el Todo (la Totalidad) dentro del cual existimos como seres humanos: somos fruto de la evolución de la vida de la naturaleza que se sitúa como nuestro origen y nos porta como su gloria, posibilitándonos como un efecto interno.

Y, por ello, no metafóricamente, la ética se funda en el primer principio absoluto y universal: ¡el de afirmar la Vida en general, y la vida humana como su gloria!, porque es condición de posibilidad absoluta y universal de todo el resto; de la civilización, de la existencia cotidiana, de la felicidad, de la ciencia, de la tecnología y hasta de la religión. Mal podría operar alguna acción o institución si la humanidad hubiera muerto.

Se trata entonces de interpretar la presente epidemia como si fuera un bumerán que la modernidad lanzó contra la naturaleza (ya que es el efecto no intencional de mutaciones de gérmenes patógenos que la misma ciencia médica e industrial farmacológica ha originado), y que regresa contra ella en la forma de un virus de los laboratorios o de la tecnología terapéutica.

La interpretación intentada indica que el hecho mundial, nunca experimentado antes y de manera tan globalizada que estamos viviendo, es algo más que la generalización política del estado de excepción (como lo propone G. Agamben), la necesaria superación del capitalismo (en la posición de S. Zizek), la exigencia de mostrar el fracaso del neoliberalismo (del Estado mínimo, que deja en manos del mercado y el capital privado la salud del pueblo), o de tantas otras muy interesante propuestas.

Creemos que estamos viviendo por primera vez en la historia del cosmos, de la humanidad, los signos del agotamiento de la modernidad como última etapa del Antropoceno, y que permite vislumbrar una nueva edad de mundo, la Transmodernidad, en la que la humanidad deberá aprender, a partir de los errores de la modernidad, a entrar en una nueva edad del mundo.

Donde, partiendo de la experiencia de la necro-cultura de los últimos cinco siglos, debamos ante todo afirmar la Vida por sobre el capital, por sobre el colonialismo, por sobre el patriarcalismo y por sobre muchas otras limitaciones que destruyen las condiciones universales de la reproducción de esa vida en la Tierra.

Esto debiera ser logrado pacientemente en el largo plazo del siglo XXI que sólo estamos comenzando. En el silencio de nuestro retiro exigido por los gobiernos para no contagiarnos de ese signo apocalíptico… tomemos un tiempo en pensar sobre el destino de la humanidad en el futuro.

(*) Académico, filósofo, historiador y teólogo argentino, naturalizado mexicano. Fue rector interino de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

La Jornada


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