Argentina | Un presidente incómodo en el Mercosur – Por Joaquín Morales Solá

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Algo le falta (o le sobra) a una política exterior cuando el Presidente debe remendar permanentemente lo que se dijo o se hizo el día anterior. El lunes, Alberto Fernández habló 45 minutos por teléfono con el presidente de Chile, Sebastián Piñera, para suturar las heridas que había dejado el propio mandatario argentino cuando habló por videoconferencia con varios dirigentes de la oposición chilena.

Alberto Fernández les aconsejó a estos que se unieran para ganarle en la próxima elección al partido de Piñera. Esa conversación motivó una formal queja del gobierno chileno al argentino, que se manifestó en la expresión de «profunda extrañeza» de la administración de Piñera por lo que había pasado.

Ayer, el Presidente debió hablar durante media hora con el mandatario uruguayo, Luis Lacalle Pou, para aclarar las declaraciones de su canciller y de él mismo sobre el Mercosur. Alberto Fernández había desafiado el día anterior a los socios de la alianza sudamericana, en una entrevista radial, a que disolvieran el Mercosur si cada uno quería negociar tratados de libre comercio por su cuenta.

El viernes, el canciller Felipe Solá anunció que la Argentina se levantaba de todas las negociaciones de libre comercio que está llevando a cabo el Mercosur, salvo las de la Unión Europea. Pareció el principio del fin de la presencia argentina en esa alianza de países creada en 1985 por los entonces presidentes Raúl Alfonsín, de la Argentina; José Sarney, de Brasil, y Julio Sanguinetti, de Uruguay. El Mercosur y la democracia como sistema político son las dos únicas políticas de Estado argentinas que perduran desde hace casi 37 años.

En aquellas declaraciones radiales, Alberto Fernández señaló que Macri y Bolsonaro iniciaron una política en la que cada país hacía sus propias alianzas comerciales. Esa afirmación le sirvió como argumento para respaldar la teoría de que los países sudamericanos querían ir cada uno por su lado. El Mercosur debe respetar un viejo acuerdo, el de Ouro Preto, que le dio jerarquía institucional internacional, según el cual los tratados de libre comercio deben ser negociados por el organismo, no por sus países miembros en particular.

En rigor, el primer país que buscó un acercamiento propio con otras alianzas regionales fue Uruguay durante los gobiernos del Frente Amplio. En 2012, la administración de Pepe Mujica se convirtió en país observador de la Alianza del Pacífico (integrado por México, Perú, Chile y Colombia), y cinco años después, en 2017, durante la gestión de Tabaré Vázquez, Uruguay fue aceptado como Estado asociado por esa alianza. Es cierto que Macri promovió siempre el acercamiento del Mercosur a la Alianza del Pacífico, pero también es veraz que siempre aclaró que debía «hacerse desde el Mercosur». La historia es como es.

Hay una primera pregunta que cualquier presidente argentino, más allá de la historia y de las ideologías, debe hacerse: ¿puede la Argentina prescindir del Mercosur? La respuesta es simple: no. Dentro del Mercosur está Brasil, que es el primer destino de las exportaciones industriales argentinas. Es también el primer socio comercial del país. La industria automotriz argentina no tendría destino sin Brasil. El comercio con Brasil es el gran creador de puestos de trabajo industriales en la Argentina. Además, Brasil es el principal comprador de trigo argentino. Desde ya, en Brasil está Jair Bolsonaro, un presidente imprevisible y caótico, mal hablado y poco respetuoso de las reglas de la diplomacia sobre la cortesía necesaria con los gobiernos de otros países.

Los primeros chisporroteos entre Bolsonaro y Alberto Fernández comenzaron cuando el argentino era presidente electo. Bolsonaro lo maltrató verbalmente, y el argentino le replicó de la misma manera. Luego, las cosas se calmaron. Bolsonaro hizo algunos gestos: recibió al canciller Solá, y al que en ese momento se creía embajador argentino ante Brasil, Daniel Scioli. Scioli se presentó luego en el Congreso argentino, permitió el quorum en Diputados a una reunión clave para el Gobierno y aclaró que todavía no era embajador en Brasil. Cosas de argentinos, no de brasileños.

Alberto Fernández no hizo ningún gesto posterior de acercamiento a Bolsonaro. Es imposible que Bolsonaro cambie a estas alturas de su vida y es inconveniente, al mismo tiempo, que la Argentina rompa con el Mercosur. ¿Qué hacer entonces? Los líderes racionales tienen la obligación de quedarse cerca de los presidentes inciertos para convencerlos (o intentar, al menos) de la bondad de políticas sensatas. Irse no es una opción, salvo que la ideología pueda más que los intereses concretos del país.

Es cierto, como dice el Gobierno, que la crisis económica provocada por la pandemia del Covid-19 pondrá en riesgo la estructura productiva de los países. Las grandes potencias económicas, que también están en recesión, tratarán luego de la crisis sanitaria de colocar sus exportaciones en los países menos fuertes. Y es cierto también que hasta los empresarios brasileños están preocupados, sobre todo por las tratativas de libre comercio del Mercosur con Corea del Sur.

Pero la Argentina contribuirá más a resolver esos problemas estando dentro de la negociación que fuera de ella. Todos los acuerdos de libre comercio estarán en discusión después de la pandemia. Hasta el acuerdo con la Unión Europea entrará en una fase de sucesivas postergaciones, también desde Europa. Es igualmente verdadero que el poderoso ministro de Economía de Brasil, Paulo Guedes, viene anticipando que si la Argentina quisiera cerrar las puertas del Mercosur a otras alianzas, Brasil se iría de la alianza del sur de América.

Guedes ha tenido también en los últimos días frases destempladas (cuando no ofensivas) hacia la Argentina. No es solo Bolsonaro; es un estilo de gobierno que responde a los modos de Bolsonaro. Las cosas serían mucho más tolerables si, en cambio de lo que sucede ahora, la diplomacia argentina estuviera más activa en Brasilia. O si Alberto Fernández hubiera promovido un encuentro personal con Bolsonaro cuando podía hacerlo. Ahora, por al aislamiento que impone la pandemia, es imposible. Las oportunidades que se pierden no se recuperan más.

Alberto Fernández debe sentirse incómodo en la región. Está rodeado de países gobernados por líderes de corrientes políticas opuestas a la suya. Bolsonaro en Brasil; Piñera en Chile; Lacalle Pou en Uruguay; Abdo Benítez en Paraguay, y Jeanine Áñez en Bolivia. Piñera podría darle consejos sobre cómo sobrellevar tales soledades. En su primera presidencia, entre 2010 y 2014, debió convivir con Cristina Kirchner en la Argentina; Pepe Mujica en Uruguay; Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil, y Evo Morales en Bolivia.

El presidente chileno pasó esos años desparramando simpatía entre políticos que nada tenían que ver con él. Hasta Cristina Kirchner -todo hay que decirlo- lo trataba afectuosamente. «Sebastián», lo llamaba familiarmente en público. La lección del político chileno, que antes fue empresario y no político, es que hay realidades que los presidentes no pueden cambiar. Solo debe primar en tales situaciones el interés nacional de sus países.

Un caso especial es el papel del canciller Felipe Solá. Fue él quien estiró la cuerda del Mercosur hasta extremos cercanos a la ruptura. Alberto Fernández trató ayer, en su conservación telefónica con Lacalle Pou, de poner paños fríos. Falta una conversación con Bolsonaro, presidente, guste o no, del principal país que integra el Mercosur. Los cancilleres están por lo general para moderar las posiciones de sus gobiernos o para encontrarles un modo simpático y diplomático. Fue así desde Dante Caputo hasta Rafael Bielsa.

Existe además la influencia en Alberto Fernández del dirigente político chileno Marco Enriquez-Ominami, amigo personal del Presidente. Enriquez-Ominami alcanzó ya un récord propio de derrotas políticas en su país. Nunca pudo ni contra los socialistas ni contra Piñera. El canciller exacerba las posiciones del Gobierno y algunos amigos del Presidente lo instigan a posiciones extremas. No debe extrañar, entonces, que Alberto Fernández deba recurrir permanentemente a la diplomacia del teléfono.

La Nación


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