El genocidio que seremos – Por Diego Aretz
Por Diego Aretz *
Desde el 2016 hasta la fecha han sido asesinados más de 777 líderes sociales y defensores de derechos humanos, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, Indepaz.
Esta es hoy la tragedia más sonada en el país. Y no solo nos debe conmover como sociedad y como comunidad, también debe invitarnos a pensar profundamente en el odio, la intolerancia y la violencia, elementos que atraviesan nuestra historia y nuestras guerras.
Es necesario que Colombia mire con madurez su conflicto: recordar el genocidio de la Unión Patriótica que significó el asesinato sistemático de cinco mil personas, exterminio cuya responsabilidad fue reconocida por el Estado en 2016 y que hoy se está repitiendo. Tenemos que dar la discusión hasta llegar al fondo.
Las causas de estos asesinatos son complejas y es claro que son muchos actores los que intervienen en los mismos. Podría decir que una de las principales razones es el abandono estatal en las regiones que eran ocupadas por la antes organización guerrillera, pero no sería exacto; el Estado nunca ha llegado a ellas. Estos territorios son zonas inhóspitas para ese gobierno central que aún hoy no entiende cómo funcionan; las FARC era el único Estado en lugares donde el Estado no estaba.
La bonanza del narcotráfico, alimento de la guerra, es también un argumento de peso en la muerte de los líderes sociales, así como las disputas territoriales, la incapacidad de una reforma rural integral y la desigualdad que lleva a la fácil formación de bandas criminales. La nueva geografía del conflicto está llena de nuevos nombres y viejas maneras de hacer la guerra. Los líderes son asesinados impunemente y el gobierno no sabe qué hacer… el país tampoco.
La gran dialéctica social de los que queremos un cambio ha sido hasta ahora denunciar la violencia, rechazar la guerra y visibilizar a los líderes sociales. Pero todos los esfuerzos son insuficientes: ellos son asesinados en sus casas y nuestros profesores en sus salones de clase; además, una parte de la población civil se ha visto nuevamente desplazada de sus hogares. Le estamos mostrando a nuestros hijos la misma sociedad que nos mostraron nuestros padres. A mí me tocó la década de los noventa; nací en el año en que César Gaviria derrotó a Pablo Escobar; el miedo, la zozobra y la violencia marcaron mi generación.
Estamos viviendo un genocidio y no tenemos el coraje de decirlo, de afrontarlo y de rechazarlo colectivamente. Hay empresarios, sectores sociales diversos, académicos y medios de comunicación genuinamente comprometidos con este cambio, pero no basta. Los consensos son difíciles, el reto de una narrativa que nos una ha sido un sueño casi imposible. Los centros y las izquierdas están sumidos hoy en lo que considero discusiones técnicas y mezquinas frente a la magnitud del problema social que vivimos. Y es por la banalización de la vida, por la instrumentalización de los problemas sociales, por la carencia de una sencilla empatía, una empatía que encuentro con facilidad en las poblaciones y en las relaciones de la mayoría de colombianos.
Los líderes son asesinados porque defienden la vida, los derechos humanos y el Estado de Derecho. Básicamente los matan por intentar hacer lo que el Estado no ha podido. La prensa internacional ya lo ha reportado y el mundo lo está notando; creo que debemos hacer un llamado general para que el mundo ponga los ojos en Colombia, a las cortes internacionales, a la sensibilidad universal. Si es verdad lo que dice el presidente, que no tenemos manera de proteger a nuestros líderes, es urgente invitar a la comunidad en todo el orbe a que nos ayude y a que intervenga en esta emergencia.
En otras columnas le he pedido al presidente Duque que escuche, interprete y entienda la oportunidad que tiene. No desistiré en decirle hasta el último día de su mandato que podría promover ese pacto social por la vida; quizás no gane a sus opositores, pero sí ayude a cambiar la historia.
La vida hoy debe ser un pacto social que firmemos todos para siempre.
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