El feminismo liberal en su laberinto – Por Soledad Stoessel

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Ecuador es el ejemplo cabal de la deriva autoritaria del neoliberalismo. Desde fines de 2017, el país andino atraviesa el mayor despojo de condiciones mínimas para garantizar la reproducción de la vida y la convivencia democrática. Hasta el momento, arroja cifras y experiencias más que espeluznantes.

El gobierno de Lenín Moreno, sin poseer nada excepto una vocación destructiva de la única identidad política estable, que otorgó una superficie de inscripción e inclusión social como es el correísmo, imprimió un giro de 180 grados tanto en el modelo de construcción política como de bienestar social de la última década. Casi tres años de implantación de políticas de ajuste estructural (desfinanciamiento de salud, educación, proyectos de prevención de la violencia de género, impuestos regresivos, condonación de deudas a las grandes fortunas, intentos de privatizaciones de empresas públicas) configuraron una sociedad en la que el 46% de trabajadoras y trabajadores son informales (casi 10 puntos más que hace 7 años), un 60% de las y los trabajadores no tienen cobertura médica ni seguridad social, un 11% de trabajo es no remunerado, frente a un 6% en 2014 (el 90% es realizado por mujeres), y en la que el 25% de la población se encuentra bajo la línea de pobreza. Entre 2018 y 2019, las tasas de desempleo más altas se ubicaron en las mujeres jóvenes (18 a 29 años), las mujeres afrodescendientes (12%) y las mujeres en la capital del país (10%).

Este escenario no deja dudas acerca de cómo la implantación neoliberal, no consensuada ni votada en las urnas, no solo atenta contra los principios básicos de la reproducción social, sino, especialmente, la vida de las mujeres. Su deriva autoritaria a través de una política represiva frente a cualquier expresión de malestar social (detenciones arbitrarias; criminalización de la protesta; persecución política de opositores; ataque a mujeres y niños organizadas en redes de solidaridad) no ha hecho más que reforzar la exclusión y las múltiples desigualdades.

Octubre 2019 fue la expresión sintomática de este retroceso. Las jornadas de resistencia popular que se desataron aquel mes evidenciaron la continua precarización de la vida cotidiana. También mostró cómo la violencia institucional conducida por una ministra que encarna el prototipo de masculinidad opresora -y que desde algunos espacios llamados feministas defienden por ser una mujer quien ocupa dicho espacio de toma de decisión-, luce su más descarnada cara cuando se trata de defender los intereses de unas minorías rentistas y tránsfugas.

Pero no todo fue decepción. Al mismo tiempo los días de resistencia ante la bestia neoliberal mostraron cómo frente a escenarios desoladores y opresores, la lucha y la organización están a la orden del día. Centros de acopio liderados por mujeres indígenas, mestizas, estudiantes, campesinas; muestras de sororidad en las calles frente a semejante brutalidad policial; movilizaciones de mujeres con la consigna “No más muertes”. Octubre despertó, casi como una petición de principios, la resistencia popular. Esta resistencia, además, comenzó a des-embarrar al feminismo del fangal al que el neoliberalismo lo había sumido.

Varias intelectuales advierten desde hace tiempo sobre las derivas perversas de cierto feminismo. Desde Nancy Fraser y Hester Eisenstein, hasta feministas latinoamericanas como Verónica Gago, han observado cómo buena parte de las luchas de las mujeres de los años noventa terminaron por catapultar una “política de la diferencia” afín a los objetivos del neoliberalismo. En escenarios de avanzada neoliberal, las demandas de las mujeres de sectores populares y clases medias por su inclusión en el mercado laboral, las de aquellas de clases medio-altas para quebrar el llamado techo de cristal, las reivindicaciones por reconocimiento político (cuotas legislativas), se han orientado a insertar a las mujeres en el sistema dominación al que también están sometidos los hombres. Desde entonces, ya no solo serían éstos los explotados, sino que se sumarían las mujeres, doblemente explotadas por su trabajo fuera de casa y en ella.

El neoliberalismo, la máquina de hacer de todas y todos sujetos fatigados, vejados y derrotados logró incluso que las mujeres resignificaran el sentido de su emancipación envolviéndolas en nuevas dinámicas de opresión y dominación. El reclamo de autonomía terminó por encorsetar nuevamente a las mujeres al plano doméstico al hacerlas responsables por la gestión de los recursos brindados por un Estado asistencialista (políticas de transferencias monetarias para mujeres madres); el sentido de la igualdad se tradujo en la posibilidad de que las mujeres sean sujetos de consumo y de crédito; el de participación, en la capacidad de ciertas mujeres de convertirse en advisors de ONG para la implementación de políticas focalizadas.

Estas prácticas sociales -reconocimiento de identidad y de integración al mercado- que actúan funcionalmente al neoliberalismo pero también como formas de resistencia, han sido recuperadas por un feminismo de tipo liberal que invisibilizó las desigualdades persistentes y crecientes, generadas por un sistema que para funcionar se debe integrar socialmente a través del consumo y acentuar las diferencias en una clave individualista -el mal llamado neoliberalismo progresista-. Cuando ya no le es posible hacerlo, acude al disciplinamiento social y la fuerza sin más. Octubre fue la representación más clara.

Así como la noción de neoliberalismo progresista luce contradictoria, hablar de un feminismo capaz de maridar positivamente con modelos neoliberales luce aún más paradójico. El neoliberalismo por antonomasia atenta contra el trabajo reproductivo de las y los sujetos: recorte de ayudas sociales, de gasto en salud y educación, retiro del Estado de funciones dirigidas a sostener el circuito de la reproducción. Así, tal como brillantemente repara Silvia Federici, arremeter contra la reproducción más básica de la vida es hacerlo contra las mujeres, mayoritariamente a cargo de dicho ámbito.

El octubre ecuatoriano mostró que el gesto de reconocimiento particularista (el “diálogo nacional”) no alcanzó para contener a los sujetos populares. Ser reconocidas y reconocidos a través de un corporativismo sectorial significó al mismo tiempo profundizar las desigualdades y la exclusión del sistema de esas/esos reconocidos. Sin embargo, bajo el manto ético de “respetar las diferencias y promover la diversidad” y, por tanto, distintos tipos de activismos, ciertas posturas pretendidamente feministas, terminan por atascarse en el pantano neoliberal y sus dispositivos patriarcales.

Por supuesto que no se trata de identificar el feminismo verdadero del “impostado”. Pero no es posible desconocer que el feminismo no puede ser, sino, popular y antineoliberal. Puede haber -y es saludable para la crítica emancipadora que así sea- diversas expresiones y formas del feminismo, pero ninguna de ellas puede comprometerse con el neoliberalismo y esperar algún tipo de conquista social radical. El feminismo crítico antiliberal es una experiencia que ofrece una clave de lectura y praxis política para comprender las múltiples opresiones y volver inteligibles la proximidad que diversas luchas, incluso aquellas que parecen antagónicas, revisten.

La opresión obrera se conecta con la opresión femenina, ésta se vincula al mismo tiempo con la subyugación de los pueblos originarios por parte de entramados neocoloniales. La subalternidad indígena encuentra puntos de conexión con la exclusión de los migrantes y esta con la dominación de las trabajadoras domésticas por parte de las mujeres blanco-burguesas. La marca de fuego de estas resistencias es, precisamente, su experiencia como sujetos subalternos. La huelga de mujeres es la expresión más cabal de dicha transversalidad: viene a visibilizar que la explotación no solo proviene del capital sobre el/la trabajadora asalariado/a, sino de aquel sobre todas las categorías sociales que molestan al sistema y que -en potencia o en acto- son trabajadores/as. Lo feminista-devenido-popular y lo popular-devenido-feminista, y esto traducido en políticas de Estado en una perspectiva republicana y plebeya, parecen ser la alternativa en tiempos de contraofensiva autoritaria y neoliberal.

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