La presencia de la Unión de Universidades de América Latina y el Caribe en la vida universitaria
Por Salomón Lerner Febres, rector emérito de la Pontificia Universidad Católica del Perú
Cuando fue fundada la Unión de Universidades de América Latina y el Caribe (UDUAL), en el año 1949, América Latina atravesaba un período de acelerados cambios en múltiples dimensiones. Después de varias décadas de una relativa estabilidad política –aunque bajo el predominio de sistemas residualmente oligárquicos– América Latina estaba por ingresar a la fase de revoluciones y golpes de Estado militares que la caracterizarían en el último tercio del siglo XX. Desde el punto de vista de su organización territorial, la región se transformaba paulatinamente de urbana en rural. Eso tenía como correlato, en el ámbito productivo, una creciente industrialización y el retroceso de la economía agropecuaria como componente principal de la riqueza. En el aspecto socioeconómico se daba una expansión sostenida de la clase media. La suma de todo ello significaba, naturalmente, una intensificación de la demanda social por acceder a la educación escolar y superior y, por consiguiente, una expansión del sistema educativo, incluyendo el crecimiento y la multiplicación de las universidades.
Esa expansión obliga a preguntarse, naturalmente, y en retrospectiva, si la universidad latinoamericana estaba preparada para ello. Desde un punto de vista democrático y de estricta justicia, el mayor acceso de la población, a la educación superior, era una meta incontrovertible. Pero también era razonable preguntarse si ese significativo cambio podía ser realizado sin desmedro de la calidad de la educación y, en un sentido más amplio, de cierto debilitamiento de la identidad universitaria. Varios de los cambios que atravesó la universidad en las décadas siguientes, tales como la masificación, la burocratización, la pérdida de calidad, además de cierta radicalización política partidaria, mostraron la pertinencia de esas preguntas. Esas transformaciones, así como las respuestas parciales que la universidad latinoamericana ha podido brindar desde entonces, hacen visible, también, la relevancia que la UDUAL ha tenido para la educación superior en la región, así como la vigencia de su misión.
Si hubiera que resumir en pocas líneas la trayectoria de la UDUAL y su misión todavía vigente, cabría decir que ellas consisten en un permanente recordatorio y reactualización de la esencia del ser universitario. Su presencia, así, en el mundo universitario regional, ha consistido en defender una cierta identidad, lo que se podría llamar un ethos, pero no como una forma de cerrar los ojos a los profundos cambios sociales de la región y del mundo, sino como una forma de acompañarlos, de sumarse a ellos, pero desde una perspectiva lúcida y crítica, es decir, desde el conocimiento y la reflexión ética.
Así pues, en las siguientes páginas voy a explorar brevemente, desde una óptica conceptual, esta forma en que la UDUAL ha estado presente en la realidad universitaria de América Latina.
Para abordar esta materia resulta útil recordar las circunstancias que acompañaron el nacimiento de la UDUAL: por aquellos años, la humanidad se sobreponía a una de las mayores catástrofes de su historia. La Segunda Guerra Mundial, con sus millones de víctimas y su secuela de dolor no sólo había redibujado el mapa político del mundo, sino que también abrió severas interrogantes acerca del destino del hombre y de la modernidad. Hablamos de una modernidad que, radicalizando la razón, prometía el dominio no cuestionado de la verdad a fin de liberarnos de la servidumbre del mito y la barbarie. Sabemos bien cómo ello fue, en gran medida, ilusión. El desengaño nos impulsó a echar una nueva mirada a los fragmentos escondidos de la historia para descubrir que en ella habitaba una rica polifonía que había permanecido desatendida. En tal contexto, América Latina, renuente a una racionalidad uniforme y expansiva, e inquietada por un rejuvenecido ímpetu de libertad, emprendió una vez más la búsqueda de sí misma y de su tradición, y así reconoció con entereza sus dramas, a la vez que reanimó viejas esperanzas.
La Unión de Universidades de América Latina y el Caribe se proclamó entonces, y lo hace también ahora, fruto genuino de una realidad social, política y cultural, cuyo signo predominante es el principio de pluralismo y de diversidad. Y, al mismo tiempo que volvía la mirada sobre la realidad que la albergaba, retornaba hacia las venerables raíces de la institución universitaria que, precisamente, ya en la Europa medieval, reunía a distintas identidades culturales en torno a la vocación de conferir sustento al saber universal. Setenta años después de haber emprendido juntos la integración por el camino del conocimiento, es posible constatar que este imperativo de diversidad −que lleva a la mutua comprensión− ha sido reconocido como tarea urgente en otras dimensiones de la vida de nuestros países. El avance en las últimas décadas en el mundo del derecho internacional y en el de las relaciones internacionales, de las perspectivas multiculturalistas y del respeto a la diversidad de género, por ejemplo, son confirmaciones y ratificaciones de principios que ya la universidad latinoamericana había enarbolado desde mediados del siglo XX.
Por otro lado, esa opción de mirar el mundo en su amplia diversidad preparaba también a América Latina para encontrarse de manera creativa con cierta tendencia a la internacionalización que, en cierto momento, recibió el nombre de globalización. Acaso porque es propio de la universidad interrogarse sobre las perspectivas de la comunidad humana, presentíamos hace ya siete décadas el advenimiento de la llamada cultura global. Pero en ese entonces la concebíamos como una oportunidad de convergencia espiritual y no sólo como adopción de nuevos criterios económicos, abolición de distancias geográficas o avances en el terreno de la informática, procesos éstos que, bien observados, son apenas medios, y por sí mismos incapaces de crear un mundo solidario y humanamente comunicado.
Resulta pertinente preguntarnos si en verdad nos hemos acercado al ideal de una sociedad universal. Es claro para quien mira con agudeza que aquellos fenómenos que hoy se presentan superficialmente como la suma y cifra de la cultura global corren el riesgo de tan sólo asegurar la afirmación de individuos y no de personas, permitiendo desarrollar un lenguaje preciso más, con frecuencia, carente de reflexión y de pasión.
Sabemos bien, por ejemplo, que al igual que la econometría más sofisticada no garantiza el bienestar, la informática, por sí misma, no gesta comunicación verdadera, pues necesita ella, como toda técnica, de la palabra humana para hacerse de sentido y lograr contenido; para trascender la inflexible sintaxis del algoritmo; para hablarnos del poder de la razón, pero nutrida por los afectos; para ayudarnos a discernir las inclinaciones de nuestra voluntad; para resolver a través de la imagen, en un único cuadro la riqueza y la singularidad del mundo; para, al fin, vincularnos en relaciones de auténtica fraternidad.
Hoy como ayer comprendemos que si hay una esperanza que se insinúa en la realidad siempre incompleta, ello sucede porque la ciencia no sólo es posible sino necesaria. Pero al decir esto tenemos como imagen una ciencia íntegra, verdadera, liberadora; aquella que se hace cargo de la compleja realidad del mundo, y que se despliega sobre la integridad de las cosas naturales y humanas. No el simple quehacer rutinario, reducido a la pobre categoría de moneda que circula en el mercado y que se nos quiere ofrecer hoy como la única opción para ajustarnos al presente. Y si consintiéramos en adoptar esta noción estrecha de la ciencia, ello significaría una renuncia a la creación de sentido que es el alma de la vida académica; este es el dilema que hoy toca de modo acuciante y crítico a la universidad.
En efecto vivimos momentos de crisis, entendida ésta como demanda de discernimiento. No podemos desconocer las presiones de la racionalidad económica que amenazan con subordinar la producción y la difusión del saber, esa racionalidad que confina a la Universidad a la tarea utilitaria de formar únicamente los profesionales que el sistema productivo necesita. Frente a ello, la UDUAL ha convocado siempre a la universidad latinoamericana a reafirmarse en su identidad y en su naturaleza en tanto centros de conocimiento y de reflexión, y, por lo tanto, a rechazar esa visión unidimensional que reduce a la persona a una condición de objeto, la desenraíza del mundo de la vida y la convierte en elemento de una maquinaria que debe rendir su tributo a la producción. La universidad, por el contrario, se concibe a sí misma como una comunidad crítica en la que las inteligencias se congregan para repensar y recrear la realidad, para ejercer con fundamento la crítica y para así abrir cauces nuevos y más ricos por los que transcurra el conocimiento y la cultura. Nosotros no aceptamos que la universidad latinoamericana se convierta en eco pasivo de posturas ideológicas que debilitan los fundamentos de la ciencia y los genuinos valores humanísticos. No lo hacemos porque la universidad es reflexión en comunidad, porque ella tiene como norte la universalización de las conciencias y la preservación de la unidad del saber, porque valora y asume una tradición propia y universal que no es tesoro petrificado, sino historia, vivencia y proyecto.
Así planteada su misión, la UDUAL ha trabajado a lo largo de su existencia institucional para asegurar que la universidad latinoamericana subsista como un espacio de formación integral para los hombres y mujeres que habrán de liderar el futuro, que se reafirme como escuela de ciudadanía y democracia, que otorgue sentido a la ciencia y a sus prolongaciones tecnológicas inscribiéndolas en un horizonte ético, que defienda el valor de la libertad como medio vital para la subsistencia de la crítica y del quehacer académico, que impulse el crecimiento de los pueblos a través de los inagotables fuentes de la creación estética y la cultura, que integre la especialización dentro del amplio ámbito de la ciencia, entendida ella como sapiencia.
Nos toca, en suma, mantener viva la correspondencia entre el pensamiento y el quehacer humanos para continuar, desde nuestro ámbito propio, madurando los frutos que habremos de recoger y compartir con América Latina. Entonces, y sólo entonces, podremos responder afirmativamente a la cuestión así planteada por Octavio Paz, quien nos invitaba a preguntarnos si “alcanzaremos al fin la verdadera modernidad, que no es únicamente democracia política, prosperidad económica y justicia social, sino reconciliación con nuestra tradición y nosotros mismos”.
Una modernización ambivalente
Todos estos propósitos y esfuerzos desplegadas por la UDUAL se nos aparecen, hoy, como una ruta natural y previsible, pero ello es porque, en una mirada retrospectiva, vemos confirmada la validez de los principios que en ese entonces enarbolamos. Sin embargo, para una adecuada apreciación de la trayectoria de la UDUAL es justo situarse en el momento de su surgimiento y percibir, así, en qué medida nuestras metas se presentaban, en realidad, como auténticos retos y desafíos. Ello es perceptible si tomamos en cuenta el carácter de la modernización que por ese entonces se estaba iniciando en América Latina.
En efecto, el año 1949, cuando nace la UDUAL, podría ser visto como el paso a una década, la de 1950, en la cual las sociedades de América Latina se embarcarían con decisión en un derrotero particular: el que los científicos sociales suelen denominar “modernización” y que, desde cierta postura crítica frente al mismo, se suele nombrar como “desarrollismo”. Podría afirmarse sin temor a incurrir en inexactitudes muy gruesas, que la segunda mitad del siglo XX latinoamericano estuvo, en efecto, marcada por una fuerte tendencia transformadora. En el curso de pocas décadas muchas de las sociedades latinoamericanas pasaron de ser fundamentalmente rurales, en cuanto a su constitución territorial y cultural, a ser principalmente urbanas. Esos cambios estuvieron aparejados por modificaciones fundamentales en cuanto a la composición de nuestras economías. El componente agrícola y pecuario, y la producción artesanal, retrocedieron paulatinamente en la representación global de nuestra producción material de riquezas, mientras que la manufactura industrial empezó a adquirir una importancia que no había tenido antes. En suma, el paisaje de nuestras diversas sociedades nacionales cambió −y lo hizo velozmente− generando la sensación de un insólito aceleramiento del tiempo y de la historia.
Ahora bien, hay que advertir en esta tendencia transformadora diversas fuentes y disímiles motivaciones. En gran medida, como ocurría en otras partes del mundo, esos cambios fueron expresión de una voluntad política estatal que en ocasiones adquirió ribetes de autoritarismo o se manifestó bajo la forma política del populismo. Estados y gobiernos necesitados de construir una nueva forma de legitimidad, acudieron a las promesas del desarrollo material −es decir, del crecimiento, de la industrialización, de la creación de puestos de trabajo obrero− como una forma de conquistar el entusiasmo de sus respectivas sociedades y de constituir franjas de apoyo político entre una población en movimiento que ya desbordaba los cauces de la organización social tradicional, aquella heredada de los orígenes oligárquicos de nuestros Estados independientes.
Pero haríamos mal en decir que la tendencia “desarrollista y modernizadora” que se acentuó desde la década de 1950 en adelante fue solamente la imposición del vértice político oficial de la sociedad. Lo cierto es que ella fue también, como lo he advertido, la manifestación de una sociedad dinámica, inconforme ya con ese rígido orden jerárquico legado por la colonia y no reformado por nuestras nacientes repúblicas en el siglo XIX. Aspiraciones de progreso, deseos de igualdad, demandas de reconocimiento no satisfechas se entrelazaron así para dar nacimiento a un poderoso movimiento masivo no coordinado, sino espontáneamente gestado, por el cual los excluidos y los subordinados de América Latina se embarcaron en aquello que algunos politólogos han denominado una “construcción de la ciudadanía desde abajo”.
Probablemente no sea necesario recordar que ese proceso de modernización no solamente material sino también, y fundamentalmente, social y cultural, involucró de muy diversas formas a la universidad. Así como no es posible entender el nacimiento de América Latina a la vida independiente sin tomar en cuenta la contribución intelectual de sus universidades, tampoco sería posible hablar del impulso modernizador sin considerar en qué medida fue alimentado por los centros de estudios superiores de la región y de qué modo, también, ese mismo movimiento impuso profundos cambios en la propia vida universitaria. En efecto, por un lado fueron las elites intelectuales quienes llamaron la atención sobre la caducidad del viejo orden latinoamericano, ese orden sostenido sobre rígidas e inaceptables jerarquías sociales y sobre aparatos productivos anquilosados, burocracias y cuerpos administrativos hereditarios y, desde luego, sobre una minúscula profesionalización de las actividades sociales; fueran éstas del mundo de las humanidades o de los ámbitos de la ciencia y de la técnica. Fueron las universidades quienes se encargaron de dar forma y expresión orgánica a los nuevos tiempos que se presentaban como un mandato de reforma integral para América Latina y fue de ellas de donde salieron, en medida no desdeñable, las propuestas y programas, los proyectos y derroteros que el Estado y la sociedad asumirían para emprender esa enorme transformación.
Ahora bien, si la universidad latinoamericana fue un agente protagónico de esa aspiración regional de modernidad, hay que decir, también, que, al mismo tiempo, y en grado no desdeñable, fue una suerte de víctima de la forma particular −una forma imprevista, trunca, imperfecta en todo caso− que adoptó esa aspiración. Desde luego, modernizar, urbanizar y democratizar debían significar también, y en primer lugar, abrir las oportunidades de educación a amplios contingentes de población que hasta ese momento se hallaban excluidos de ella. Eso se expresó, en lo que nos concierne, en una progresión geométrica del acceso a las universidades, apertura que desde todo punto de vista político y moral es inobjetable y plausible, pero que, al no haber sido el resultado de una planificación cuidadosa, dio lugar a desajustes y desbordes que terminarían por expresarse, en ciertos países, en una crisis crónica de la universidad: una crisis financiera y material, pero también, a largo plazo, una situación vacilante respecto de su propio lugar en la sociedad, es decir, de su misión y de sus funciones como centros de reflexión y de creación de conocimientos y, en esa virtud, como voz y conciencia de sus respectivas naciones.
Si señalo esto último, es decir, la forma paradójica e inesperada en que el impulso modernista afectó a la institución universitaria de nuestra región, es porque ello resulta emblemático de lo sucedido en general en las últimas seis décadas en la vida de nuestros países, un lapso coincidente con el de la existencia de la UDUAL. Me refiero, desde luego, al hecho de que este último salto a la modernidad realizado por América Latina es un proceso lleno de luces y sombras, de conquistas deseables y largamente esperadas, de resultados perversos que todavía nos agobian, de progresos en materia de equidad al mismo tiempo que de nuevos fenómenos de exclusión y marginación. Ha sido, sobre todo, un trayecto en el cual el desencadenamiento de formidables fuerzas transformadoras e inclusivas, signo de una sociedad que se democratiza, ha tenido como efecto un desborde de nuestras instituciones, las cuales no supieron reformarse al mismo ritmo trepidante en que nuestras naciones cambiaban. Los frutos amargos de ello pueden haber sido los ciclos de violencia armada y de otros géneros sufridos en tantos países de América Latina; los cruentos autoritarismos y dictaduras “institucionales”; la inseguridad que campea en nuestras grandes urbes y la crisis en el orden de la vida política, crisis que podría entenderse, en última instancia, como una carencia de dirección efectiva y legítima para las comunidades nacionales latinoamericanas. De más está decir, en este punto, que el muy mencionado y discutido fenómeno de la globalización no constituye, en este orden de reflexiones, un capítulo aparte. Un momento histórico enteramente distinguible de lo que acabo de evocar tan escuetamente.
Como sostuvo el sociólogo británico Anthony Giddens: si la globalización es mejor entendida como una exacerbación de las tendencias ya anunciadas en la modernidad clásica, es claro que la ambivalente modernización de América Latina no podría haber generado otro resultado que un ambivalente diálogo de nuestros países con la nueva realidad global. Me refiero, desde luego, a esa forma todavía indefinida en la que las sociedades latinoamericanas se acercan al mundo global, al mismo tiempo, con espíritu afirmativo y pragmático y con reflejos simplemente imitativos; con arrobo y con desconfianza; con entusiasmo acrítico y con amagos de un protagonismo original.
Así pues, los últimos sesenta años de nuestra vida regional han sido años de crecimiento, de inquietud, de búsqueda incesante, de exaltación, pero también de zozobra. No olvidemos que la acepción más válida de la palabra crisis es aquella que la asocia con la idea de cambio. Pero en este caso se trata de una experiencia colectiva de cambio que, a pesar de todas las transformaciones deseables que ha traído consigo, no consigue adoptar una dirección clara y constructiva, sino que, por el contrario, genera intermitentemente una sensación a veces vaga, otras muy concreta y perentoria de malestar o, cuando menos, de incertidumbre.
La manera como abordemos esta época de cambios será indicativa del grado de maduración histórica de nuestra región. La noción de maduración o madurez puede ser entendida como la consolidación de una identidad propia, autónoma y afirmativa, una identidad que nos permite mirarnos desde el mundo circundante para entablar con él una relación de diálogo y mutua alimentación: esto es, de intercambio de nuestros contenidos de conciencia (contenidos propios y autorreconocidos) con aquellas señales y promesas, demandas y desafíos que nos ofrece la realidad que nos rodea. No es madura una persona, ni lo es una sociedad, cuando se limita a seguir los caminos que otros le trazan sin su concurso activo y cuando se deja conducir erráticamente: sea por un sentido de fatalidad; sea por una asunción sumisa de autoridades y modelos no examinados; sea por una renuencia a hacerse cargo racionalmente de sus pretensiones, es decir, a la negativa para traducir sus deseos en proyectos. Pero tampoco es madura aquella sociedad, ni aquella persona, que por un prurito equivocado de autonomía o de soberanía se deja caer, más bien, en el autismo o en la pura negatividad y así se cierra a todo diálogo crítico con el mundo exterior. Ese camino, el de la resistencia infantil o senil para escuchar al otro, a abrirnos a lo que nos interpela y desasosiega; es el que nos lleva a extraviarnos en esos “laberintos de la soledad” que el poeta Octavio Paz describió en su momento, en una brillante intuición que nos habla de los complejos compromisos que entraña la constitución de nuestras identidades personales y colectivas.
La vigencia de nuestra misión
América Latina enfrenta, pues, en cuanto comunidad regional, una tarea grande y por cierto difícil: la de conferir sentido organizado y legítimo a una experiencia colectiva ya vivida al menos durante seis décadas. En teoría, resulta mucho más difícil imprimir sentido a una experiencia histórica que ya está en marcha que proponer una dirección y unos fines claros y bien delimitados a un proyecto en el que recién nos disponemos a embarcarnos. Pero tal vez lo segundo pertenezca más al ámbito de la ilusión utópica que al de la realidad concreta de las colectividades humanas.
La historia nunca se ha desarrollado siguiendo un guion prescrito, claro y diáfano. Peor aún: las veces en que se ha querido actuar la historia siguiendo un libreto, cuidadosamente preparado, el resultado no ha sido otro que nefastos, sangrientos autoritarismos y totalitarismos como los experimentados el siglo pasado.
Así pues, es prudente afirmar que la ambivalente situación histórica de la región no representa, en absoluto, una anomalía de la que tengamos que lamentarnos con resignación; sí significa, en cambio, una clara obligación, una tarea inmensa y sobre todo impostergable: la de ejercer nuestros atributos reflexivos, razonantes e imaginativos; la de poner en práctica nuestra capacidad de diálogo y de creación de consensos para decirnos con claridad cómo deseamos que sea nuestro futuro, qué clase de relación queremos construir con el mundo globalizado y, por encima de todo ello, qué tipo de sociedades humanas aspiramos a construir cuando hablamos de desarrollo, de crecimiento, de estabilidad política, de integración y de paz. Todo esto remite, en suma, a la mayúscula tarea de conferir sentido a nuestra experiencia o, dicho de otro modo, de construir y hacer significante nuestra historicidad.
Las fuentes del sentido y la orientación colectiva son siempre variadas. Alguna vez se encontraron en el reino de las creencias religiosas organizadas, otras veces se las debió buscar en el ámbito de los liderazgos políticos. Pero en el mundo moderno del que hablamos, las iglesias, conservando su honda relevancia, no se dan abasto para crear y producir esos sentidos abarcadores que puedan congregar y otorgar dirección a sociedades plurales y en gran medida secularizadas. Y, debemos, de otro lado, reconocer que en América Latina la esfera institucional de la política se ha estrechado y debilitado hasta un punto en que ella ha dejado de ser surtidora de ideas motivadoras. La debilidad del discurso público en América Latina, expresada en el desapego de las multitudes hacia las formas clásicas de liderazgo y en la futilidad de los debates políticos en nuestros países, aparece como uno de los obstáculos más desafiantes entre los muchos que la región necesita superar en su camino a una relativa maduración histórica.
Lo dicho invita a reafirmar la incuestionable vigencia de la misión con la cual, hace siete décadas, los miembros de UDUAL decidieron congregarse como una unión de comunidades del saber: esto es, la misión de tender puentes entre nuestras universidades como una forma de prologar, motivar e impulsar una futura integración latinoamericana.
Ante las renovadas frustraciones de la política en América Latina, la tradicional responsabilidad de la universidad como creadora y diseminadora de sentidos para la experiencia colectiva no ha hecho sino crecer y reafirmarse. Pero el cumplimiento de esa responsabilidad requiere, por parte nuestra, la perseverancia en dos convicciones, las cuales se encuentran en el corazón de esta organización. La primera de ellas es, naturalmente, la necesidad de que los centros de estudios superiores sigan siendo fieles al espíritu con el cual la institución misma de la universidad nació. Un espíritu que, si bien no es de alejamiento del mundo en procura de una imposible e indeseable neutralidad, sí reclama la toma de cierta distancia, la necesaria para el ejercicio sereno del raciocinio. Son esa distancia y ese raciocinio, sumados a un irrenunciable compromiso social, los que permiten a los claustros entender la potencialidad de historia −es decir, el sentido posible, deseable y conquistable− que subyace a la aparente insignificancia de lo episódico, de lo cotidiano, de lo que es simple actualidad pasajera y sucesión fragmentaria. Es sólo mediante el cultivo de una ética del saber, presente en las necesidades prácticas que afrontamos día tras día, sea como individuos, sea como colectividades, que podrá ascender de categoría la organización de nuestra común humanidad para superar, de tal manera, el ámbito estricto de la necesidad y convertirse en idea y proyecto de nuestra inteligencia; decisión y acción de nuestra voluntad y, finalmente, en realización y conquista de nuestra identidad.
A la convicción presente y viva en la adhesión de la UDUAL en el quehacer universitario centrado en la valoración del conocimiento como atributo radicalmente humano, ha de añadirse, pues, la responsabilidad referida a la necesaria integración de los pueblos de América Latina. Y ello es decididamente así: esa integración es precisamente la idea central que anima a esta unión desde hace setenta años.
No es poco lo que hemos avanzado en esa dirección. Hoy, en la esfera de nuestra actividad, que es la de la creación de saberes y su diseminación de generación en generación, nuestros países se hallan cada vez más cercanos y ya podemos hablar, con seguridad, de la existencia de una comunidad regional del conocimiento de una red de entidades afines que, en virtud de su unión y de su comunicación, son más fuertes y más creativas que si se limitaran a permanecer en un aislamiento estéril.
Sin embargo, el ideal de la integración de América Latina todavía se encuentra lejano, y sigue oscilando entre el entusiasmo y el énfasis en el plano de los discursos y la desconfianza cuando se trata de hacer realidad los compromisos adquiridos. Esa integración, que no es fusión en una sola unidad, sino más bien comunicación efectiva y abierta entre naciones independientes y ciertamente diversas, es precisamente uno de los grandes sentidos que necesitamos imprimir a nuestra actual situación histórica.