Chile: nueva constitución, vieja economía – Por Rodrigo Karmy Bolton

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

El golpe está realizándose ante nuestros ojos[1]. Desde el primer día que asumió Piñera, antes del 18 de octubre, pero con el 18 de octubre como su acelerante. No se trata de un golpe al estilo de 1973 que transforma las coordenadas de un día para otro, acaba con un Presidente y bombardea el Palacio Presidencial con aviones de guerra, sino de uno que irrumpe silenciosamente, securitariamente, con asedio masivo de las fuerzas mediáticas y policiales. Se trata de un golpe procesual, pero eficaz cuyo objetivo es ingresar en la tercera etapa del capitalismo neoliberal y consolidar así el reino del 1% más rico del planeta que no sólo se dispone a profundizar la explotación de recursos de la tierra entera sino también el campo afectivo que si bien, para el capitalismo de principios del siglo XX no era un aspecto relevante de explotar, comenzó a serlo, de manera decisiva, para el capitalismo del siglo XXI[2].

Si la primera etapa fue definida por el golpe de Estado de 1973, la segunda por la democracia cupular-consensual del Pacto Oligárquico de 1988, la tercera implica un nivel máximo de capitalización de la vida que sólo puede imponerse a través de la fuerza, pero de modo reticular o, si se quiere, rizomático. En este contexto tiene sentido la afirmación del historiador Gabriel Salazar durante los primeros días de la revuelta, según la cual, por primera vez parecía que los militares no salían a masacrar al pueblo. Justamente, no lo han hecho como lo hacían habitualmente, bajo una lógica centrípeta que regía las lógicas del militarismo, sino en base a una regulación gubernamental cuya eficacia centrífuga opera a nivel de población.

Ambas lógicas se anudan juntas, pero en la actualidad la primera se subsume a la segunda, se altera en el nuevo horizonte securitario y policial que estructura al antiguo régimen disciplinar y militar. En este contexto, ciertas dosis de violencia son fundamentales: la cárcel, la tortura, la mutilación ocular o el asesinato individualizado, operan decisivamente al interior de la nueva lógica securitaria (reticular o rizomática) propia de la razón neoliberal y su activación de la mítica violencia sacrificial.

Al ser silencioso, gubernamental y de nivel capilar el golpe en curso aparece como si no lo fuera. Simula ser parte del juego democrático, se vende a sí mismo bajo el término normalidad mientras declara luchar contra un enemigo poderoso. Pero esta curiosa normalidad imbrica varios elementos: en primer lugar, la aprobación de leyes cada vez más represivas o, para ser más exactos, cada vez más “excepcionalistas” (como el proyecto de “infraestructura crítica” que posibilita sacar a militares sin declarar el estado de excepción constitucional); en segundo lugar, la consumación del proceso de uniformización de facto de los diferentes partidos políticos que, con independencia de sus intenciones, historias o “ideologías” (una palabra irónica a esta altura), no hacen más que aprobar dichas leyes articulándose, en la práctica, como un solo partido: el “partido neoliberal”; en tercer lugar, el desbande de las Fuerzas policiales que han derivado en verdaderas fuerzas paramilitares con escaso o nula vigilancia por parte del poder civil, sino además, con un conjunto de “ilegalismos” que le hacen perfectamente eficaz en su actuar; en cuarto lugar, medios de comunicación que funcionan produciendo el escenario de criminalización adecuado para justificar discursivamente esta curiosa normalidad contra el “enemigo poderoso” (febrero ha sido el mes de la crónica policial en los medios, como si lo único que ocurriera en el país fueran crímenes); en quinto lugar, el discurso intelectual que, siendo más restringido en su influencia, no deja de condicionar los marcos de guerra por los que se mira el conflicto que atraviesa al país convergiendo así con el relato de los medios de comunicación al sostener, una y otra vez, la idea de que el país está siendo asolado por una violencia “anómica” que parece haber surgido de la nada (cada uno da su explicación: desde la “generacional”, la de un estetizado “pueblo” dislocado de sus instituciones o de un neoliberal que, como sumo sacerdote nos profetiza que “lloraremos” neoliberalismo una vez fracasemos en la revolución socialista).

En virtud de la imbricación de estos elementos se constituye la maquinaria de poder con la que ha respondido el orden “ilegal” –de una “violencia que quiso ser legítima”, como decía el viejo Uribe- que fue “legalizado” constitucionalmente contra la asonada popular. Pero precisamente, esta asonada asume el escenario en el que se mueve el poder: su carácter reticular o rizomático hace que sea como una ráfaga que acampa en diversas intensidades sorprendiendo una y otra vez al poder. El poder no deja de preguntarse: ¿quiénes son? Y la respuesta es que son los cualquiera. No hay profesionalismo político en su acción y en ello reside su ventaja. Asimismo, el poder no deja de obsesionarse por la conducción: ¿quién lidera? (siempre sería más fácil que alguien liderara para cortar la cabeza del movimiento), pero la asonada es acéfala y, por tanto, incomprensible para aquellos que sólo entienden la política bajo el registro “pastoral” y sacrificial que guió la política moderna ofreciéndole una filosofía de la historia que, supuestamente, garantizaba el buen final de tantas penurias bajo la atenta mirada del “líder”.

Finalmente: el partido neoliberal trazó un circuito “constitucional” (no constituyente, según el léxico en uso) pensando que solamente se trata de cambiar esta gastada Constitución por otra que catalice al tercer ciclo neoliberal en curso. Pero precisamente se trata de poner en cuestión los “privilegios” que fueron apropiados a sangre y fuego, muy lejos del ideal del “emprendedor” que nuestra oligarquía parece fomentar exclusivamente para los que carecen de algún altisonante “apellido”. Como decía Diamela Eltit en otra columna publicada en este mismo medio, lo que está en juego aquí es la transformación o no del modelo económico.

La asonada popular se subleva, justamente, para impedir que el tercer ciclo neoliberal cumpla su fatal cometido. Por eso su apuesta es destituyente –derogante, revocatoria- y su acción enteramente rizomática. Esa es la única forma de enfrentar a la racionalidad neoliberal que opera centrífugamente para controlar (seguridad) y centrípetamente para acumular (libertad).

Pero la pregunta crucial es ¿qué hace una revuelta, en virtud de su carácter acéfalo y su irrupción an-árquica? La revuelta no es más que superficie, un oleaje que remueve el actual estado de cosas y que carece de cualquier “principio” o “fundamento”. En este sentido la revuelta pone en juego una política an-árquica (no “anarquista” como confunden los intelectuales del orden) en la que tiene lugar un nuevo uso de los cuerpos, un nuevo ritmo de los tiempos.

Ante todo, la revuelta no se proyecta instaurar un nuevo orden, sino más bien, destituye el orden vigente, privándole de legitimidad y mostrando a la luz del día su crueldad. Como la pregnante imagen del dueño de GASCO durante el verano del año 2019 expulsando a los veraneantes de su playa exponiendo su cuerpo desnudo y obeso, en el que el poder se exhibe, al mismo tiempo, exento de cualquier legitimidad por el gordo cuerpo que expone –en su propia perfomance–  la acumulación sin fin. No hay más autoridad (si acaso alguna vez la hubo) sino autoritarismo crudo en una violencia irrigada capilarmente por los intersticios de la vida social, policías desatados y miles de presos políticos de esta dictadura que habla el léxico de la democracia.

A diferencia de la dictadura de Pinochet que tenía un relato propiciado por la guerra fría, el gobierno de Piñera no lo tiene. Él es, en realidad, el último transitólogo, heraldo de la Constitución criminal enarbolada por Jaime Guzmán y reformada por la Concertación y sus 30 años de fábula.

Desde el año 2006 el orden político transicional y su articulación económica han sido directamente impugnadas: primero los estudiantes secundarios, luego los estudiantes universitarios (2011), después los oleajes feministas (2018) y, finalmente, todos juntos en una intensidad múltiple; intensidad destituyente que ha terminado por aniquilar cualquier esbozo de legitimidad del orden representado por la Constitución de 1980 y que, desde el 15 de noviembre del 2019, ha obligado al “partido neoliberal” a trazar la única posible vía para salir adelante: propiciar una nueva Constitución para mantener la estructura rentista de la vieja economía.

[1] Sigo el hilo de las conversaciones sostenidas con Willy Thayer y Sergio Villalobos-Ruminott

[2] https://www.newframe.com/thoughts-on-the-planetary-an-interview-with-achille-mbembe/?fbclid=IwAR3pcM1lbEfM6qISAxG-3Bov_VELpDv97xc6k-yrquL12NVfx7DZHnJDx40

El Desconcierto


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