La revuelta latina, la crisis americana y el desafío progresista – Por José Luís Fiori
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por José Luís Fiori(*)
Thomas Friedman, «Mike Pompeo: el último de la clase en integridad», New York Times, traducido por el FSP el 22/11/2019
Al principio se pensó que la derecha volvería a tomar la iniciativa y, si era necesario, pasaría por alto las fuerzas sociales que se rebelaron y sorprendieron al mundo durante el «Octubre Rojo» de América Latina. Y, de hecho, a principios de noviembre, el gobierno brasileño intentó revertir el avance izquierdista, tomando una posición agresiva y enfrentándose directamente al nuevo gobierno peronista en Argentina. Luego intervino, directa e incondicionalmente, en el proceso de derrocamiento del presidente boliviano Evo Morales, que acababa de ganar el 47% de los votos en las elecciones presidenciales de Bolivia. La Cancillería brasileña no sólo estimuló el movimiento cívico-religioso de la extrema derecha de Santa Cruz, sino que fue la primera en reconocer al nuevo gobierno instalado por el golpe cívico-militar, liderado por una senadora que había obtenido apenas el 4,5% de los votos en las últimas elecciones.
Al mismo tiempo, el gobierno brasileño intentó intervenir en la segunda vuelta de las elecciones uruguayas, dando su apoyo público al candidato conservador, Lacalle Pou -que lo rechazó inmediatamente- y recibiendo en Brasilia al líder de la extrema derecha uruguaya que había sido derrotado en la primera vuelta, pero que dio su apoyo a Lacalle Pou en la segunda. Aun así, cuando hacemos balance de lo ocurrido en noviembre, lo que vemos es que el mes anterior se había producido una expansión de la «ola roja» en América Latina.
En esa dirección, y en orden cronológico, lo primero que ocurrió fue la liberación del principal líder de la izquierda mundial, según Steve Bannon, el ex presidente Lula, quien se impuso a la resistencia de la derecha civil y militar del país, gracias a una enorme movilización de la opinión pública nacional e internacional. Luego vino el levantamiento popular e indígena de Bolivia, que interrumpió y revirtió el golpe de Estado de la derecha boliviana y brasileña, imponiendo al nuevo gobierno instalado la convocatoria de nuevas elecciones presidenciales con derecho a la participación de todos los partidos políticos, incluido el partido de Evo Morales.
Asimismo, el levantamiento popular chileno también obtuvo una gran victoria con el llamado del Congreso Nacional a una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Constitución para el país, enterrando definitivamente el modelo socioeconómico heredado de la dictadura del General Pinochet. Y aun así, la población rebelde aún no ha abandonado las calles y debe completar dos meses de movilización casi continua, con la progresiva ampliación de su «agenda de demandas» y la caída continua del prestigio del presidente Sebastián Piñera, que hoy se reduce al 4,6%. En este momento, la población sigue discutiendo en las plazas públicas, en cada barrio y provincia, las reglas convenientes del nuevo constituyente, presagiando una experiencia que podría resultar revolucionaria, de construcción de una constitución nacional y popular, a pesar de que todavía existen partidos y organizaciones sociales que siguen exigiendo un avance aún mayor del que ya se ha logrado.
En el caso de Ecuador, el país que se convirtió en el detonante de los levantamientos de octubre, el movimiento indígena y popular también obligó al gobierno de Lenin Moreno a retroceder en su programa de reformas y medidas impuestas por el FMI, y a aceptar una «mesa de negociación» que está discutiendo medidas y políticas alternativas junto con una amplia agenda de demandas plurinacionales, ecológicas y feministas.
Pero más allá de todo esto, lo más sorprendente sucedió en Colombia, el país que ha sido baluarte de la derecha latinoamericana durante muchos años y que hoy es el principal aliado de Estados Unidos, del presidente Donald Trump, y del Brasil del capitán Bolsonaro, en su proyecto conjunto de derrocar al gobierno venezolano y eliminar sus aliados «bolivarianos». Después de la victoria electoral de la izquierda, y de la oposición en general, en varias ciudades importantes de Colombia, en las elecciones de octubre, la convocatoria a una huelga general en todo el país, el 21 de noviembre, desató una ola nacional de movilizaciones y protestas que continúan en contra de las políticas y reformas neoliberales del presidente Iván Duque, cada vez más presionado y desacreditado.
La agenda propuesta por los movimientos populares varía en cada uno de estos países, pero todos tienen una cosa en común: el rechazo de las políticas y reformas neoliberales, y su intolerancia radical hacia sus dramáticas consecuencias sociales -que ya han sido experimentadas varias veces a lo largo de la historia de América Latina- y que han acabado por derribar el mismo «modelo ideal» chileno. Frente a esta oposición casi unánime, dos cosas llaman la atención de los observadores: la primera es la parálisis o impotencia de las élites liberales y conservadoras del continente, que parecen acorraladas y sin nuevas ideas o propuestas, aparte de la reiteración de su vieja cantinela de austeridad fiscal y la milagrosa defensa de las privatizaciones que han fracasado por todos lados; y la segunda es la relativa ausencia o distanciamiento de Estados Unidos del avance de la «rebelión latina». Porque incluso cuando participaron en el golpe boliviano, lo hicieron con un equipo de tercer nivel del Departamento de Estado, y no contaron con el entusiasmo que el mismo departamento dedicó, por ejemplo, a su «operación Bolsonaro» en Brasil. Al mismo tiempo, este distanciamiento norteamericano ha dado mayor visibilidad al amateurismo y a la incompetencia de la nueva política exterior de Brasil, liderada por su canciller bíblico.
Para entender mejor este «déficit de atención» estadounidense, es importante observar algunos acontecimientos internacionales y los eventos de los últimos dos meses, que están en pleno apogeo. Es obvio que no necesariamente existe una relación causal entre estos acontecimientos, pero ciertamente existe una gran «afinidad electiva» entre lo que está sucediendo en América Latina y la intensificación de la lucha interna dentro del establishment norteamericano, que alcanzó un nuevo nivel con la apertura del proceso de impeachment contra el presidente Donald Trump, que involucra directamente su política exterior. Y todo indica que esta lucha pasó a otro nivel de violencia después de que Trump despidiera a John Bolton, su Asesor de Seguridad Nacional. Este despido parece haber provocado una convergencia inusual entre el ala más belicosa del Partido Republicano y el estado profundo estadounidense y un grupo significativo de congresistas del Partido Demócrata que fue responsable de la decisión de juzgar al Presidente Trump.
Es muy poco probable que se produzca el juicio político, pero su proceso debería convertirse en un campo de batalla político y electoral hasta las elecciones presidenciales de 2020. Además, con la salida de Bolton y la inmediata convocación para testificar al Secretario de Estado, Mike Pompeo, se ha desmantelado el dúo extremadamente agresivo que, junto con el Vicepresidente Mike Pence, ha sido responsable de la radicalización religiosa de la política exterior estadounidense en los últimos dos años. Con esto, también se rompió la línea de mando de la extrema derecha latinoamericana, y quizás fue esto lo que expuso a sus operadores brasileños en Curitiba y Porto Alegre, en el momento en que fueron desenmascarados por el sitio The Intercept, además de dejar sin la adecuada protección al estúpido alumno que ayudaron a instalar en las relaciones exteriores brasileñas. No debemos olvidar que Mike Pompeo desempeñó un papel decisivo en el «lío diplomático» de Ucrania que dio lugar al proceso de impeachment. Por eso, todo lo que el jefe del Departamento de Estado diga o amenace hoy tiene una credibilidad y eficacia que será cada vez menor, al menos hasta noviembre de 2020.
Pero vale tener en cuenta que este no fue el único error, ni es la única razón de la lucha que divide a la elite norteamericana en la intensificación de su disputa interna. Por el contrario, la causa más importante de esta división es el fracaso de la política norteamericana de contención de China y Rusia, que no está logrando detener o frenar la expansión mundial de China, y el acelerado avance tecnológico-militar de Rusia. Dos fuerzas expansivas que ya han aterrizado en América Latina, modificando los términos y la eficacia de la famosa Doctrina Monroe, formulada en 1822. Esto se puede verificar recientemente en la posición rusa frente a la crisis boliviana, y especialmente con la ayuda china para «salvar» las dos últimas subastas, la «onerosa cesión» en la Cuenca de Campo y la «repartición» en la Cuenca de Santos, y para hacer viables -muy probablemente- las próximas privatizaciones anunciadas por el Ministro Paulo Guedes. Todo esto, a pesar y por encima de la bravuconería «judeocristiana» de su canciller.
No es necesario repetir que no hay una sola causa, o alguna causa necesaria, para explicar la «revuelta latina» que comenzó a principios de octubre. Pero no cabe duda de que esta división norteamericana, junto con el cambio en la geopolítica mundial, ha contribuido decisivamente al debilitamiento de las fuerzas conservadoras en América Latina. También ha contribuido a la acelerada desintegración del actual gobierno brasileño y a la pérdida del mismo dentro del continente latinoamericano, con la posibilidad de que Brasil se convierta pronto en un paria continental.
Por todas estas razones, en conclusión, cuando miramos hacia adelante, es posible prever algunas tendencias, a pesar de la densa niebla que oculta el futuro en este momento de nuestra historia:
La división interna norteamericana continuará y la lucha aumentará, aun cuando los grupos en disputa comparten el mismo objetivo, que es, en última instancia, preservar y expandir el poder global de los Estados Unidos. Pero Estados Unidos ha encontrado una barrera insuperable y ya no podrá tener el poder que logró después del fin de la Guerra Fría.
Es por eso que Estados Unidos se ha volcado hacia el «Hemisferio Occidental con una posesividad redoblada; pero también en América Latina se enfrentan a una nueva realidad, y ya no serán capaces de sostener su poder indiscutible.
En consecuencia, será cada vez más difícil imponer a la población local los gigantescos costos sociales de la estrategia económica neoliberal que apoyan o intentan imponer a toda su periferia latinoamericana. Es una estrategia definitivamente incompatible con cualquier idea de justicia e igualdad social, y es literalmente inaplicable en países con mayor densidad demográfica, mayor extensión territorial y complejidad socioeconómica. Una espécie de «círculo quadrado».
Finalmente, a pesar de ello, hay un enigma en el camino alternativo propuesto por las fuerzas. Y este enigma no es técnico, ni tiene que ver estrictamente con la política económica, porque es un problema de «asimetría de poder». De hecho, incluso cuando son impugnados, los Estados Unidos y el capital financiero internacional mantienen su poder de vetar, bloquear o estrangular las economías periféricas que intentan una estrategia de desarrollo alternativo y soberano, fuera de la camisa de fuerza neoliberal, y más cerca de las demandas de esta gran revuelta latinoamericana.
(*) José Luís Fiori. Profesor permanente del Programa de Pos-Grado en Economía Política Internacional, PEPI, coordinador del GP de la UFRJ/CNPQ, “O poder global e a geopolítica do Capitalismo”; coordinador adjunto del Laboratorio de “Ética y Poder Global”; investigador del Instituto de Estudios Estratégicos del Petróleo, Gas y Biocombustibles, INEEP.