Jorge Sharp, alcalde de Valparaíso: «El pueblo chileno retomó la ruta de la politización»

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Por Mario Santucho y Diego Ortolani

Del reventón al poder constituyente

La cita es a las 10 am en el edificio de la Alcaldía de Valparaíso, la tercera ciudad más importante de Chile, la de mayor personalidad. La vieja urbe porteña vive tiempos ardientes, entre los incendios forestales que chamuscan sus periferias y la rebelión social que ha convertido su casco histórico en un hervidero de combates, represión y aguante popular. En la puerta del edificio municipal todavía se respiran, a media mañana, los gases lacrimógenos que flotan desde la madrugada.

Jorge Sharp, 34 años, exdirigente estudiantil, alcalde desde 2016, es una de las pocas figuras políticas que mantiene la sintonía con el movimiento destituyente que hace un mes dio vuelta como una media al país diseñado por Pinochet. Sharp fue uno de los primeros y quizás el más resonante crítico del “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” rubricado, durante la madrugada del 15 de noviembre en el Congreso, por dirigentes de casi todo el espectro partidario. Entre los firmantes se encontraban sus compañeros y compañeras del Frente Amplio, la promesa de la nueva izquierda chilena. El Alcalde tuvo que elegir entre su cofradía política y la fidelidad con un sentimiento insurgente que parece insaciable. Y no dudó.

“Lo que está pasando en Chile es una rebelión de la gente contra la certeza neoliberal y contra una forma de democracia antipopular. En primer lugar, es una rebelión contra la precariedad de la vida; aquí para poder llegar a fin de mes las personas tienen que endeudarse. Según datos económicos, 11 millones de chilenos y chilenas están endeudados, y dentro de ellos un porcentaje está sobreendeudado. Estamos hablando de más del 60% del país. También es una rebelión contra los privilegios de las elites políticas y económicas: las colusiones en los precios de las farmacias, de los pollos, el papel higiénico; las relaciones ilegales entre poder público y empresas privadas a propósito del financiamiento de las campañas. Hay un caso muy emblemático de dos empresarios del mundo pinochetista, Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín: ¡la sanción que recibieron fue hacer cursos de ética! Mientras tanto, cuando un comerciante de Valparaíso evade impuestos la sanción es cárcel, o cuando un vendedor ambulante es pillado en alguna zona no autorizada le requisan toda su mercadería”.

A la pregunta de cómo catalogar la protesta, si como una rebelión, una insurrección, o una revolución… en su entorno prefieren hablar de un “reventón” cuyo principal significado es la apertura. Un abrir los ojos que requiere tiempo, incluso paciencia, para que el pueblo pueda deliberar, parir lo nuevo con sabiduría. Por eso su rechazo al intento del Congreso de cerrar el proceso de una vez, por arriba y con trámite urgente. “Con el desarrollo de la movilización, ante la incapacidad del sistema político de entender lo que está pasando, se fue instalando una crítica más profunda a la democracia chilena y una necesidad de la gente de participar, de incidir. A la segunda o tercera semana empezaron a aparecer los primeros cabildos y asambleas autoconvocadas. Se gesta ahí la demanda por la asamblea constituyente, como una forma de decir queremos una democracia distinta”.

Impresiona la permanencia y radicalidad de la protesta, ¿quiénes son los sujetos que confluyen en la movilización?

—Es un movimiento súper transversal, que tiene como característica principal su heterogeneidad. La composición se asemeja a lo que algunos acuñaban como “la multitud”. Hay convergencias generacionales, de clase, territoriales, culturales. Hay algunos más moderados, otros más radicales, y hay quienes están dispuestos a cosas impensadas. Hubo un grupo de muchachos que fue a apedrear un cuartel militar, Tejas Verdes, donde se torturó en la época de la dictadura. Y tiraron algo más que piedras, imagino que molotovs. Hay gente que está más politizada y otros que para nada.

¿No te parece llamativa la carencia de voces autorizadas para hablar en nombre de la rebelión?

—Este no es un movimiento de líderes, es un movimiento de la gente, que ha ido construyendo sus símbolos. Lo que ha pasado con el espacio público hay que analizarlo profundamente: plaza Italia ahora se llama plaza de la Dignidad; en Concepción y en Temuco hay grupos que echaron abajo monumentos expresivos del colonialismo chileno, como el de Pedro de Valdivia; lugares que han sido ocupados para asambleas, otros que ya fueron señalados por la gente como resguardos para el enfrentamiento con la policía. Hay una redefinición de hecho del espacio público. Por otro lado la gente ha construido sus símbolos, como el perro matapacos, la señora de la cacerola, la primera línea. Hay un corrimiento gigantesco del sentido común. Nuestro esfuerzo tiene que estar puesto en entender qué momento se abre en Chile el 18 de octubre. Los acuerdos, más o menos legítimos, no van a tener la fuerza para cerrar algo que abrió la gente. Aquellos que hacen política y están absorbidos por la institucionalidad le temen a este tipo de afirmaciones, pero el mejor ejemplo es cómo la gente ha ido respondiendo a cada uno de los anuncios: Piñera declara la guerra, la gente responde que no estamos en guerra; Piñera propone la agenda social neoliberal, la gente responde con la movilización más grande de la historia de Chile; la política intenta cerrar un acuerdo ilegítimo, sin participación social, la gente sigue movilizada y marchando. Entonces, creo que el país ya no va a ser igual. Desde las generaciones más pequeñas hasta los abuelos y las abuelas, hay un corrimiento de cómo entendemos las relaciones humanas, algo que recién está comenzando.

¿Qué rol juega en la opción que están tomando desde Valparaíso la experiencia que han hecho en la Alcaldía?

—Cuando los parlamentarios firmaron el acuerdo terminó de cristalizar una estrategia de acumulación de fuerzas que estimo sobreparlamentarizada y que está en oposición a la que nosotros propusimos desde que asumimos: que las instituciones tienen que ser instrumentos o herramientas que permitan el ejercicio soberano y libre del poder de la gente. Que sean instrumentos de transformación, que estén a disposición de las organizaciones y los sujetos territoriales, porque esa es la única forma de impulsar un proyecto de cambio democrático. No somos partidarios de que las instituciones desaparezcan, pero tienen que ser concebidas de una forma radicalmente distinta a como hoy en Chile están funcionando. En Valparaíso todas las grandes decisiones que hemos tomado en estos tres años han tenido un grado de participación de la gente. Y lo conseguimos sin que haya mediado un cambio en la legislación que regula las municipalidades en Chile, que es la misma que dejó Pinochet. Siempre las leyes y las normas te entregan caminos vacíos e intersticios, pequeños pasajes adonde podés meterte con la gente para ir mas allá. Creo que el proyecto de la Alcaldía, con todos los problemas y límites que tiene, igual conecta en alguna dimensión con lo que está planteando la gente. Por eso le dijimos no al Acuerdo y renunciamos a nuestro partido Convergencia Social. Eso fue leído por mucha gente como algo coherente, y positivo.

Como algo valiente también.

—Sí, porque es una decisión que tiene costos. Pero estamos en un momento en el que se precisan decisiones audaces, porque las formas de representación están supercuestionadas. Seguir haciendo exactamente lo mismo es el error más grande que una fuerza política transformadora puede cometer. Hay que cuestionarse constantemente las formas. Eso es lo que nosotros hicimos.

Democracia bárbara

Los enfrentamientos entre Carabineros y la marea imparable de manifestantes se libran a diario —a veces son quince o veinte mil jóvenes que se juntan en la Plaza de la Dignidad y combaten durante horas, pero hay jornadas en donde las y los rebeldes se cuentan de a millones. El centro de Santiago parece la escenografía de una película futurista y la anomalía se ha convertido en el paisaje habitual. Los edificios corporativos que ostentaban con orgullo sus imponentes murallas vidriadas exhiben ahora ventanales apedreados y accesos tapiados por enormes vallas de metal. Todas las paredes todas han sido cubiertas por grafitis ingeniosos y sutiles, otros más bien rabiosos, los hay también descriptivos: “nos están matando”. Los próceres de la historia oficial fueron derrocados de sus estatuas o intervenidos con artística cizaña. Buena parte del equipamiento del transporte metropolitano yace carbonizado, inservible. El aire santiaguino, tradicionalmente saturado de smog, directamente se torna lacrimógeno —y aunque abunden las máscaras o los barbijos, la mayoría parece acostumbrada a una atmósfera que para la visita resulta irrespirable. Caminar y toparse con una barricada en medio de la Alameda, o en una esquina del pituco barrio Bellavista; ver pasar las tanquetas y carros hidrantes de la policía todos pintarrajeados por bombitas de colores —porque la gresca es permanente y ya no hay tiempo ni siquiera de lavarlos. La brutalidad de “los pacos” motiva un ascenso en los grados de autoorganización de la multitud que a su vez eleva los niveles de violencia.

¿Cómo se relacionan, desde el lugar de responsabilidad institucional en el que están, con el carácter salvaje de la represión y el consecuente aumento de la violencia defensiva de quienes resisten?

—Las instituciones armadas en Chile son resabios del régimen de Pinochet, que han construido una lógica de autoreproducción por fuera de la sociedad. En consecuencia, la estrategia de orden público no está orientada a garantizar seguridad humana, si no que su objetivo es reprimir, torturar, violar los derechos humanos de los manifestantes. No se preocupan por defender, por ejemplo, a los comerciantes de los saqueos. Nada de eso nos sorprende, porque es la policía que dejó Pinochet y que la Concertación nunca se atrevió a transformar. A principios del gobierno del presidente Piñera participé de una mesa de Seguridad que surgió a partir de un escándalo de corrupción de Carabineros, y me di cuenta en esa mesa de que no había ninguna voluntad de los actores tradicionales de la política de reducir los grados de autonomía política, financiera y logística de las fuerzas. Entonces, hay una cadena de responsabilidades desde el carabinero que dispara un arma y le vuela un ojo a un joven hasta el presidente, o hasta “la política” que en definitiva nunca fue capaz de atreverse a transformar esas instituciones. Hay que refundar la policía en Chile, no hay otra posibilidad. Más profundamente, Chile es un país violento. Y no solamente por cómo el Estado ejerce el monopolio de la fuerza, sino porque tenemos un sistema económico y social que violenta a la gente. Y la violencia lleva a más violencia, y puede engendrar monstruos. Estuvimos a dos pasos de desencadenar una situación fascista, a partir del fenómeno de los chalecos amarillos que acá, a diferencia de Francia, fue un movimiento en los barrios altos y medios de Santiago y de Viña del Mar convocado para repeler las movilizaciones, utilizando desde palos de golf hasta pistolas. Un tipo se bajó de un auto y les disparó a los manifestantes. Por suerte no murió nadie, a un chico le dispararon en la pierna, está fuera de peligro, pero estuvimos muy cerca de que se desencadene una guerra civil. Por último, al tener una sociedad tan segregada, las elites económicas y políticas tienen incapacidad epistemológica para entender lo que está pasando, no tienen herramientas para leer la realidad y por lo tanto su reacción frente a lo que no conocen es la violencia. No pueden entenderlo: somos alienígenas.

Hay rumores de que las Fuerzas Armadas habrían dado un ultimátum al sistema político, lo cual motivó la firma en el Congreso del pacto por la Paz Social y la Nueva Constitución.

—Habría que investigar más para entender el rol que están jugando las Fuerzas Armadas. Lo lógico, según nuestra historia reciente, es pensar que fueron un factor de presión para poner fin a este estado de caos. Pero la impresión que nosotros tenemos es que los militares estuvieron muy incómodos cuando tuvieron que salir a la calle durante el estado de excepción. Por el temor que tenían de quedar expuestos en situaciones de violación de derechos humanos; también porque son instituciones que no gozan de buena salud en cuanto a su legitimidad pública (el Ejército en particular está cruzado por escándalos graves de corrupción). Se comenta que en el Consejo Nacional de Seguridad, las Fuerzas Armadas se negaron a volver a la calle frente al pedido de Piñera, pero eso tampoco me consta con certeza. La oficialidad de las Fuerzas Armadas es parte de la elite política y es probable que algunos altos mandos hayan hecho sentir su incomodidad, particularmente cuando la gente comenzó a subir a los sectores altos de Santiago, Viña del Mar o Reñaca, donde ellos viven. Pero a mí no me queda claro que hayan tenido un rol tan determinante como el que se sugiere en la resolución del acuerdo. Te lo digo porque yo hablo con las autoridades de las Fuerzas Armadas y tengo cierto conocimiento de lo que están pensando. Ahora bien, si alguno de los actores que el viernes a la madrugada llegaron a ese acuerdo entre gallos y medianoche, apurados, lo hicieron por presión militar, pues me parece un grave error. Muy mal.

Porque implica ceder a la presión, en lugar de denunciarla…

—Claro. Los militares jugaron un rol, sin dudas, pero no sé si es el rol que algunos le quieren atribuir.

¿Por qué creés entonces que tus compañeros del Frente Amplio forman parte del acuerdo? ¿Y qué otra opción habría que no sea el pacto?

—Hemos dicho que el sistema político no puede tener la última palabra, debe decidir la gente. Lo que hizo el viernes por la madrugada la política en Chile fue lo mismo que viene haciendo desde los ochenta: intentar desde arriba procesar y resolver los conflictos que se engendran desde abajo. Nuestra crítica es doble: de un lado, el acuerdo pone en suspenso el protagonismo de la gente y no asegura su participación en el proceso constituyente. Es muy positivo que exista un plebiscito de entrada y otro de salida, pero ninguna de las dos opciones que se van a votar es la asamblea constituyente que pidió la mayoría. Hay una opción que se parece, se llama convención constituyente, pero no es. El acuerdo está redactado de tal forma que el control del proceso lo van a mantener los partidos políticos a través del Congreso, a través del sistema electoral, con comisiones y junta de expertos. La otra crítica que le hacemos al acuerdo es que pone en entredicho la posibilidad de que la Constitución sea el camino para producir un cambio en el modelo económico y social en Chile, gracias a la cláusula que exige dos tercios para aprobar cualquier artículo. ¿Se podría haber hecho otra cosa? ¡Miles de cosas se podrían haber hecho! La creatividad de la gente y la movilización daba para mucho más. El acuerdo es débil y un paso en falso para el proceso constituyente que viene.

Darle forma a la imaginación

Jorge Sharp ya comenzó a figurar en las encuestas como presidenciable para las elecciones de 2021, pero él tomó la decisión de postularse a la reelección en el Municipio. Son cálculos impertinentes a esta altura del partido, que sin embargo expresan los cantos de sirena con los que deberá lidiar en un territorio minado e incierto, donde la figura misma de “los políticos” será replanteada. El hartazgo de la población declina por momentos en un odio general hacia las elites, sin distinción de ideologías ni consideraciones morales. La posibilidad de una derecha agazapada que puede emerger en cualquier instante en procura de orden y venganza se percibe en el aire. Pero Sharp está convencido de que hay una oportunidad inédita para cambiar las cosas en serio. Y sus palabras brotan con determinación, sin titubeos, también sin dogmatismos.

¿Tu objetivo entonces es que se caiga el acuerdo?

—El desafío que nos propusimos es que la gente irradie ese proceso, convocar a una articulación nacional de las organizaciones y los sujetos que no estuvieron incluidos en el acuerdo, y proponer que la opción de asamblea constituyente esté en la papeleta del mes de abril. No cuestionamos el hilo institucional que se fijó, pero si nos quedamos solo con eso podemos terminar cambiándolo todo para no cambiar nada. Mi impresión es que estamos en el tránsito de lo destituyente a lo constituyente, pero para llegar a la Constituyente falta prepararse, elaborar, darle forma a la imaginación. Por eso vamos a organizar entre diciembre y enero, desde la Alcaldía, una escuela popular constituyente para poder trabajar en torno a una cuestión: cómo empujar el proceso constituyente para provocar una transformación democrática.

¿Quiénes serían los participantes de esa convocatoria nacional que no fueron consultados por el Acuerdo?

—Vamos a convocar al amplio espectro de los que se movilizaron este mes. Representantes de los cabildos autoconvocados de las ciudades de Chile, de los movimientos y organizaciones sociales de carácter nacional, sin duda el mundo de la cultura, la academia, los pueblos originarios, las feministas, los científicos. Básicamente porque no hay una sola institución en Chile que tenga legitimidad, ni siquiera los alcaldes, para resolver la crisis política. La crisis es tan grande que no existe una salida puramente institucional, no se puede hacer, no hay condiciones.

Este tipo de protestas que hacen del anonimato un elemento de identidad, donde no hay líderes ni voceros que puedan sentarse a negociar, y que poseen un sentido ante todo destituyente, quizás inhiben la posibilidad misma de construir una nueva hegemonía. ¿Se puede trazar cierta orientación común del movimiento más allá de la lógica hegemónica?

—El pueblo chileno retomó la ruta de la politización, que fue obturada por la dictadura primero, y por el desarme de las fuerzas populares que impulsó la Concertación después. No hay ninguna familia en Chile que no haya discutido en su mesa lo que ha sucedido este mes. A nadie le ha sido indiferente. Como nunca antes salieron millones a marchar, a cacerolear, y como nunca antes miles están dispuestos a llegar hasta el final. Hay un proceso de politización en el país que está comenzando a producir sus primeras expresiones. Se va instalando con creciente fuerza que la democracia es participación de la gente en la definición de los asuntos del barrio, de la ciudad, del país. Ese proceso va cristalizando en asambleas o cabildos locales, y en términos nacionales en la demanda de asamblea constituyente. Y pienso que “la política” quedó en un lugar que le permite a la gente ponerse fácilmente en otro. Respondiendo a tu pregunta, creo que la tarea es un poco contribuir a producir esa polaridad. Mientras las instituciones no den cuenta de las fuerzas creadoras de esos cabildos y asambleas, y mientras “el acuerdo” impida que la opción de asamblea constituyente sea restituida en la votación de abril, hacia allí deben estar enfocados nuestros esfuerzos.

¿Cuáles dirías que son los nudos principales que habría que introducir en la Constitución para desarmar el modelo neoliberal?

—Se me ocurren tres. Consagración de derechos de lo común o derechos sociales universales garantizados para toda la población: esa va a ser una dura pelea. En segundo lugar, el carácter plurinacional del Estado; es muy esperanzador ver el mismo número de banderas chilenas que mapuches en las movilizaciones. Y lo tercero, formas de democracia participativa, instituciones que permitan –a nivel barrial, regional y nacional– tener incidencia en el futuro del barrio, de la ciudad, de la región y del país. Este es el momento para hacerlo.

Revista Crisis


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