Dar ejemplo – Por William Ospina

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Por William Ospina *

Hay una obra de Oscar Wilde donde se dice que el principal deber de los pobres debería ser el de dar ejemplo. No sé si haya hoy en el mundo comunidades ejemplares, pero en cuanto a los Estados, los más poderosos y los más ricos son los que menos dan muestras de generosidad, de solidaridad y ni siquiera de inteligencia.

Es más: el fracaso de las cumbres del clima parece decirnos que no hay nada que esperar de ellos. Pero la humanidad no necesita que actúen con grandeza por ser los más ricos y los más poderosos, sino porque son los principales responsables de los males que amenazan al mundo.

Estados Unidos, China, Rusia e India son los mayores agentes de emisiones de gases de efecto invernadero, y son precisamente ellos los que esta semana no se han sumado al grupo de 84 Estados que se comprometen a reducir de forma drástica las emisiones en la próxima década.

Sólo el quinto bloque en emisiones, la Unión Europea, parece estar asumiendo ese compromiso. El inverosímil Donald Trump no se limita a incumplir sus deberes: ha iniciado los trámites para que el país más contaminante del mundo abandone el Acuerdo de París. Lo que no solo produce indignación sino escalofrío.

Nuestros países no tienen un aporte significativo en el calentamiento global, pero están siendo los primeros en padecer sus consecuencias. Es una situación singular: no somos los principales responsables, pero estamos asistiendo más nítidamente a la evidencia de los desastres del clima, y por eso tenemos el deber de reaccionar primero.

Uno de los grandes componentes de las manifestaciones populares en el planeta ahora, y de un modo destacado en la América Latina, es la preocupación por el clima. Hay otras demandas que parecen más urgentes, pero la emergencia ambiental es la que más pesa sobre la conciencia de los jóvenes, porque esta es la primera generación de la historia humana en sentir que le están arrebatando el futuro.

En el mundo ha habido guerras pavorosas, epidemias devastadoras, tiranías infames, terremotos, tsunamis, erupciones, pero nunca la evidencia al mismo tiempo de los científicos y de la simple experiencia de que marchamos hacia un colapso inaudito.

Los pueblos lo advierten y los sabios lo explican, pero los poderosos y los Estados no saben ni quieren tomar decisiones. Los poderes actuales dependen demasiado de la inercia del modelo que está destruyendo el equilibrio planetario, y la política prefiere optar por la búsqueda del crecimiento como único criterio de gobierno de las sociedades aunque a mediano plazo signifique la muerte de toda esperanza.

Por eso son los pobres los que tienen que dar ejemplo, por eso son los pueblos los que tienen que tomar la iniciativa y crear alternativas, por eso solo puede salvarnos lo que aún no existe, y por eso nunca fue tan importante el forcejeo entre los poderes estancados de gobiernos y Estados y la apasionada presión de las multitudes y de las calles.

Y por eso la democracia callejera no puede limitarse a protestar y exigir, aunque eso es tan necesario, sino que tiene que ser inventiva y creadora. Lo que está en cuestión no es solo una manera de gobernar sino una manera de vivir. La política tendrá que dejar de ser asunto de expertos y de administradores, la humanidad tendrá que aprender a dictar la política y a ejercerla.

Creo que los ministerios más importantes del futuro inmediato, que no existen aún en ninguna parte, son los ministerios del clima. Tendrán la tarea de sembrar en el mundo las selvas que necesitamos con urgencia: no apenas de detener la deforestación, sino de cubrir de bosques y de selvas el mundo.

Y ese oficio de sembradores será el que redima de su condición marginal a los jóvenes de nuestras sociedades, necesitados de ingresos y hoy abandonados en las fronteras del peligro. Pero sembrar bosques exige también expediciones por los territorios, grandes excursiones del conocimiento, de la biología y la botánica, de la geografía y la geología, restauración de cuencas y limpieza de ríos, recuperación de especies y reordenamiento de territorios.

Y todo ello exige a la vez siembra de valores, hondos rescates de la memoria, hazañas de la ciencia, revoluciones de la pedagogía y altas aventuras estéticas. En realidad un nuevo pacto de las generaciones jóvenes con la naturaleza, esa naturaleza que hoy hemos reducido a la condición de bodega de la industria y basurero de los enjambres urbanos. Y nada ayudará tanto a reinventar la seguridad y la convivencia como esta recuperación de la juventud para un proyecto de civilización.

Claro que los vehículos eléctricos y el cambio de matriz energética son tareas urgentes de la humanidad y de sus gobiernos. Claro que las tareas son incontables. Que un cambio en los hábitos de consumo y abandonar la letanía industrial que sólo ofrece subordinación a las máquinas y sustitutos a la actividad humana es algo indispensable.

Pero tal vez nuestra primera tarea, hasta que obliguemos a los grandes poderes a entender la magnitud de lo que ocurre, y reaccionar, es tomar la iniciativa, aquí y ahora, y dar ejemplo.

* Escritor colombiano, autor de ¿Dónde está la franja amarilla?” (1997), En busca de Bolívar (2010), La lámpara maravillosa (2012), Pa que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014) y cuatro libros de poemas. Autor de las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2008), La serpiente sin ojos (2012) y El año del verano que nunca llegó (2015). Recibió los premios Nacional de Ensayo 1982, Nacional de Poesía 1992, de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003 y el Premio Rómulo Gallegos 2009.


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