Una educación para rehacer nuestro mundo – Por Juan Alberto Sánchez Marín

782

Por Juan Alberto Sánchez Marín *

¿Qué sociedad se desea construir para enfrentar los graves desequilibrios locales y globales del siglo XXI? La sociedad deseable no es la imposible de las utopías renacentistas, pero está lejos de serlo la tangible de nuestra época, menos aún cualquiera de sus múltiples ficciones. La necesaria es aquella capaz de diferenciar los hechos de su simulacro, la interacción de la dependencia, el proceso de lo contingente, el auxilio del saqueo o la justicia de los caprichosos marcos legales.

Mejor dicho, como en una prueba de escuela, la que esté capacitada para distinguir lo verdadero de lo falso, aunque le cueste el saldo en el banco o la vida. La sociedad a la altura de sus miembros marginados y desamparados, antes que solazada en la bajeza de las élites.

Hace falta una sociedad en condiciones de interpretar el mundo alrededor, en sus cualidades y sentidos, gritos y silencios, nexos e implicaciones, desde una perspectiva ética e integral, preparada para verse en el espejo de sus acciones, con la entereza suficiente para reconocerse en las armonías, pero también en su profunda inestabilidad.

Una sociedad que yace distante, y que a la vez está a la mano, porque la nación del futuro no es otra que la constituida y construida ahora mismo, día a día, con fortuna y errores, satisfacciones y desagrados. Lo mal hecho en este momento se pagará caro mañana, mas lo dejado de hacer costará el doble.

Hace dos o tres mil años, o varios siglos hacia acá, los pueblos se daban el lujo de proyectarse al porvenir en sus sagas y descendencias, y confines y territorios. Los mitos fundacionales eran perceptibles. El futuro, casi medible; los hados lo volvían destino y en no pocas oportunidades lo hacían cierto. O eso se figurabanlos antepasados.

Cuando no era así, el mundo se llenaba de señales, códigos subrepticios, representaciones poéticas, claves alegóricas, milagros. Hoy en día, en cambio, lo venidero es débil y volátil, y las predicciones no cruzan el cierre de una bolsa o los trinos perturbadores de algún infeliz con ascendencia.

Cómo desciframos la sociedad que no cesa de hacerse y deshacerse ante nuestros ojos, de cuál modo aprehendemos cada una de sus entidades y relaciones. Cuestión esencial. Los ciudadanos que saben interpretarse en posibilidades, responsabilidades y derechos; en sus estructuras y nexos, intereses e interesados; autenticidades e invenciones, certidumbres y manipulaciones, son los cimientos de esa sociedad imprescindible. En otras palabras, los que saben dónde están, lo que hacen y para qué (mejor aún, para quién).

Una capacidad interpretativa que, entre otras cosas, es criterio, expresión y comunicación, participación, organización. Factores, desde luego, demasiado riesgosos para el establecimiento. De ahí que a la educación se la mantenga bajo el estricto control del poder con mecanismos nunca cuestionados y nombres instituidos, que estimamos favorables e, inclusive, liberadores.

Pareciera que no se advierte el grande daño que sus exclusivos límites conllevan: caudal de conocimientos (indigestión mental), conjunto de reglas y comportamiento (sumisión), urbanidad y buenas maneras (capitulación), experiencia acumulada (manías), desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos (¡una verdadera broma!).

Nada tan alejado del concepto de educación como las cuatro significaciones que le asienta el diccionario de la RAE como una cachetada en los carrillos. Anacrónicas, utilitarias, definen con turbadora exactitud lo que no es ni debe ser. Un compendio de rudimentos que, justamente, altera cualquiera de los sentidos que sí debe tener: franca y emancipadora, indomable y punzante, conmovedora y sugerente, particular y colectiva, bidireccional y transversal. Sobran los calificativos.

Y el poder no es un gobierno, a lo sumo, ejecutor; por lo general, no más que mandadero. La fuerza que mueve los hilos está detrás de las fachadas democráticas de sainete, a buen recaudo dentro de los bastiones económicos y financieros del progreso. Pero se trasluce nítido en modas pedagógicas que se cumplen porque son la directriz, metodologías gastadas encajonadas en palabras relucientes, e innovaciones que resguardan las orientaciones.

La educación funge como el abastecedor de siervos debidamente adoctrinados del sistema. Un planteamiento que no por viejo pierde su aire de fehaciente. Las ciudades inteligentes (Smart cities) continúan educando al Emilio (Rousseau, 1762) de hace dos siglos y medio, que apenas si accedía a la modernidad. De ese Emilio del cual procede un axioma eludido por el mundo en que vivimos: “Se debe adaptar al hombre la educación del hombre y no a lo que no es él”. Menos aún, digo yo, a lo que unos cuantos ambiciosos necesitan que él sea. En todo caso, fatal ese olvido de poquito parentesco con la amnesia.

La educación no es más que otro instrumento de dominio, al igual que las farsas y los señuelos sistémicos que nos hacen pensar que somos algo: la alcahuetería política, canjeando porvenires por zanahorias; la simulación mediática, persuadiéndonos de la realidad que no habitamos; los terrores sociales de las agendas gubernamentales, abriéndole paso a las legislaciones coactivas y otras represiones, o las potentes redes y los sistemas de información, gracias a los cuales las máquinas se conectan y los teclistas de teléfono o computadora que somos nos enfrentamos y disociamos.

La sociedad que hay que construir tiene que estar enterada, cuando menos, de la clase de mundo que habita. Saber bien la dimensión de las fragilidades locales y globales que la menoscaban a diario y entorpecen su genuino desarrollo; tener claros los vínculos envilecidos que priman en la interacción del presente, y filtrar los engaños que la desbordan.

Un proyecto de desarrollo –y de Estado- para alcanzarla

Este sosiego insoportable, esta calma fastidiosa, son posibles por la ignorancia en la que las sociedades se hayan sumidas. Resulta inconcebible la tranquilidad cuando se comprende lo que ocurre a lo largo y ancho del planeta y se discierne la razón de los horrores acometidos en su nombre. La inconsciencia social, junto a la apatía, son tan oportunas para las oligarquías como la paz de los sepulcros que ellas mismas imponen.

El individuo se entera de algo y no sabe qué pasa. Una multitud cree saber lo que acontece y despliega su odio cerril contra el inocente y lo distinto, lejos de las verdaderas causas del desbarajuste. La manipulación hace lo suyo, por supuesto, pero menos en la acción episódica o a modo de operación particular, y sí más como algo intrínseco metido adentro al pisar la escuela inicial o atender el primer sonsonete mediático.

No llegamos a ser los pobres de espíritu a los que se refiere el Sermón de la Montaña de Jesús de Nazaret(Mt 5, 1; 7). No reconocemos siquiera las tremendas flaquezas propias, ni tenemos la bienaventuranza ni será nuestro el reino de los cielos. La pobreza espiritual de nuestras sociedades no se constituye por la percepción de los límites, sino que se alza del oscurantismo dominante. Y la educación cercena más quizás que las demás piezas mohosas de la castración.

El que estudia hasta el empacho más desdeña y desecha; el docto termina siendo otro pobre cretino. Abunda la ignorancia consentida,claro está, la barbarie por conveniencia, que se busca y cultiva porque con ella se cree lograr cierta aquiescencia moral o conseguir alguna clase de amnistía ética. Nada más errátil. Proliferan, de otra parte, los ignorantes infiltrados, resbaladizos, traidores; quienes convencen al iletrado (deslustrado) de su erudición y tino. O sociedades enteras, que sabiendo cuánto mienten sus dirigentes y cuán criminales son, siempre están dispuestas a avalarlos con el voto.

Por ejemplo, en Colombia, país en el cual la derecha y la ultraderecha eligen y reeligen a un líder como Alvaro Uribe Vélez o a su escogido, con plena consciencia de las ataduras delincuenciales de su estructura política. O en España, a cuya población José María Aznar le mintió de frente con sus fidedignos informes de que Sadam Hussein contaba con armas de destrucción masiva.

Nunca hallaron tales armas en Iraq. “No sólo no las había, sino que siempre se supo que no las había. (…) Pese a todo, a los votantes del PP no les pareció motivo suficiente para cambiar su elección” (Fernández Liria, 2007). No les importaron entonces ni habrían de importarles después los dos millones cuatrocientos mil muertos (Davies, 2010), y que un país hubiera sido destruido por completo.

En el mismo Brasil, digamos, casi 58 millones de personas votaron por Jair Bolsonaro en la segunda vuelta, quien en la campaña dejó patente el talante homófobo, misógino y racista. Algo añadió clarísimo: “Hay que expurgar a Paulo Freire”.

Y esa afluencia de pueblo que votó por Bolsonaro no votó contra Freire (o Lula da Silva o Dilma Rousseff), sino contra la educación popular que la tuvo en cuenta. Es decir, la emprendió en contra de sí misma. Los electores lo sabían y lo votaron, y el excapitán retribuye del modo que la genética le manda: con la militarización escolar.

O en los propios Estados Unidos, cuyos políticos se ufanan tanto del sistema que todavía creen que inventaron y al que sólo le prendieron las arandelas que los ingleses no alcanzaron a incluirle, y que no deja de ser una más de las tóxicas democracias occidentales, donde casi 69 millones de por la señora Clinton a sabiendas de las crueldades de que fue capaz y casi 63 por el señor Trump teniendo claridad acerca de las que no tardaría en perpetrar.

Donde, además, otra vez y gracias a esas tretas anexas, la cifra inferior de votantes resultó superior a la más elevada. Y he ahí a Trump gobernando.

En todos estos casos, así como en muchos otros, una ignorancia comprometida y egoísta que tampoco exculpa a una sociedad, o a una parte considerable de ella.

Unos desequilibrios que son factibles y no dejan de crecer porque quienes forjan las estructuras políticas, económicas y sociales lo han hecho a su manera y conveniencia a lo largo de los años. O de los siglos, porque se trata de una práctica que viene de la remota antigüedad.

Pero en los sustentos de la opresión están, también, las potencialidades para la liberación. Habremos de hallarlas en los mecanismos de la participación, ahora establecidos para todo lo contrario; en la educación, la gran utilitaria del sistema, y, desde los albores del siglo XIX, la guarda principal y cínica del statu quo; en los medios dominantes, actualmente, con la irremplazable función de acomodar los acontecimientos a la narrativa dispuesta. Y así.

Los entornos de autonomía son incómodos para el poder, que advierte en ellos los escenarios más desafiantes. Por eso, los planes de las instituciones educativas permanecen bajo rigurosa inspección. Por lo mismo, son promulgadas leyes que socavan la educación pública.

Los presupuestos de las instituciones educativas públicas son reducidos; a las universidades se las conduce a la ruina para facilitar su privatización, o, lo que es igual, se involucra a la empresa privada en la adecuación de los currículos, es decir, se efectúa una modernización educativa que lleva de cabeza a los tiempos de la Revolución Industrial, cuando el sistema educativo le manufacturaba obreros a la fábrica.

No se conquistará una sociedad distinta mediante esquemas supeditados a finalidades particulares, de clase social o sectoriales. Mucho menos, partiendo de la actual situación de carencia de soberanía, ausencia de fines comunes y perspectivas humanas (humanitarias y humanistas).

La naturaleza del plan educativo corresponde a un cálculo económico y político. El currículo no es la concreción de determinada cultura ni el sitio excepcional donde confluyen nociones epistemológicas con saberes ancestrales, el barniz sociológico con los vuelos de la praxis, la conjetura antropológica con las fisonomías específicas del educador y el educando. No puede suceder de otro modo toda vez que la intencionalidad del sistema educativo, corrompida en el fondo, no luce diferente en la forma.

El estado que apunte a encarar los desequilibrios, no queda otra, deberá comenzar por confrontar su armazón y el propio carácter. El primer paso no es saber quienes son los ciudadanos, lo que sin duda es útil para la coacción y las cargas impositivas, sino allanar el camino para que los propios ciudadanos se conozcan a sí mismos: que sepan dónde habitan y de dónde vienen, por qué están como están, para qué son buenos. Fértiles sembradíos de la educación.

Y donde comienza la entereza de un pueblo. Sólo los ciudadanos que tienen idea de dónde están parados le otorgan la cualidad de digna a una sociedad. La conversión que se plantee en términos distintos, o la propuesta bajo los estados hostiles que imperan hoy en día, ha de ser fraudulenta y han de ser endebles, si no aleves, los objetivos.

Qué se espera de las universidades

Ya es hora de que las universidades en nuestras sociedades no sean los centros de moldeo de sujetos fragmentados y portadores del virus del conocimiento por segmentos. Mientras la universidad siga siendo un centro de la instrucción, ese eufemismo que abarca la exhumación lenta y pertinaz de la sabiduría, será difícil la conquista de condiciones de vida distintas. Y la concreción de otro mundo difícilmente será posible.

El impacto de una renovación educativa trascendente se tomará su tiempo, seguramente, y puede ser un proceso de años. Pero la modificación de un currículo y de un pénsum, los primeros pasos, sería algo breve, inmediato, si existiera la voluntad política para hacerlo. Algo elemental que no hay ni habrá en sociedades regidas por las lógicas perversas y utilitarias del capital.

En la universidad, la escuela, el colegio, yacen los soportes de la transformación auténtica. El centro educativo tendrá que ser un centro de cuestionamientos; en esa articulación, la universidad no puede ser otra cosa que el generador mayor de pensamiento crítico, que no es solamente el desmonte o la digestión de una realidad, sino, ante todo, la puerta abierta para la proposición y la construcción sociales.

La potencia y vigencia de datos, retentivas e hipótesis jamás está en las letras muertas que los consignan o formulan, sino en la capacidad que tengamos para desglosar sus sentidos y verlos moverse a través de la ventana. La sociedad requiere de seres suspicaces, esquivos frente a lo que oyen y ven, y recelosos a profundidad del conocimiento enlatado, de las estupendas ideas empacadas al vacío y de los artificios de manual para triunfar. No hay tales.

La duda es una herramienta útil para ser arte y parte de la realidad que tenemos por nuestra, en unas ocasiones, escurridiza, en otras, efectista. En esos reparos angustiantes puede radicar el secreto para que no seamos simples recitadores de sus bocadillos teatrales. En la universidad se construyen los interrogantes, y, cuanto antes, se desarman las geniales respuestas alcanzadas.

Intelectuales y fuerzas democráticas

El papel de los intelectuales y de las fuerzas democráticas, en ese reordenamiento, tiene mucho que ver con proyectar los énfasis debidos y fomentar la reflexión en torno al único asidero efectivo que tiene lo trascendental en la tierra: lo cotidiano. Cada quien desde su perspectiva, ámbitos y competencias.

Ahí yacen las claves, las metafóricas, las alegóricas o las simbólicas, las que se quieran y a la vista, como La carta robada (Allan Poe, 1844), en “un tarjetero de cartón con filigrana de baratija, colgado por una cinta azul sucia de una anilla…” El quid para entender mejor lo que somos y lograr el inequívoco compromiso con lo que hacemos.

La actitud del intelectual no es conformidad porque sí ni discrepancia porque no. Más bien le corresponde la disputa sin tregua contra las iniquidades; resistencia contra las injusticias y rabia con la sinrazón del día a día.

De su expresión deberían despuntar las alarmas, los desasosiegos, la desesperanza y la esperanza en una sola frase. La conmoción de los intelectuales debería ser el lastre a cuestas de las sociedades, y, en especial, de la academia. Pero escasas veces es así.

Muchos intelectuales, escritores, pensadores, cuentan con gran capacidad de convocatoria, y sus reflexiones podrían avivar aquel impulso sin el cual es inviable cualquier transformación auténtica: la motivación. Y en este mundo de inseguridades, exclusión, fascismo, racismo, supremacías y todos los desajustes concebibles, las transformaciones sociales son cada vez más ineludibles y urgentes, comenzando por la cultural.

Pareciera que la integración es propugnada y alabada en innumerables textos por escritores recluidos e incomunicados. No es tan tarde como para no darnos cuenta que se están yendo las horas y los años.

La pugna por la transformación de la educación, sea como sea, como determinante para el futuro que le espera al ser humano, no dejará de ser una batalla de aquella categoría definida con acierto por Flaubert (1911): “Siempre sangrienta” y siempre con dos vencedores, “el que ganó y el que perdió”. Porque en esa consecución ganarán también, y aún más quizás, quienes ahora la obstaculizan con vehemencia.

* Periodista, escritor y director de televisión colombiano. Analista en medios internacionales. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE). Fue consultor ONU en medios. Productor en Señal Colombia, Telesur, RT e Hispantv.


VOLVER

Más notas sobre el tema