Murió Alfredo Molano Bravo, periodista y escritor

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Alfredo Molano Bravo: testigo y caminante

Desde sus propias palabras, un homenaje a la vida y obra de Alfredo Molano Bravo: el escritor, el periodista, el amigo, el padre, el abuelo. Por más de 30 años, El Espectador fue su casa. Deja 27 libros y miles de artículos para entender la Colombia de los últimos tiempos.

Recordaremos siempre a Alfredo Molano Bravo. Todo lo que escribió, los caminos que recorrió con sus tenis de tela, su larga obra donde Colombia quedó retratada desde su gente simple. Desde el país rural que sus padres le enseñaron a amar entre chuscales y páramos, junto a sus hermanos Alfonso y María Elvira, sus caballos amigos, y los ríos como testigos rumorosos de sus primeros pasos de caminante. Desde sus héroes trabajadores y campesinos, a quienes empezó a escuchar al caer de la tarde en su casa, mientras tocaban tiple, se hacían chanzas o contaban historias duras después del trajín de su faena diaria.

La misma mirada con la que el 9 de abril de 1948, desde su hogar en La Calera, vio el resplandor de las llamas que consumían a Bogotá tras el asesinato de Gaitán, y luego oyó contar que se habían llevado a varios “nueveabrileños” para fusilarlos sin juicio en el Alto de las Cruces. Después tuvo que ver los primeros cadáveres con sus “ojos horrorizados y secos” durante un paseo a Chicoral (Tolima), o en las calles de la Plaza Central de Tocaima llenas de mujeres y niños durmiendo en las aceras, huyendo de la guerra. La realidad de una nación en la que se creía destinado a seguir la senda de comerciante o abogado.

Hasta que un 8 de febrero, después de su bachillerato “entre mesas de billar y salas de cine”, se vio rompiendo por primera vez la tradición, asumiendo como estudiante de sociología en la Universidad Nacional. Allí encontró su rumbo y a las tres personas que más influyeron en su vida y en la de su generación: Orlando Fals Borda, Camilo Torres Restrepo y Eduardo Umaña Luna, quienes le abrieron las puertas para la comprensión del país real, el país posible y la ética. Entre las aulas y pastizales de la Nacional caldeó sus sueños, ayudó a conservar intacto el legado de las luchas estudiantiles, y aprendió a seleccionar frases en sus cuadernos de campo.

Primero, a través de una escritura acartonada para sus primeros lectores profesores, pero con el paso del tiempo, desatada para descubrir las voces auténticas a bordo de una canoa, extendido en una hamaca o durmiendo en una estación de bus. La otra Colombia que empezó a detallar cuando el médico Héctor Abad le dio su primer trabajo en el Alto Sinú. En aquellos días de los años 60, como ahora, Córdoba andaba en crisis, los campesinos reclamaban tierras y los terratenientes se las quitaban, “desecando las ciénagas, corriendo las cercas o quemando las escrituras”. El mismo caldo de cultivo desde los años del tropel.

Desde esa época asumió que “escuchar y escribir son los actos gemelos que conducen a la creación”, pero que guardar esas emociones es dañino, pues la verdadera relación con los otros parte de “romper la trinchera del miedo” y recobrar los testimonios. Entonces se hizo cronista y comenzó su interminable recorrido por Colombia. Atrás quedaron su licenciatura como sociólogo, sus estudios en la École Pratique des Hautes Études, de París, o su cátedra en varias universidades, y empezó a descifrar lo que decían los relatos de hombres y mujeres arrancados de sus pueblos “con sus corotos a cuestas”.

Su primera obra, decidida a “conservar el eco de la madrugada a orillas del río Guayabero oyendo a los micos churucos”, apareció a finales de los años 70 para narrar su encuentro con los ríos del piedemonte llanero, las guerrillas y la coca. Desde entonces nunca se detuvo hasta sumar 27 libros, cubriendo de paso la ruta periodística de EcoCromosAlternativa o Semana, con puerto de llegada a El Espectador, que fue su casa por más de treinta años. El espacio desde el cual recalcó en el error de la autonomía del poder militar frente al civil y la pelea desigual de los campesinos contra el poder armado ilegal y la coca.

De norte a sur y de occidente a oriente, el mismo drama de miles de colombianos atrapados por violencias cruzadas, pormenorizado en las voces de “la gente de tierra, barro y sudor” que fue protagonista de sus libros: Los años del tropelSiguiendo el corteSelva adentroDesterradosTrochas y fusilesDel otro ladoA lomo de mula… los trazos de una obra que en cien años o más, cuando los hechos y protagonistas del presente sean memoria, tendrán que leerse para entender lo que sucedió en Colombia desde mediados del siglo XX a la fecha, sin que él detuviera nunca su escritura, incluso en los amargos tiempos de exilio.

Cuando arreciaron las amenazas ante su palabra erguida precisando los vínculos entre el establecimiento, el Estado y el paramilitarismo a finales de los años 90. Entonces, cuando una comisión del Ejército le ofreció protección y le recomendó que arrancara todos los árboles que rodeaban su casa, instalara reflectores y garitas, y usara carros blindados y guardaespaldas, entendió que era la hora de marcharse. Fueron ocho años entrando y saliendo para sobrevivir, sin que en las páginas de El Espectador faltaran su testimonio y sus reclamos.

Entre demandas, ataques a su buen nombre o sutiles recelos, nunca paró de moverse por el norte del Cauca, las selvas del Chocó, el páramo del Sumapaz o la serranía de La Macarena. Como era de esperarse, la sociedad terminó reconociéndole su honestidad y su tesón. La Universidad Nacional le otorgó título honoris causa; los premios de periodismo CPB y Simón Bolívar exaltaron su vida y su obra, la Academia de Ciencias Geográficas lo consagró como Excelencia Nacional en Ciencias Humanas. Pero a pesar de los aplausos, él nunca dejó de encender la luz de su estudio a las cuatro de la mañana para seguir su trabajo.

En noviembre de 2017, tras la firma del Proceso de Paz entre el gobierno Santos y las Farc, se sumó a la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, después llamada Comisión de la Verdad, encargada de aportar a la sociedad un documento sintético sobre lo que sucedió en Colombia en las últimas cinco décadas. Una misión que desarrolló con entereza hasta estos días de octubre y que, de conformidad con las raíces de su corazón, encaró desde el capítulo Orinoquia, ayudando a desentrañar verdades de la guerra y la paz en los Llanos, con suficientes bases y voces para entenderlas.

Lo recordarán siempre su legión de amigos que, entre sus interminables charlas sobre el país, sobre Gurdjieff o entorno a las travesías de sus viajes, aprendió a escucharlo desde su voz de tono bajo, casi entre susurros, pero repleta de denuncia y de coraje. Lo seguirán leyendo todos aquellos que quieran saber por qué Colombia carga con los estigmas que la siguen atormentando. Y en la misma montaña donde creció y escribió sin límites continuarán honrando su memoria sus hijos Juan Andrés, Adriana, Marcelo y Alfredo, así como sus nietos Antonia, Daniela, Gregorio, Pablo, Thiago y Sofía, los herederos de su esencia, su calidez, su disciplina y sus cuadernos de notas.

El Espectador

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