«Tiempos recios» la nueva novela de Mario Vargas Llosa
Tiempos recios, de Mario Vargas Llosa
“Hace unos tres años escuché en la República Dominicana una historia bastante insólita sobre el régimen de Castillo Armas, quien llegó al poder en Guatemala luego de un golpe militar montado por la CIA contra el presidente Jacobo Árbenz, a quien acusaban de comunista. El asunto me intrigó tanto que comencé a investigar al respecto, hice dos viajes a Guatemala, entrevisté a mucha gente, leí periódicos de la época y, añadiendo muchas cosas imaginarias, de todo ello resultó Tiempos recios. Como algunas de mis novelas, tiene un fondo histórico que he respetado en sus grandes líneas pero he añadido fuertes dosis de invención.
Desde luego que lo ocurrido en Guatemala con la caída de Jacobo Árbenz tuvo una enorme repecusión en toda América Latina. Ocurrió en tiempos de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos se sentía eufórico luego de haber conseguido la caída del Gobierno de Mossadeq en Irán, y no toleraba que ningún gobierno latinoamericano actuara de manera independiente frente a las compañías norteamericanas. Era el caso de la United Fruit, una compañía bananera que se extendía por toda Centroamérica, el Caribe y Colombia. La reforma agraria de Árbenz, que no era comunista, sino capitalista, motivó aquel golpe. Creo que las peores consecuencias fueron empujar al 26 de julio de Fidel Castro a la extrema izquierda y crear un clima favorable hacia la revolución socialista entre los jóvenes latinoamericanos de esa época.”
Si en La Fiesta del Chivo Mario Vargas Llosa nos llevó por los entresijos más sombríos de una dictadura del Caribe, concretamente la que impuso Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana, en Tiempos recios su lente se abre para desentrañar los enormes conflictos y las incesantes conspiraciones que dominaron, entre 1940 y 1959, la vida política de toda la región del Caribe y de Centroamérica. Guatemala tiene una importancia capital, pues ahí se desenvuelven los eventos centrales, pero la historia también transcurre en República Dominicana, Honduras, El Salvador, Haití y hasta en los despachos de abogados de ciudades estadounidenses, y las consecuencias de todas estas acciones van a repercutir en un país concreto, Cuba, y a partir de 1959, después de la Revolución de Castro, en todo el continente. Por eso también puede decirse que, si la pregunta que animaba Conversación en La Catedral, otra de sus obras maestras, era «¿En qué momento se había jodido el Perú?», la pregunta que inspira y asoma en el trasfondo de la nueva obra de Vargas Llosa es «¿En qué momento se jodió América Latina?».
Tiempos recios nos lleva al momento exacto en que la historia de América Latina cambió radicalmente: el año 1954, cuando el Gobierno estadounidense, a través de la CIA y con la complicidad de golpistas guatemaltecos al mando del coronel
Carlos Castillo Armas, decide derrocar el Gobierno democrático del coronel Jacobo Árbenz Guzmán. La razón que adujo Dwight D. Eisenhower para justificar una intervención tan drástica en un país que por fin había salido de la prolongada dictadura de Jorge Ubico fueron los supuestos vínculos de Árbenz con el comunismo. Si hasta 1944 la preocupación de Estados Unidos había sido que América Latina se afiliara al fascismo y apoyara al Eje en la Segunda Guerra Mundial, con el inicio de la Guerra Fría la obsesión pasó a ser el comunismo. Todas las miradas empezaron a apuntar a Guatemala. Como dice Vargas Llosa en la novela, se extendió la asunción de que el país centroamericano se estaba convirtiendo «en un satélite soviético, mediante el cual el comunismo internacional se proponía socavar la influencia y los intereses de los Estados Unidos en toda América Latina».
Pero ¿tenía fundamento esa acusación? ¿Era cierto que Árbenz quería transformar Guatemala en un Estado comunista? ¿O acaso, detrás de todos estos señalamientos y acusaciones, había otros intereses en juego? Tiempos recios va al fondo de este asunto capital para el destino de América Latina. La novela empieza con un capítulo introductorio titulado «Antes», que transcurre en una oficina de Manhattan donde se reúnen dos personajes muy distintos. Uno es Sam Zemurray, el fundador de la United Fruit Company, la compañía bananera que había colonizado toda Centroamérica y buena parte del Caribe, y el otro es Edward L. Bernays, el inventor de las relaciones públicas y un propagandista de incalculable talento. Zemurray visita a Bernays para pedirle asesoría. La United Fruit tiene muy mala fama en Estados Unidos y en Centroamérica, le dice, y necesita a un experto en relaciones públicas que cambie por completo esa imagen negativa. Aquel encuentro tendría consecuencias impredecibles. Bernays se encargó de promocionar el consumo del banano en Estados Unidos y de hacer ver a la United Fruit como un motor de progreso y civilización en el Tercer Mundo. Su operación propagandística dio enormes frutos, pero en Guatemala se encontró con un gran obstáculo. Desde que había regresado la democracia, el presidente Juan José Arévalo, primero, y luego su sucesor, Jacobo Árbenz, estaban promoviendo reformas contrarias a los intereses de la compañía frutera. Cuando reinaban los dictadorzuelos, la United Fruit podía hacer y deshacer a su antojo. Esa época se había acabado.
De manera que para la United Fruit lo grave no era el comunismo, que al fin y al cabo era marginal en Guatemala, y Bernays lo sabía, sino la democracia, porque con ella se acabarían las arbitrariedades de la compañía frutera. Ahora se sometería a una reforma agraria, empezaría a pagar impuestos, a tolerar sindicatos, a pagar servicios de salud, a competir con otras compañías, y la manera de frenar todo esto era inventando una conspiración comunista que persuadiera a la opinión pública para que esta, a su vez, forzara al gobierno a tomar cartas en el asunto. Fake news, la madre de las fake news, y la que mayores consecuencias traería para América Latina.
Es en medio de este juego de intereses que Vargas Llosa sitúa su nueva novela. Varias historias, que ocurren entre la llegada de Árbenz al poder en 1951, su derrocamiento en 1954 y el asesinato del golpista Castillo Armas en 1957, se van entrelazando para ofrecer un gran fresco de la época. Aunque hay un gran repertorio de personajes, el protagonismo lo tiene un viejo conocido del autor, Johnny Abbes García, el matón de Trujillo en La Fiesta del Chivo. Aquel esbirro circunspecto al que veíamos cometer las peores canalladas para complacer a su jefe, aparece ahora, por decirlo de alguna forma, de cuerpo entero, revelando las pasiones, deseos, aspiraciones y falencias que conforman su mundo interno. A través de Abbes García, Vargas Llosa continúa las indagaciones que había empezado en La Fiesta del Chivo sobre el poder, las dictaduras, las ideologías y las ficciones que se toman por verdades, pero esta vez en un escenario más intenso y fascinante, plagado de dictadores (Somoza, Pérez Jiménez, Trujillo, Tiburcio Carías, Castillo Armas) y de demócratas (la Legión del Caribe), trenzados en una lucha a muerte por imponer dos sistemas de gobierno antitéticos. Tiempos recios es una novela de fuertes pasiones y resentimientos; una novela sobre el poder y la fascinación que produce el poder; una novela en la que ese preciado botín se busca, se gana y se pierde, y en la que los personajes, dominados por esas fuerzas ciegas que guían la conducta humana terminan siempre cavando su propia fosa.
Viaje a la Guatemala que pudo ser
La nueva novela de Vargas Llosa, una de las más esperadas de la temporada, rescata la memoria de Jacobo Árbenz, el mandatario que emprendió la modernización de Guatemala y topó con la CIA
Por Javier Lafuente
El Shalet, estirando el sonido de las dos primeras letras como si se mandase a callar, es precisamente eso, un símbolo del silencio. Durante más de 60 años nadie, si se entiende “alguien” como aquel con capacidad de hacer algo, alzó la voz para defender este lugar. Doña Juana Grajeda al menos lo intenta. Mientras se abre paso entre el olvido explica que Jacobo Árbenz, expresidente guatemalteco derrocado en 1954 tras un golpe militar auspiciado por la CIA, venía en sus temporadas de descanso a esta finca que asoma inmensa entre la vegetación selvática.
“El finado presidente Árbenz” es como se refiere a él esta humilde campesina indígena de 70 años. Hay que echarle imaginación para reconstruir lo que estas paredes pudieron albergar durante aquellos días de esplendor. Desde hace tres décadas aquí viven su hijo y su nuera. Doña Juana guía a los visitantes hacia la habitación de María Cristina Vilanova, la mujer de Árbenz, por una escalera de caracol que, más pronto que tarde, dividirá las dos alturas en vez de unirlas. “Aquí antes se veía hasta el final”, dice desde la terraza, que ofrece una vista interrumpida a pocos metros por la cantidad de árboles. Lo poco que queda más allá es la constatación de cómo un Estado decidió ignorar una de las figuras más importantes de su historia reciente. Un nombre, el de Jacobo Árbenz, que volverá a sonar en octubre, gracias a la publicación de la nueva novela del Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, inspirada en el golpe militar que acabó con el mandatario guatemalteco.
Unos cinco años hace desde la última vez que Roberto Paz no se asomaba por el lugar. Este maestro y abogado retirado, de 78 años, recuerda en el trayecto entre Santa Lucía Cotzumalguapa y El Cajón, donde se encuentra la finca El Shalet, los tiempos en los que Árbenz viajaba a la zona. Se sabía de su presencia cuando veían asomar por Santa Lucía a sus hijos montados en caballo. Eran prácticamente los únicos blancos en una región predominantemente indígena, el sector de la población al que los 10 años de la revolución alivianó las crueles condiciones en las que vivían y a las que eran sometidos para trabajar.
Por eso, recuerda Paz con nitidez, los campesinos se fueron arremolinando el 27 de junio de 1954 en Santa Lucía. “Había mucha confusión”, rememora sobre el día que desembocó en un dramático discurso de radio en el que Árbenz anunciaba que dejaba el mando del país al también coronel Carlos Enrique Díaz con la esperanza de salvar las conquistas democráticas de la Revolución. “La gente pedía armas para defenderla”, añade Paz. Todos sabían que aquellos acontecimientos habían sido inducidos.
El derrocamiento de Árbenz con un golpe militar auspiciado por la CIA ha inspirado a Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 83 años) a escribir Tiempos recios (Alfaguara), una de las novedades editoriales más esperadas de la temporada, cuya publicación está prevista para el 8 de octubre. “Hace unos tres años escuché en la República Dominicana una historia bastante insólita sobre el régimen de [Carlos] Castillo Armas, quien llegó al poder en Guatemala luego de un golpe militar montado por la CIA contra el presidente Jacobo Árbenz, a quien acusaban de comunista”, dice Vargas Llosa a EL PAÍS. El asunto intrigó tanto al Nobel que comenzó a investigar al respecto. “Hice dos viajes a Guatemala, entrevisté a mucha gente, leí periódicos de la época y, añadiendo muchas cosas imaginarias, de todo ello resultó Tiempos recios”. La novela, que cuenta con la ayuda de múltiples voces, supone su regreso a una temática, la de los poderes desmedidos en América Latina, que ha abarcado a lo largo de su trayectoria, con La fiesta del chivo como gran exponente, hace casi dos décadas. “Como algunas de mis novelas, tiene un fondo histórico que he respetado en sus grandes líneas pero he añadido fuertes dosis de invención”, asegura.
El Gobierno de Estados Unidos, presidido por Dwight D. Eisenhower, conspiró para poner fin al mandato de Árbenz, que había sucedido a Juan José Arévalo en la presidencia con el propósito de dar continuidad al esfuerzo modernizador de Guatemala. En 1944 un movimiento cívico-militar derrocó a Jorge Ubico Castañeda, dictador durante 14 años y llevó al poder a Arévalo. La Revolución de Octubre continúa siendo para la mayoría de los demócratas guatemaltecos el gran referente y, también, la mayor frustración. En esa década se sentaron las bases de un Estado moderno: entre otras medidas que dignificaban la situación de la población se eliminó el trabajo forzoso que castigaba al campesinado indígena. También se incorporaron los derechos laborales a la Constitución. El destino de Árbenz, y el de Guatemala, quedó marcado con la reforma agraria de 1952, que permitía la expropiación de fincas no cultivadas. Una medida que no gustó a la United Fruit Company, propietaria de las áreas más productivas del país y uno de cuyos accionistas era John Foster Dullles, secretario de Estado de Eisenhower y hermano del director de la CIA, Allen Dulles.
“Desde luego que lo ocurrido en Guatemala con la caída de Jacobo Árbenz tuvo una enorme repercusión en toda América Latina. Ocurrió en tiempos de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos se sentía eufórico luego de haber conseguido la caída del Gobierno de Mossadeq en Irán, y no toleraba que ningún gobierno latinoamericano actuara de manera independiente frente a las compañías norteamericanas”, recuerda Vargas Llosa. “La reforma agraria de Árbenz, que no era comunista, sino capitalista, motivó aquel golpe. Creo que las peores consecuencias fueron empujar al 26 de julio de Fidel Castro hacia la extrema izquierda y crear un clima favorable hacia la revolución socialista entre los jóvenes latinoamericanos de esa época”.
“Fueron los diez años de primavera democrática en el país de la eterna tiranía”, aseguraba la pasada semana el editor, investigador y otrora político José Antonio Móbil en su despacho de la editorial a la que a sus 90 años aún acude a diario en Ciudad de Guatemala. Móbil es un superviviente de aquella época. Tras la caída de Árbenz tuvo que exiliarse a Chile para, después, regresar a su país. Comprometido primero con Arévalo —“formábamos parte de un grupo de jóvenes que llamó los chiquilines de la revolución”— y después con Árbenz, Móbil resume aquella década de la siguiente manera: “Todo lo que estaba ocurriendo por primera vez era para darle voz y voto al pueblo, pero sobre todo presencia. Éramos gente de la calle, nada más. Lo que llamaron comunismo no era más que las conquistas sociales que en Europa ya eran conspicuas”.
El despertar también fue cultural. Se sucedieron expresiones y manifestaciones artísticas inimaginables hasta la fecha. Myrna Torres, una de las fundadoras del Ballet, hermana del sociólogo Edelberto Torres, fallecido recientemente, avasalla con sus evocaciones de aquellos días. Ha vivido durante décadas “entre tiranías y revoluciones” —amiga del Che, pasó más de 40 años en Cuba—. Ahora habita una humilde casa de La Antigua —“No quiero gastar mucho en renta porque lo que me gusta es viajar”, dice—. Su relato es un ir y venir fascinante de anécdotas, nombres y momentos como la creación de la orquesta sinfónica -«hasta entonces había algunos esbozos de músicos, pero no una sinfónica con salario fijo”— o la irrupción del teatro con obras de autores guatemaltecos como Miguel Ángel Asturias o Mariana Pineda, de García Lorca. “Las primeras piezas que bailamos fueron aquí, en La Antigua: una jota aragonesa y el Vals de las Flores. Todavía no usábamos zapatos de punta”.
Guatemala, o al menos una parte del país, nunca se repuso del derrocamiento de Árbenz. Móbil recuerda que desaparecieron los sindicatos, los dirigentes, las asociaciones estudiantiles quedaron diezmadas… Y algo que se prolongó durante décadas: “El país se quedó sin líderes y eso cortó la transmisión que cada generación va dejando a otra. Un pueblo que no conoce su historia es un pueblo sin memoria y un pueblo que no tiene memoria, no tiene conciencia”.
Lean un fragmento de «Tiempos Recios», la nueva novela de Mario Vargas Llosa
Aunque desconocidos del gran público y pese a figurar de manera muy poco ostentosa en los libros de historia, probablemente las dos personas más influyentes en el destino de Guatemala y, en cierta forma, de toda Centroamérica en el siglo XX fueron Edward L. Bernays y Sam Zemurray, dos personajes que no podían ser más distintos uno del otro por su origen, temperamento y vocación.
Zemurray había nacido en 1877, no lejos del Mar Negro y, como era judío en una época de terribles pogromos en los territorios rusos, huyó a Estados Unidos, donde llegó antes de cumplir quince años de la mano de una tía. Se refugiaron en casa de unos parientes en Selma, Alabama. Edward L. Bernays pertenecía también a una familia de emigrantes judíos pero de alto nivel social y económico y tenía a un ilustre personaje en la familia: su tío Sigmund Freud. Aparte de ser ambos judíos, aunque no demasiado practicantes de su religión, eran muy diferentes. Edward L. Bernays se jactaba de ser algo así como el Padre de las Relaciones Públicas, una especialidad que si no había inventado, él llevaría (a costa de Guatemala) a unas alturas inesperadas, hasta convertirla en la principal arma política, social y económica del siglo XX. Esto sí llegaría a ser cierto, aunque su egolatría lo impulsara a veces a exageraciones patológicas. Su primer encuentro había tenido lugar en 1948, el año en que comenzaron a trabajar juntos. Sam Zemurray le había pedido una cita y Bernays lo recibió en el pequeño despacho que tenía entonces en el corazón de Manhattan. Probablemente ese hombrón enorme y mal vestido, sin corbata, sin afeitarse, con una casaca descolorida y botines de campo, de entrada impresionó muy poco al Bernays de trajes elegantes, cuidadoso hablar, perfumes Yardley y maneras aristocráticas.
—Traté de leer su libro Propaganda y no entendí gran cosa —le dijo Zemurray al publicista como presentación. Hablaba un inglés dificultoso, como dudando de cada palabra.
—Sin embargo, está escrito en un lenguaje muy simple, al alcance de cualquier persona alfabetizada —le perdonó la vida Bernays.
—Es posible que sea falta mía —reconoció el hombrón, sin incomodarse lo más mínimo—. La verdad, no soy nada lector. Apenas pasé por la escuela en mi niñez allá en Rusia y nunca aprendí del todo el inglés, como estará usted comprobando. Y es peor cuando escribo cartas, todas salen llenas de faltas de ortografía. Me interesa más la acción que la vida intelectual.
—Bueno, si es así, no sé en qué podría servirlo, señor Zemurray —dijo Bernays, haciendo el simulacro de levantarse.
—No le haré perder mucho tiempo —lo atajó el otro—. Dirijo una compañía que trae bananos de América Central a los Estados Unidos.
—¿La United Fruit? —preguntó Bernays, sorprendido, examinando con más interés a su desastrado visitante.
—Al parecer, tenemos muy mala fama tanto en los Estados Unidos como en toda Centroamérica, es decir, los países en los que operamos —continuó Zemurray, encogiendo los hombros—. Y, por lo visto, usted es la persona que podría arreglar eso. Vengo a contratarlo para que sea director de relaciones públicas de la empresa. En fin, póngase usted mismo el título que más le guste. Y, para ganar tiempo, fíjese también el sueldo.
Así había comenzado la relación entre estos dos hombres disímiles, el refinado publicista que se creía un académico y un intelectual, y el rudo Sam Zemurray, hombre que se había hecho a sí mismo, empresario aventurero que, empezando con unos ahorros de ciento cincuenta dólares, había levantado una compañía que —aunque su apariencia no lo delatara— lo había convertido en millonario. No había inventado el banano, desde luego, pero gracias a él en Estados Unidos, donde antes muy poca gente había comido esa fruta exótica, ahora formaba parte de la dieta de millones de norteamericanos y comenzaba también a popularizarse en Europa y otras regiones del mundo. ¿Cómo lo había conseguido? Era difícil saberlo con objetividad, porque la vida de Sam Zemurray se confundía con las leyendas y los mitos. Este empresario primitivo parecía más salido de un libro de aventuras que del mundo industrial estadounidense. Y él, que, a diferencia de Bernays, era todo menos vanidoso, no solía hablar nunca de su vida.
A lo largo de sus viajes, Zemurray había descubierto el banano en las selvas de Centroamérica y, con una intuición feliz del provecho comercial que podía sacar de aquella fruta, comenzó a llevarla en lanchas a Nueva Orleans y otras ciudades norteamericanas. Desde el principio tuvo mucha aceptación. Tanta que la creciente demanda lo llevó a convertirse de mero comerciante en agricultor y productor internacional de bananos. Ése había sido el comienzo de la United Fruit, una compañía que, a principio de los años cincuenta, extendía sus redes por Honduras, Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica, Colombia y varias islas del Caribe, y producía más dólares que la inmensa mayoría de las empresas de Estados Unidos e, incluso, del resto del mundo. Este imperio era, sin duda, la obra de un hombre solo: Sam Zemurray. Ahora muchos cientos de personas dependían de él.
Para ello había trabajado de sol a sol y de luna a luna, viajando por toda Centroamérica y el Caribe en condiciones heroicas, disputándose el terreno con otros aventureros como él a punta de pistola y a cuchillazos, durmiendo en pleno campo cientos de veces, devorado por los mosquitos y contrayendo fiebres palúdicas que lo martirizaban de tanto en tanto, sobornando a autoridades y engañando a campesinos e indígenas ignorantes, y negociando con dictadores corruptos gracias a los cuales —aprovechando su codicia o estupidez— había ido adquiriendo propiedades que ahora sumaban más hectáreas que un país europeo de buena contextura, creando miles de puestos de trabajo, tendiendo vías férreas, abriendo puertos y conectando la barbarie con la civilización. Esto era al menos lo que Sam Zemurray decía cuando debía defenderse de los ataques que recibía la United Fruit —llamada la Frutera y apodada el Pulpo en toda Centroamérica—, y no sólo por gentes envidiosas, sino por los propios competidores norteamericanos, a los que, en verdad, nunca había permitido rivalizar con ella en buena lid, en una región donde ejercía un monopolio tiránico en lo que concernía a la producción y comercialización del banano. Para ello, por ejemplo, en Guatemala se había asegurado el control absoluto del único puerto que tenía el país en el Caribe —Puerto Barrios—, de la electricidad y del ferrocarril que cruzaba de un océano al otro y pertenecía también a su compañía.
Pese a ser las antípodas, formaron un buen equipo. Bernays ayudó muchísimo, sin duda, a mejorar la imagen de la compañía en los Estados Unidos, a volverla presentable ante los altos círculos políticos de Washington y a vincularla a los millonarios (que se ufanaban de ser aristócratas) en Boston. Había llegado a la publicidad de manera indirecta, gracias a sus buenas relaciones con toda clase de gente, pero sobre todo diplomáticos, políticos, dueños de periódicos, radios y canales de televisión, empresarios y banqueros de éxito. Era un hombre inteligente, simpático, muy trabajador, y uno de sus primeros logros consistió en organizar la gira por los Estados Unidos de Caruso, el célebre cantante italiano. Su modo de ser abierto y refinado, su cultura, sus maneras accesibles caían bien a la gente, pues daba la sensación de ser más importante e influyente de lo que lo era en verdad. La publicidad y las relaciones públicas existían desde antes de que él naciera, por supuesto, pero Bernays había elevado ese quehacer, que todas las compañías usaban pero consideraban menor, a una disciplina intelectual de alto nivel, como parte de la sociología, la economía y la política. Daba conferencias y clases en prestigiosas universidades, publicaba artículos y libros, presentando su profesión como la más representativa del siglo XX, sinónimo de la modernidad y el progreso.