“La política de la venganza”: una (re)construcción a favor de la impunidad – Por Analía Minteguiaga, especial para NODAL

765

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Analía Minteguiaga, especial para NODAL(*)

Desde el análisis de políticas públicas, y desde la sociología también, se ha desarrollado una vasta corriente investigativa sobre la construcción de los problemas públicos. Esto resulta de vital importancia para comprender porqué sobre ciertos asuntos la ciudadanía posa su atención y cree y respalda que deba hacerse algo al respecto.

Como descubrió el sociólogo norteamericano Joseph Gusfield, experto en esta temática, los problemas no se presentan de pronto, naturalmente,en la conciencia de los miembros de una sociedad, reclamando un tratamiento y solución[1]. No son producto de la generación espontánea, de una especie de “fuerza de lo evidente” sin sujetos que los definan y que los defiendan. El hecho de reconocer que una situación puede ser dolorosa no la transforma automáticamente en un problema ni social ni menos aún público. Esto requiere no sólo de acciones muy concretas sino de un sistema que permita categorizar y definir los acontecimientos como un problema de orden público. Categorización que obviamente supone recortes, selecciones, delimitaciones. Establecer lo que entra y lo que queda por fuera. También supone definir victimarios, víctimas (y hasta chivos expiatorios) y una autoridad responsable de su gestión y control (instituciones y personas a cargo). Igualmente, la construcción de un problema público requiere recursos materiales y simbólicos que están desigualmente distribuidos en la sociedad. Finalmente, paraGusfield los problemas son construcciones sociales que nunca parten de la nada, siempre reconocen una historia y, por tanto,no siempre fueron como son hoy o como serán en el futuro.

Este preámbulo es para enmarcar una discusión muy actual que se presenta en varios países de la región donde a las experiencias progresistas de gobierno le sucedieron retornos neoliberales. Básicamente porque dichos regresos en buena medida se apalancaron en la reconstrucción de un viejo problema público, pero bajo nuevos formatos y una potenciada visibilidad pública: “la lucha contra la corrupción”. Esta cuestión no sólo se sustentó en la historia previa que registraba, sino que supuso una reformulación novedosa y tremendamente eficaz en términos de imposición de ideas. La reconfiguración operada anuló precozmente el desacuerdo so pena de recibir a quién lo esgrimiera un juicio moral desaprobatorio. Logró algo muy poderoso (y al mismo tiempo muy peligroso) en el debate público: lo moralizó. Esto, por supuesto, recortó brutalmente el ámbito de lo posible de ser discutido e hizo casi imposible expresar opiniones diferentes a los parámetros preestablecidos. No sólo ¿quién podría estar en contra de la lucha contra la corrupción? sino ¿quién podría estar en contra de cierta definición de la lucha contra la corrupción?

Ahora bien, las acciones que desde los nuevos gobiernos neoliberalesse concretaron bajo este problema público le fueron otorgando un sentido moralizador aún más profundo.

Por ejemplo, la alianza que viene gobernando Argentina desde diciembre de 2015, “Cambiemos”, hizo de la “lucha contra la corrupción” su -prácticamente-úni caplataforma de legitimación. El argumento formal con el que se instaló este issue fue que para mejorar la vida de los y las argentinas era necesario “extirpar la corrupción y reinstalar la República y sus instituciones”. Ahora bien, todo problema público lógicamente planteado conlleva implícitamente una definición de sus causas y soluciones. En este marco de inteligibilidad, el diagnóstico de la corrupción aludió a los 12 años de gobiernos kirchneristas. Este fue el recorte. Si bien tiempo después la temporalidad del problema se extendió a 70 años, justamente para tratar de abarcar al peronismo del mismísimo Juan Domingo Perón esto metió en un enorme embrollo a la retórica macrista, ya que dentro de esa gran bolsa de siete décadas quedaron incluidos los gobierno sradicales que eran sus socios de gobierno y, además, las dictaduras militares equiparando gobiernos de facto con gobiernos democráticos. Pero bueno, los relatos que pretenden tener desmedida capacidad de síntesis corren este tipo de riesgos. Inevitable,¿no?

Ahora bien, en tanto la construcción del problema público de la lucha contra corrupción devino en la lucha contra el kirchnerismo, hubo un pequeñísimo paso que dar para que no sean las prácticas, los actos, las conductas, los procedimientos o los procesos de corrupción los que se persiguieran, sino las y los kirchneristas de carne y hueso que podían asociarse a ellos. Seguidamente, la fuerza moralizadora de este problema devino en que aquella asociación entre actos y personas no requiriera de comprobaciones ni verificaciones. Como dijo un histórico periodista del Diario La Nación: “no hacen falta pruebas para certificar la corrupción kirchnerista. Es evidente”. Al transformar una batalla de corte institucional en una batalla personal y con una enorme carga de preconceptos se asumían enormes riesgos. No sólo que la prensa actuara cual tribunal juzgando y sentenciando a las personas desde el mero espacio de la opinión, sino que los procesos encarados en el ámbito de la justicia para perseguir la supuesta corrupción perdieran de vista la importancia de ajustarse a los marcos normativos y procedimentales establecidos en la Constitución y las leyes de la República Argentina.

Ahora bien, el argumento nada formal,aunque tremendamente real y estratégico,era que esta “cruzada” ligada a la lucha contra la corrupción iba a asegurar la implementación y justificación de políticas económicas y sociolaboralesneoliberales bajo el argumento de que el despilfarro público debía acabarse. Así, sin que muchos se percataran, el Estado mínimo paso a ser sinónimo -en este contexto de significaciones- de  Estado no corrupto. Por ello, una medida de éxito en esta batalla se asoció con el recorte del Estado, el ajuste fiscal y, por supuesto, la denostación de su funcionariado bajo el uso despectivo de la categoría de “burócrata”.

Asimismo, en este marco (frame) de sentidos, otra medida de éxito fue cuántos kirchneristas tenían procesos judiciales y, más aún, cuántos estaban en la cárcel o en el exilio y no, lo que debía ser una medida de éxito razonable de gestión pública, el mejoramiento de las condiciones de vida de las y los argentinos. En Argentina esto llegó a niveles casi tragicómicos cuando la titular de la Oficina Anticorrupción[2]sostuvo, sin amilanarse, que desde ese espacio no se podía investigar nada vinculado a la gestión gubernamental macrista porque sería tachada de “parcial”. Por eso, dicha Oficina solo podía dedicarse a investigar lo acontecido entre 2003 y 2015, es decir, los gobiernos kirchneristas. Excelente ejemplo del clima de ideas que tiende a transformar los defectos en virtud. ¡La anticorrupción será solamente contra los kichneristas, correístas, lulistas o no será nada!

Resultó tan trascendental la batalla mencionada que, en pos de “ganarla”, se cometieron barbaridades institucionales y jurídicas con impactos aún impredecibles en y para el sistema judicial argentino.

Las causas que se iniciaron no pudieron escapar a esas deformaciones de nacimiento y los propios actores políticos y judiciales que de manera desenfada explicitaron su posicionamiento en contra de ciertos lideres tachados de “kirchneristas” no pudieron tomar distancia de esta dinámica. Esto los llevó a cometer errores colosales que desvirtuaron los procesos, haciendo que -tarde o temprano- terminen no sólo en sobreseimientos sino incluso en juicios contra el mismo Estado en cortes nacionales e internacionales, involucrando litigios por derechos humanos vulnerados.

Por ejemplo, sorteos amañados de causas judiciales para que aquellas que revestían “interés político” se “asignen” a los mismos jueces; ligado a ello, actuaciones de evidente parcialidad de ciertos magistrados y fiscales que permitieron la admisión de pruebas impericiables o fraguadas, de testigos coaccionados o directamente falsos; negaciones injustificadas a las defensas para presentar pruebas; uso indebido de las prisiones preventivas que implicó la reversión sin precedentes -salvo en las dictaduras- del principio fundamental de presunción de inocencia; ruptura del secreto de sumario haciendo intervenir a la prensa para que se produzca un juzgamiento y linchamiento mediáticos, etc. etc. etc.

Empero el problema público de la lucha contra corrupción en los últimos meses ha registrado una profundización de ese mantra de ideas. Y es que los sectores y fuerzas sociales que defendieron el proyecto de reconstrucción neoliberal se están reajustando pragmática y vertiginosamente a un nuevo escenario en el que posiblemente a fin de octubre de este año se confirme la llegada al poder de un proyecto contrarioal macrista. Uno que vuelve a traer a la máxima escena del poder institucionalizado en Argentina al kirchnerismo y a una alianza amplia que incluye al peronismo unido y otras fuerzas sociales progresistas.

El nuevo relato sostiene entonces que la lucha contra la corrupción bajo el próximo gobierno se transformará en “política de la venganza”. No se podrá, por tanto, aplicar ningún criterio de justicia a los actos, procesos y procedimientos del gobierno precedente ni a los atropellos perpetrados por la justicia para encarcelar a opositores políticos porque esto será interpretado bajo el clima de ideas anteriormente descrito.Si la lucha contra la corrupción no es antiK, antiRC o antiLula es simplemente “venganza”. Es interesante este trastocamiento del discurso anticorrupción porque ahora aquellos que participaron en la degradación de las instituciones de justicia politizándolas, las vuelven a degradar al sostener que no podrán llevar a cabo actos jurídicos sino de persecución política. Ojalá esas instituciones, sus funcionarios, tan fundamentales para la vida republicana,revelen a través de sus actos y conductas el rechazo a un juego que pone en jaque supretensión de independencia.

(*) Dra. en Investigación en Ciencias Sociales (FLACSO/México). Investigadora asociada del Grupo de Estudio sobre Políticas Sociales y Condiciones de Trabajo del IIGG/UBA, Argentina

[1] Gusfield, Joseph (2014). La cultura de los problemas públicos. El mito del conductor alcoholizado versus la sociedad inocente. Buenos Aires: Siglo XXI.
[2] La OAC es un organismo dependiente del Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos encargado de velar por la prevención e investigación de aquellas conductas que se consideren comprendidas en la Convención Interamericana contra la Corrupción en el ámbito de la Administración Pública Nacional centralizada y descentralizada, empresas, sociedades y todo otro ente público o privado con participación del Estado o que tenga como principal fuente de recursos el aporte estatal. Durante el gobierno de Macri no hubo cambios relevantes en la regulación de esta Oficina, uno significativo fue en diciembre de 2015 cuando se modificó por decreto la reglamentación para permitir que una diputada y militante del PRO asumiera al frente del organismo pese a no cumplir los requisitos de idoneidad exigidos por la ley argentina (entre ellos, ser abogada).


VOLVER

Más notas sobre el tema