Los dilemas éticos del progresismo latinoamericano – Por Alberto Fernández

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Nadie dudaría en afirmar que a lo largo de los primeros años del siglo XXI en América Latina se desarrolló un proceso que atendió una serie de demandas populares como reacción a las políticas conservadoras y neoliberales que se habían aplicado en diferentes países de la región.

Por más de una década, en muchos países del continente se desarrollaron enormes cambios que siempre tuvieron un común denominador: integrar socialmente a vastos sectores de la población a los que la pobreza condenaba a la marginalidad. A eso se sumaron acciones que ampliaron derechos de minorías y favorecieron así una mayor integración social. En ese sentido, Argentina, con la puesta en marcha de la «asignación universal por hijo’ para madres solteras y con el dictado de la ley que institucionalizó el «matrimonio igualitario» (entre otros), parece haber liderado ese proceso. Así, justo es reconocerle al primer mandato de Cristina Fernández de Kirchner una enorme capacidad para ampliar derechos de minorías sociales. Las reformas legales que instituyeron además el voto joven, la identidad de género, la fertilización asistida gratuita y el divorcio express son solo prueba de lo dicho.

Si uno mirara retrospectivamente, la América Latina progresista hizo un claro intento en favor de una sociedad más igualitaria, convirtiéndose así en un espacio que confrontó contra el modelo de desarrollo instituido por el mundo central. Sin embargo, en los últimos años se ha observado un claro retroceso en la continuidad de esas políticas porque los avances logrados no han sido lo suficientemente robustos como para corregir estructuras económicas e instituir esquemas signados por una mayor desconcentración en lo productivo y en lo comercial y una distribución del ingreso más equitativa.

La misma crítica podría extenderse hacia el Estado, que, pese a haber sido un protagonista central de estos años, no ha cambiado centralmente su fisonomía, dejando al descubierto su debilidad. Aun así, nada ha deteriorado más a este tiempo progresista en América Latina que las imputaciones lanzadas sobre las faltas éticas de sus responsables políticos. Nadie razonablemente espera que acaben pervirtiéndose los mismos que se han presentado ante la sociedad como los defensores de los postergados. La corrupción fulmina a los Gobiernos progresistas porque destruye el discurso “moral” en que sustentan su propuesta electoral.

Alguna vez escuché una reflexión de Marco Aurelio García que viene al caso recordar. Se preguntaba qué le había pasado al progresismo, que cuando estaba fuera del poder por no tener los votos tenía muchas ideas transformadoras y después, cuando estuvo en el poder, por contar con muchos votos se fue quedando sin ideas. Tal vez la respuesta a esa reflexión esté precisamente en el hecho de que se ha dilatado la ética política del progresismo cada vez que gobernó.
¿Cómo se cataloga la conducta de quien pregona la necesidad de establecer un orden económico distinto y con sus políticas solo promueve la continuidad o la profundización de aquello que dijo que debía ser cambiado?

Del cambio en los discursos a la continuidad de los hechos

Todos los modelos progresistas que en los últimos años gobernaron en América Latina se han presentado ante sus votantes como expresiones de cambio. Cuando este proceso se inició, América Latina se debatía ante distintos problemas. La postración económica y las violaciones de derechos humanos que estaban impunes eran aspectos que mucho preocupaban.

Si una condición caracterizaba entonces a la economía latinoamericana, era la de estructurarse a partir de ser proveedora de materias primas. Esa idea de buscar el crecimiento a partir de la producción primaria venía condenando a la región a un estancamiento innegable. Una suerte de profecía que nos sentenciaba a seguir orbitando como periféricos de un mundo central en ese lugar aspiracional en el que se ubican los Estados «en vía de desarrollo’: Superar esa condición, promoviendo la industrialización y a partir de allí mejores condiciones para hacer crecer las economías, fue un compromiso asumido por el progresismo latinoamericano.

La primera década del siglo XXI estuvo signada por el sostenido aumento de los precios de las commodities debido a la creciente demanda de bienes primarios originada por China, una enorme economía que decidida a participar del fenómeno global comenzó a demandar alimentos (granos y oleaginosas), minerales (hierro y cobre) y energía (petróleo).

Detengámonos en el petróleo, un insumo que tiene en Ecuador y Venezuela a dos muy importantes productores. Promediando el año 2003, el precio del barril de petróleo rondaba los 25 dólares. Huracanes desatados sobre el golfo de México ( en especial el recordado huracán Katrina) afectaron mucho la producción, dando inicio a un incremento de los precios que se potenció con el vertiginoso crecimiento de la demanda de China (y de India en segundo lugar), permitiendo que hacia julio de 2008 el precio del barril superara los 140 dólares. La escalada continuó hasta finales de 2008.

Venezuela se vio particularmente favorecida por ese contexto. En 1999, cuando Hugo Chávez asumió la presidencia, el barril de petróleo venezolano promediaba los 16 dólares. En 2004, ese valor se había duplicado al ubicarse en 32 dólares. La escalada continuó favoreciendo a la república bolivariana y a mediados de 2008 alcanzó el precio de 88 dólares. Posteriormente, entre 2011 y 2014 la situación oscilaría hasta culminar el período con un valor de 103 dólares el barril.

Entre 1999 y 2014, según datos del Banco Mundial, Venezuela recibió más de 960.000 millones de dólares en concepto de exportaciones petroleras. Eso significa que anualmente y durante 17 años percibió un promedio de 56.500 millones de dólares. Para comprender la dimensión de la ventaja, es útil tener en cuenta que en el período 1993/1998 (durante el mandato presidencial de Rafael Caldera) el ingreso promedio de Venezuela por exportación de petróleo fue de 15.217 millones de dólares anuales. En ese mismo lapso, Venezuela llevó adelante una política de endeudamiento creciente aprovechando que el mercado financiero internacional reclamaba bajas tasas. Entre 1999 y 2011, el Gobierno emitió deuda por un monto de 54.327 millones de dólares. Como consecuencia de estas emisiones, Venezuela ha asumido compromisos hasta 2027 por 92.750 millones de dólares en concepto de pago de intereses y capital, comprometiendo su propio futuro.

Al margen de la emisión de títulos, Venezuela contrajo deuda directamente con Estados soberanos y así, desde 2007 hasta la actualidad, China le ha prestado alrededor de 65.000 millones de dólares que en parte se han saldado con exportaciones de petróleo. Es real que gran parte de esos recursos fueron utilizados para mejorar las condiciones sociales profundamente inequitativas que existían al momento en que Hugo Chávez accedió al poder. De ese modo, se construyeron un millón de viviendas, el número de personas que reciben planes sociales se incrementó desde 280.000 en 1998 hasta tres millones en la actualidad y gracias a la creación del Sistema Nacional de Empleo la desocupación se ha mantenido constante en torno al 7% durante mucho tiempo. A su vez, el sistema de atención de salud pública se ha desarrollado y hoy atiende al 80% de la población. Finalmente, el número de estudiantes universitarios creció de 500.000 en 1999 a más de dos millones en la actualidad.
Es evidente que la idea de un reformismo moderado se ha adueñado de muchos de estos espacios políticos. Es necesario no caer en el vicio de la «responsabilidad» que va tornando conservador al progresismo a medida que el poder se le va acercando.

Sin embargo, pese a semejante esfuerzo, las condiciones estructurales de la economía venezolana no se han alterado. Hoy sigue dependiendo de las exportaciones del petróleo y de las importaciones de rubros tan importantes ( entre ellos, los alimentos). Ese contexto, sumado a la crisis internacional, ha llevado a la economía venezolana a desbarrancarse peligrosamente, generando un cuadro de inflación creciente, salida de divisas del sistema financiero, peligroso aumento de la deuda externa y un cuadro social amenazante ante la sostenida pérdida del trabajo.

La Revolución Bolivariana, fundamentalmente tras la desaparición de Chávez, se ha mostrado ineficiente como para alterar la ecuación que sumergió a Venezuela en el retraso. A ello se ha sumado el creciente menosprecio hacia las formas republicanas, evidenciado en el encarcelamiento de opositores y en el intento de disolver el Parlamento a partir de un fallo del máximo tribunal del país.

A su vez, el proceso de reconversión de una economía también alcanza al Estado. Ninguna economía que se tilde de progresista puede desatender la balanza comercial o las cuentas públicas, algo olvidado en el modelo bolivariano. ¿Cómo se cataloga la conducta de quien pregona la necesidad de establecer un orden económico distinto y con sus políticas solo promueve la continuidad o la profundización de aquello que dijo que debía ser cambiado? ¿Cómo se entiende que quien reclama un Estado presente lo haga funcionar deficitariamente?

La ética política da por supuesto que no se roben los recursos públicos. Pero también exige cumplir con aquello que se explicita como compromiso político a lo largo de las campañas electorales. ¿Por qué no reprochar la conducta de quien dice que va a cambiar la realidad aprovechando la vocación transformadora de una sociedad y después desde el Gobierno acaba sosteniendo esa misma realidad que reclamaba ser mutada?

Aunque Venezuela ha sido tomado aquí como una referencia de nuestra tesis crítica, en la mayoría de los países de la región se observan características semejantes.

Detengámonos ahora en Argentina. Seguramente, como consecuencia de haber caído en default en el año 2001 y de haber tenido que soportar una crisis institucional de magnitud a partir de la renuncia de Fernando de la Rúa (con ello, en 10 días se sucedieron cinco presidentes), fue Argentina el país que más dificultades evidenciaba al iniciarse esta etapa de progresismo latinoamericano.

Néstor Kirchner accedió a la presidencia con la debilidad formal de haberse visto impedido de contar con una segunda vuelta electoral que lo hubiera legitimado en votos. A lo largo de su mandato, Kirchner fue resolviendo cada uno de los problemas que había recibido. Aprovechando un contexto internacional favorable (los precios de la soja crecieron sostenidamente) e impulsando la reactivación de la economía interna, pudo sacar al país de la postración en la que estaba. Promovió el consumo, posibilitando que la economía creciera en ese período a un promedio anual del 8%. Preservó en cada ejercicio una balanza comercial favorable. Salió de la situación de default con una importante quita de la deuda, dejando el gobierno con un pasivo externo muy controlable que representaba el 57% del PBI de 2007. Eso le permitió reducir la pobreza al 23% y bajar la desocupación al 11 %.

El mandato de Kirchner estuvo llamado a resolver lo urgente y lo logró. Aun así, no tuvo modo ni tiempo de modificar una estructura económica que en muchos sectores se extranjeriza (minería), que en muchos otros se concentra (la producción láctea o los canales supermercadistas) y que en muchos casos se desarrolla con un grado de informalidad preocupante en desmedro del fisco (la actividad agrícola). Sí pudo ordenar en gran medida el funcionamiento del Estado, que a lo largo de toda su gestión funcionó acumulando reservas monetarias (alcanzaron los 46.500 millones de dólares al dejar el poder), cumpliendo sus obligaciones con los organismos internacionales de crédito (saldó la totalidad de las deudas que Argentina registraba con el FMI, el Banco Mundial y el BID) y operando con un superávit fiscal que en cada año promedió el 3%.

Kirchner sentó las bases para llevar adelante un proceso de reconversión económica mucho más profunda, y era Cristina Fernández de Kirchner (su sucesora) quien debía instituirlo. Sin embargo, esa labor quedó pendiente y fueron tantas las insuficiencias y desaciertos evidenciados en la gestión que una mayoría de la sociedad acabó votando en su contra.

Cristina ejerció la presidencia en Argentina durante ocho años. Ganó por primera vez en octubre de 2007, obteniendo 20 puntos de ventaja sobre la segunda fuerza. Fue reelecta en octubre de 2011, alcanzando la mayoría absoluta de los votos (54% del electorado) y distanciándose del segundo en más de 40 puntos. Con esos resultados, nadie podría dudar del poder político que logró acumular tras cada elección presidencial. Por esa fortaleza, en su segundo mandato logró constituir mayorías en cada una de las cámaras del Congreso y a partir de allí pudo ejercer el poder sin encontrar escollos de ninguna especie.

Cristina inició su mandato convocando a la unidad social. La «transversalidad política» que congregaba en el Gobierno a dirigentes provenientes de distintas expresiones supuso una ampliación de la base que lo sustentaba. Ello, sumado a un Estado ordenado y una sociedad pacificada, hizo suponer que la institucionalización de los cambios devendría inexorable. Pero, a diferencia de lo que caracterizó a la gestión de su marido, Cristina agudizó las contradicciones con distintos sectores sociales que le depararon conflictos de los que casi nunca salió indemne.

A los tres meses de asumir, dispuso un incremento de las retenciones a las exportaciones de soja que enfrentó a su Gobierno con el sector agropecuario. La medida desató un conflicto social y económico de proporciones que acabó con la virtual anulación de la medida por no contar con el apoyo del Congreso. Ese extremo marcó definitivamente el distanciamiento entre el Gobierno y un sector de la economía argentina (el agropecuario y el ganadero) que representa una buena parte del Producto Bruto Interno. Lo llamativo es que la confrontación se dio con chacareros que históricamente habían acompañado las propuestas del Gobierno y que reprochaban el aumento de la presión tributaria sobre aquello que producían.

En otro momento, Cristina planteó a la sociedad un debate sobre el rol de los medios de comunicación en Argentina y logró aprobar una ley regulatoria del modo como aquellos deberían funcionar en adelante. Su principal propósito consistió en desguazar un conglomerado de empresas mediáticas (Grupo Clarín) que había acaparado la operación de transmisión de imágenes ( televisión por cable) y se había colocado en posición dominante en el mercado de los periódicos. Con todo, lo más problemático resultó la desmesura del discurso que cargó en los medios de comunicación argentinos las causas determinantes del deterioro general.

Por último, disconforme con algunos fallos judiciales que les resultaron adversos, Cristina también confrontó con el Poder Judicial. Así, promovió la necesidad de cambiar su funcionamiento y logró que el Congreso Nacional aprobara sendas leyes que ponían en manos de personas elegidas popularmente la selección de los jueces y el análisis de sus conductas como tales. El intento quedó en nada cuando la Corte Suprema de Justicia anuló las normas centrales de esas leyes hasta privarlas de toda operatividad.

A lo largo de toda su gestión, Cristina impuso un modo de ejercer la política que siempre tuvo en la confrontación su principal eje. Y aunque a nadie escapa que la política es en esencia representación de intereses y que muchas veces ellos entran en contradicción, es muy difícil administrar la política cuando con cada decisión se enciende una controversia que siempre divide a la sociedad entre «buenos» y «malos’: ¿Cómo encontrar ética progresista en un Gobierno que convierte en enemigo a quien señala diferencias o simplemente reclama correcciones en la gestión de la cosa pública?

El Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner ofreció «batallas» que, aunque tuvieron formas «épicas», acabaron como enormes decepciones. Ninguna sirvió para revertir una economía que mostraba distorsiones que fueron ocultadas con la manipulación o la tergiversación de datos estadísticos. Aunque supo instituir una formidable ampliación de derechos, Cristina fue incapaz de trastocar los cimientos de una economía concentrada que en nada ayudaba a los más postergados. Pero lo más cuestionable fue que esos mismos postergados que acabaron atrapados en bolsones de indigencia y pobreza acabaron invisibilizados a través de artilugios estadísticos. Hay una carencia de ética madre, que queda al descubierto cuando se libran batallas que en nada alteran lo injusto del sistema que se dice querer transformar.

Detengámonos ahora en Chile. Tras la dictadura pinochetista, una coalición progresista se hizo cargo del gobierno en 1990. Desde entonces ejerció el poder, salvo cuatro años (2010-2014) en los que el conservadurismo lo ocupó. En todo ese lapso, la Concertación de partidos de centro e izquierda no pudo alterar las bases sobre las que Pinochet hizo funcionar la economía del país. El progresismo chileno, que cuenta entre sus cuadros dirigentes a personalidades ilustradas como tal vez ningún otro espacio político en América Latina, siguió promoviendo una economía muy abierta con fuerte promoción de la inversión externa y acotando sus exportaciones básicamente a la producción primaria (cobre, fundamentalmente). El Estado solo arbitra fijando reglas y respetando la seguridad jurídica. Es real que Chile ha logrado reducciones en los niveles de pobreza. Según la OCDE, en los últimos años pudo mejorar tanto en el coeficiente de Gini como en los márgenes de desigualdad, pero aun así continúa ostentando la condición de país más desigual de los que conforman aquella organización.

Recientemente, el Foro Económico Mundial (WEF) ha dicho que Chile «para seguir mejorando tiene que enfocarse en conseguir mayor equidad en los resultados educativos, reducir el dominio sobre el mercado de un puñado de firmas, hacer el sistema tributario más progresivo y ampliar la seguridad social» (Informe sobre el Índice de Desarrollo Inclusivo (IDI) elaborado por el World Economic Forum, en su Reunión Anual de enero 2017). En esos cuatro puntos se evidencia la disparidad que existe entre los diferentes actores de la sociedad chilena.

¿Dónde anida la ética progresista de un espacio político que preserva durante décadas condiciones de desigualdad para acceder a la educación y a la salud? ¿Con qué argumentación ética el Estado deja librado al sector privado las pensiones de los adultos mayores?

Tal vez Bolivia sea una excepción a lo que se ha dicho. Evo Morales llevó adelante un plan de gobierno que se inició con la nacionalización definitiva de los recursos hidrocarburíferos del país, que rompió con las lógicas del sistema de partidos dándole capacidad de representación a organizaciones sociales, que reivindicó a la comunidad indígena y que desarrolló un plan de alfabetización que alcanzó a más de un millón de bolivianos. Ese progreso de la economía estuvo acompañado por mejoras en los indicadores sociales, pues se favorecieron el acceso a la educación, la salud, la jubilación y a una vivienda digna provista de los servicios básicos (electricidad, agua, saneamiento básico y telecomunicación).

Las herramientas utilizadas por Morales en la tarea de redistribuir mejor los recursos pasaron fundamentalmente por la implementación de planes universales para sectores específicos de la población, como pensiones de jubilación a partir de los 60 años de edad, y una serie de “programas de transferencias monetarias condicionadas”. En Bolivia se han alterado claramente las estructuras económicas que existían. Tan solo la recuperación de las fuentes de energía a favor del Estado supone un cambio sideral respecto del modo como la economía se venía desarrollando hasta entonces.

Al igual que el resto de los países de la región, Bolivia se vio beneficiada con el aumento de los precios de las commodities (gas, petróleo y plata, en su caso). Pero, a diferencia de lo sucedido en otros países del continente, esos mayores ingresos sirvieron para que, en un marco de rigurosa disciplina fiscal, se acumulen reservas monetarias y se mejoren las condiciones de vida de los sectores más postergados de esa sociedad. La Bolivia silenciosa de Evo Morales parece ser el único modelo progresista que ha cumplido en buena medida el compromiso ético que había asumido. Y logró hacerlo sorteando importantes obstáculos internos.

Es evidente que la idea de un reformismo moderado se ha adueñado de muchos de estos espacios políticos. El progresismo no reclama acciones rupturistas ni requiere declarar la guerra a los poderosos. Reclama sensatez en el manejo de las cuentas del Estado y un profundo compromiso a favor de los sectores más desposeídos de nuestra comunidad. Tal vez ha llegado el momento de reparar sobre estos aspectos que hacen a la ética progresista. No se trata de levantar el dedo acusador sobre el tiempo transcurrido. Es necesario no caer en el vicio de la «responsabilidad» que va tornando conservador al progresismo a medida que el poder se le va acercando. Se trata de proponer salidas a los nuevos problemas que permanentemente asoman.

Ser progresista en América Latina impone también una ética en favor de las libertades individuales para garantizar el pleno funcionamiento de la democracia participativa. Y eso no se logra con relatos difuminados en vastas campañas publicitarias que frenan el debate e imponen discursos únicos en nuestras sociedades. Cuando el contraste de ideas se frena, la vida democrática se opaca y eso también posterga el desarrollo social. Y ser progresista en nuestro continente también impone la ética de luchar por una sociedad más igualitaria en la que imperen condiciones suficientes para garantizar la movilidad social ascendente. Nadie puede conformarse con hacer más llevadera la pobreza mientras que en unos pocos se concentra la mayor parte de la riqueza.
Tal vez la experiencia argentina podría deparar distintas enseñanzas. La primera es que permitir que el poder se concentre en una o en pocas personas dificulta que el control social reaccione ante los abusos y delitos en que incurren los poderosos.

El flagelo de la corrupción en tiempos progresistas

Apenas había comenzado el día cuando los canales televisivos empezaron a difundir imágenes de un hombre cargando maletas a la entrada de un convento ubicado a pocos kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. El relato del locutor explicando la noticia le daba contenido a cada una de esas imágenes. Contaba que el portador de los bultos había sido secretario de Obras Públicas de la nación a lo largo de los 12 años en que gobernó el kirchnerismo en Argentina. Pero lo más impactante de la narración es que cada uno de esos bolsos cargaba dinero: nueve millones de dólares en total.

Entonces la noticia adquirió una dimensión mayor. Por primera vez pudo verse a un corrupto tratando de esconder el producido de su inconducta. El daño causado por la difusión de esas imágenes fue inmenso, pues muchos creyeron tener el testimonio visual de latrocinio perpetrado por un Gobierno que se autodefinía como “nacional y popular”: La prédica fue tan letal que, repentinamente, cada uno de los partícipes

de aquella gestión quedó incurso en el mundo de los «cómplices» que avalaron los robos al Estado. El relato construido en torno al hecho fue formateado de seriedad y todos empezaron a repetirlo hasta solidificar su “credibilidad”.

Lo que acaba de contarse es una historia real ocurrida en Argentina. José López era el portador de esos bolsos. Fue quien administró el presupuesto del Estado para la realización de obras públicas en una gestión que se presentó como “progresista”’ y que puso en la construcción de viviendas y de infraestructura vial uno de los ejes de la acción de gobierno. Que la corrupción daña a la política es una perogrullada. Pero el efecto dañoso de la corrupción se potencia cuando el hecho corrupto emana de quien dice ser progresista, porque entonces se percibe el maltrato que hace de los recursos del Estado quien dice querer preservar a los sectores más desposeídos. Tamaña hipocresía solo puede enojar a una sociedad.

El progresismo en América Latina ha devenido como una suerte de evolución conceptual de los partidos populares de izquierda. Nació criticando los fundamentos en los que el capitalismo promueve el desarrollo, declamando la necesidad de ampliar derechos, radicalizando la democracia promoviendo mecanismos de más participación ciudadana a través de consultas y referéndums y, fundamentalmente, comprometiéndose a terminar con la corrupción en la política y en el Estado. Sin embargo, en buena medida el progresismo parece haberse abrazado a las lógicas imperantes para limitarse a discutir quién se apropia de los excedentes y en muchos casos, lamentablemente, también parecen haberse rendido ante el flagelo de la corrupción.

Argentina: el dilema entre callar o ser funcional al enemigo

Muchas veces los planteos sobre corrupción estatal derivan de situaciones propias del enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos. Entonces, asoman como causa de ese lucro impropio negocios incompatibles con el ejercicio de la autoridad.

Amado Boudou, vicepresidente de la nación en el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner, ha sido acusado judicialmente por haber intercedido a favor de un fondo de inversión al que se lo vincula, en la venta de una empresa gráfica dedicada a la fabricación de papel moneda. En otro proceso, se le imputa haberle exigido a la provincia de Formosa (siendo ministro de Economía de la nación) la contratación de una consultora a la que también se lo relaciona, para que renegocie pasivos que esa provincia mantenía con el Estado nacional. De ese modo, se colocaba de ambos lados del mostrador de los reclamos.

La misma expresidenta se encuentra incursa en presuntos hechos de lavado de dinero. La imputación reside en que quienes alquilaban la mayor parte de los inmuebles y hoteles de su propiedad eran a la vez contratistas de obras públicas que se habrían visto beneficiados en el otorgamiento de distintas licitaciones. El hecho induce a pensar, a juicio de los investigadores, que aquellas locaciones servían de pantallas para blanquear supuestas coimas derivadas de la obra pública. Existe en los casos reseñados ( que aún se ventilan en diversos procesos penales) una clara falta ética derivada de involucrar intereses privados con sujetos prestadores de servicios al Estado. Tan solo eso merece el reproche.

La Argentina de Cristina Fernández de Kirchner fue un lugar en el que los controles se relajaron hasta convertirse en meras formalidades. Su segundo mandato, que emergió tras obtener el 54% de los sufragios y superar a la segunda fuerza en más de 40 puntos, estuvo signado por gestos de arbitrariedad. Ese modo de ejercer el poder adormeció a gran parte de la dirigencia oficialista y amedrentó a muchos opositores. Fue un tiempo de discursos descalificadores sobre todo aquel que esbozara una voz censuradora, de utilización de la información del Estado en desmedro de ciudadanos críticos y de disciplinamiento feroz sobre funcionarios judiciales que avanzaran en indagaciones que revisaran el modo como se ejercía la administración del país.

¿Cómo es posible que eso haya ocurrido? Ninguna duda cabe que Cristina pudo concentrar el poder porque la dirigencia política que la acompañó se limitó a obedecer y a callar. Si esa dirigencia no hubiera actuado así y hubiera reclamado adecuadamente, seguramente hubiera ayudado a que los hechos que hoy se ventilan no se expandieran del modo como lo hicieron. Un Gobierno políticamente fuerte (mayoría absoluta en ambas Cámaras), instituciones de la república relajadas y una fuerza política domesticada incapaz de reconducir los abusos y desvíos del poder que apoya acaban siendo una combinación perfecta para montar el campo más propicio para que la corrupción se expanda.

Es cierto que el conservadurismo y los medios de comunicación afines sembraron la idea de que el kirchnerismo montó un plan sistémico de corrupción. Pero frente a eso, la dirigencia oficialista prefirió defender con sofismas a los acusados antes que reconocer las responsabilidades que eventualmente les cabían, creyendo que de ese modo evitaban ser «funcionales» a los que lanzaban las imputaciones. La experiencia demuestra que nada sirve más al adversario que negar la realidad. Hacerlo revela una miserabilidad política enorme que induce a ver en las palabras de quien así predica el cinismo propio del hipócrita.

Tal vez la experiencia argentina podría deparar distintas enseñanzas. La primera es que permitir que el poder se concentre en una o en pocas personas dificulta que el control social reaccione ante los abusos y delitos en que incurren los poderosos. La segunda, es que el funcionamiento del sistema republicano es siempre la mejor garantía de transparencia. Con ello se previenen posibles conductas reprochables que el poder absoluto prefiere dejar impunes. La última enseñanza pasa por entender de una vez y para siempre que todo proceso político reclama renovación dirigencial para evitar que construya su propia muerte. Todas las acciones que buscaron impedir que afloren dirigentes de reemplazo o que han buscado perpetuar líderes reformando la legalidad acabaron sucumbiendo en un mar de vicios.

(Este artículo apareció en el libro Claroscuro de los gobiernos progresistas. América del Sur: ¿Fin de un ciclo histórico o proceso abierto?, compilado por Carlos Ominami, Editorial Catalonia, Santiago de Chile, 2017).

Revista Crisis


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