El Foro Patriótico de Haití y los cuatro desafíos de la unidad – Por Lautaro Rivara
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Por Lautaro Rivara(*) desde Haití
El Foro Patriótico y sus correlatos
La reciente realización del Primer Foro Patriótico por un Acuerdo Nacional contra la Crisis ha marcado un hito en la historia haitiana reciente. Es la primera vez que se produce una convergencia de fuerzas de tal amplitud y representatividad, al menos desde la consolidación del bloque popular democrático que puso fin al extenso régimen dictatorial de François y Jean-Claude Duvalier en el año 1986. La excepcionalidad del Foro es aún más evidente, si consideramos que en un país políticamente ensimismado en su ciudad capital, fueron los campesinos y sus organizaciones quiénes lograron convocar a todas las fuerzas vivas de la nación en una pequeña localidad rural. El evento contó con la representación de diversos sectores de las clases trabajadores (obreros, campesinos, jóvenes, mujeres, estudiantes, habitantes de las periferias urbanas); con la participación reticente de sectores empresarios circunstancialmente opositores al gobierno actual del presidente Jovenel Moïse; y con la presenciade un amplio espectro de fuerzas políticas que va de la izquierda radical a sectores moderados y conservadores. Los números son contundentes: 263 delegados y delegadas pertenecientes a 62 organizaciones, partidos, movimientos, coaliciones y plataformas, se dieron cita en la región central del país, y la mayoría abrumadora suscribió la denominada «Declaración de Papaye» con las conclusiones surgidas al calor de intensos debates.Quiénes así no lo hicieron y se fueron sin ser echados, rápidamente decidieron volver al redil de las conversaciones tras constatar el impacto del Foro y la excelente acogida que tuvo a nivel nacional y, novedosamente, también a nivel internacional.
Las tentativas opositoras, hasta ayer reducidas en el debate público a las exigencias de sucesión de un pequeño puñado de senadores y diputados del Sector Democrático y Popular, han sido desmonopolizadas. Ni el financiamiento recibido por parte de burgueses de fuste como Reginald Boulos ni la cobertura exclusiva que reciben de la gran prensa nacional pueden soslayar hoy lo evidente: la existencia de una extensa, contradictoria y representativa oposición de carácter popular, nacional y democrático. Esta oposición tiene anclaje en las movilizaciones callejeras, y cuenta en su seno con importantes tendencias anti-neoliberales y anti-imperialistas potencialmente hegemónicas. La unidad casual y espontanea de las grandes jornadas de movilización ha adquirido en Papaye un programa, y comienza a dotarse de estructuras y planes de acción comunes. Después de años de golpes bajos y gritos sordos, la nación empieza a hablar de nuevo con voz propia, y breves ramalazos de esperanza sacuden el desconcierto cotidiano.
Haití, con su propio ritmo, con las peculiaridades de su ubicación espacial y temporal en una modernidad aún no cabalmente universal, ha comenzado a avanzar en procesos de unidad que comenzaron con la convergencia callejera de diversos sectores, y ha ido escalando hasta los vértices de las estructuras políticas y sociales. Esta unidad, reciente y todavía precaria, anticipa quizás la construcción de un gran polo que pueda sacar al país de la crisis, conquistar márgenes de bienestar y soberanía, y reconstruirlo desde sus cimientos. Pero, ¿de qué tipo de unidad se trata? ¿Qué tareas y desafíos le aguardan? ¿Cómo actuarán en respuesta las fuerzas disolventes del capital, la oligarquía local y el imperialismo norteamericano? Y, aún más, ¿qué es legítimo y razonable esperar de dicha unidad? ¿Estamos a las puertas de un cambio de gobierno, de un eventual cambio de régimen, o de una dramática ruptura de tipo sistémico? Para responder estos interrogantes proponemos adentrarnos en el análisis de las suturas que las fuerzas populares deberán acometer si no desean perder el tren de una oportunidad histórica. Nos centraremos en el plano nacional, y en un próximo texto abordaremos los desafíos y pendientes de la solidaridad internacional.
La unidad de izquierda y revolucionaria:
Diversos hechos han impactado, en Haití y el mundo, a las formaciones políticas de izquierda y revolucionarias. Haití es un país que ha tenido una tradición comunista tardía pero riquísima, que ha sido estudiada en profundidad por intelectuales como Yves Dorestal o el recientemente fallecido Michel Hector. Así lo demuestra la praxis política e intelectual de marxistas de la talla de Jacques Romain o Jacques Stephen Alexis. Hechos dramáticos como la represión contra las fuerzas del Partido Unificado de los Comunistas Haitianos (PUCH) en el año 1969, y el emblemático asesinato de la joven militante Yanick Rigaud, han golpeado duramente a esta tradición, perseguida antes, durante y después de la extensa dictadura de los Duvalier. Por otra parte, aunque geográfica y culturalmente lejano a Moscú, el país no fue sin embargo ajeno a las consecuencias subjetivas del colapso del euro-comunismo soviético y a los cantos de sirenas del «fin de la historia», el pensamiento único y el presunto ocaso de las ideologías.
En los últimos tiempos, una coalición de cinco partidos de izquierda ha comenzado a reagruparse buscando jugar un rol de vanguardia en el proceso político actual: se trata de partidos pequeños pero que tienen una inserción real en las organizaciones sociales de masas, tanto rurales como urbanas. Pero, aunque parezca engañoso, «vanguardia» no es un adjetivo sino un verbo, y su propia capacidad de organizar, sensibilizar y orientar las movilizaciones, dirá si este reagrupamiento necesario logra funcionar efectivamente como tal. Por lo pronto, su convergencia resulta tan esperanzadora como necesaria.
La unidad orgánica entre lo social y lo político, lo espontáneo y lo organizado:
Los niveles de conciencia y organización popular, en tanto factores subjetivos determinantes de cualquier proceso de transformación social, no siempre van de la mano. Los primeros son relativamente elevados en Haití por varios motivos: por la presencia de reservas morales que datan de la Revolución de 1804 con su consecuente legado de pulsiones libertarias y anticoloniales (las Revoluciones son siempre materialmente reversibles pero dejan saldos subjetivos perdurables); por el intenso sentimiento nacional y el respeto a los ancestros que abrigan las clases populares urbanas y rurales del país; por el costoso éxito a la hora de impedir la estabilización de regímenes de dominación desde la invasión norteamericana de 1915-1934 (ver la obra de referencia de la intelectual Suzy Castor) hasta las misiones de ocupación de las Naciones Unidas; por las múltiples evidencias de la inviabilidad intrínseca del presente modelo de acumulación, que excluye del bienestar y la ciudadanía a cuatro quintas partes de la población.
Los niveles de organización popular, contradictoriamente, son en el momento mucho más elementales, o al menos se encuentran rezagados en relación a los niveles de conciencia antes mencionados. Aquí también encontramos causas diversas: las masacres urbanas y rurales orientadas a golpear a los sectores más combativos y movilizados del campo y la ciudad, desde Jean Rabel y Cite Soleil hasta Carrefour Feuille y La Saline; el éxodo rural, la descampesinización y la fuga de algunos de los mejores cuadros políticos e intelectuales al exterior; la precariedad general de la vida y la debilidad y dependencia financiera de las organizaciones; la oenegeización de la sociedad y la penetración de concepciones desmovilizadoras, desarrollistas y neocoloniales; la sucesión sin fin de invasiones y golpes de estado, con su consecuente tendal de muertos y exiliados. En síntesis, si hay déficits en Haití son asociativos, producto de derrotas siempre provisorias, pero no tanto de conciencia o subjetivos. Quién esto escribe ha podido constatar en las calles del país, hablando con gentes humildes, con campesinos y trabajadores más movilizados que organizados, al menos tres grandes núcleos de buen sentido: el patriotismo, el anti-imperialismo y la disposición a tomar las calles, por más adversas que puedan resultar las circunstancias.
Son algunas de estas cuestiones mencionadas las que explican la sobredeterminación de lo espontáneo y el rezago de lo orgánico, en un país en el que las permanentes y radicales movilizaciones de masas son percibidas, incluso por sus propios protagonistas, como hechos fabulosos y fatales en los que es imposible incidir con consignas, orientaciones o programas. Como si se tratase de un deus ex machinaque irrumpe y tuerce el curso natural de los acontecimientos.Por eso es indispensable la articulación orgánica entre los aún demasiado pequeños partidos políticos, y los aún demasiado blandos movimientos sociales. También es preciso alcanzar un equilibrio entre la potencia de lo espontáneo y la unidad de mando de lo organizado, que a la vez reconozca y ponga al límite al mesianismo carismático tan característico en la cultura política nacional.
La unidad nacional, patrióticay democrática:
Habrá quién considere que los términos»patriótico», «democrático» o «nacional» carecen de profundidad o radicalidad. Que la clase, difuminada, no aparece en ellos. Que las perspectivas de transformación social de la realidad los rebasan. Pero sucede que nos encontramos frente a una formación social en dónde el Estado, o sus escombros, le han declarado la guerra a la Nación, en dónde la clase dominante está íntegramente compuesta por una oligarquía desterritorializada y por una burguesía parasitaria e importadora, en dónde la dependencia de los Estados Unidos y la «comunidad internacional»es total (Haití es un país que importa tres veces más de lo que exporta y malvive merced al flujo decreciente de la «ayuda humanitaria»), y en dónde el control político es garantizado mediante una combinación de fraudes electorales, golpes de estado y misiones de ocupación. Todo esto hace que en Haití lo democrático en su sentido sustantivo se vuelva rápidamente una reivindicación transversal a todas las clases populares que no están ni siquiera formalmente incluidas en el juego político. Que lo democrático, en suma, se vuelva rápidamente nacional. Lo nacional a su vez, se vuelve simultáneamente patriótico, es decir, anti-imperialista, en un lugar dónde el anti-imperialismo no puede ejercerse con y sólo puede ejercerse contra una clase dominante estructural y vocacionalmente apátrida. Aquí la burguesía no es el furgón de cola del imperialismo: apenas si podríamos considerarla un puesto de peaje, una mediación carente de protagonismo entre las políticas de despojo y las riquezas humanas, materiales e inmateriales de la nación haitiana.
Y sin embargo, esta caracterización estructural no elude el hecho político de que el actual gobierno de Jovenel Moïse, uncido por los Estados Unidos y la oligarquía nacional, es el principal y más urgente enemigo, y que además ha demostrado ser un hueso duro de roer, pese a tener en su contra incluso a la propia burguesía nucleada en el Foro Económico Privado. Por lo menos en un trecho del camino, sosteniendo la autonomía política de la clase y sus organizaciones, es preciso una alianza táctica entre las fuerzas de izquierda, sociales y partidarias, y el amplio espectro de la oposición política y parlamentaria. La dimisión del presidente, la remoción de los parlamentarios corruptos, la construcción de un gobierno de transición, la reforma electoral y política y la convocatoria a una Asamblea Constituyente, todos puntos acordados en la Declaración de Papaye, marcarán el comienzo de un segundo momento en el que se expresarán con toda crudeza las contradicciones de esta alianza táctica. Una vez satisfactoriamente concluida la lucha por el cambio de gobierno, se radicalizarán las perspectivas, siempre sostenidas, por un cambio de régimen y de sistema. Más allá del esquematismo no hay aquí una concepción etapista. La centralidad puesta en la movilización callejera y la construcción de correlaciones de fuerzas favorables, la unidad de los partidos de izquierda y la unidad orgánica entre lo social y lo político, lo espontáneo y lo organizado, son tareas actuales, urgentes y simultáneas a la construcción del frente democrático y nacional.
La unidad del campo y la ciudad:
Haití es uno de los países del continente que mantienen uno de los mayores porcentajes de población campesina. Según cifras del Banco Mundial, que suponemos subestimaciones, el 44,72% de la población nacional aún vive en zonas rurales. Estos volúmenes explican la permanencia de una cultura nacional aún nítidamente campesina. Quién no es campesino en Haití es hijo de uno, o lo fue él mismo hasta verse obligado a vender su pequeño pedazo de tierra para emigrar a la ciudad en épocas recientes. Cabe señalar que si bien las formas de vida determinan la conciencia, lo hacen de una forma mediada y diferida, no como quién se cambia de ropa. Hasta las luchas finales contra la dictadura de Baby Doc, la tradición de lucha haitiana había sido eminentemente agraria y campesina: podemos mencionar como ejemplos el cimarronaje de los esclavos que huían desde las plantaciones en los tiempos de la colonia; la intensa guerra social, civil, nacional y antiesclavista que culminó con la Revolución de 1804; la resistencia a la ocupación norteamericana protagonizada por los llamados «cacos», campesinos pobres en armas al mando de de Charlemagne Peralta y Benoît Batraville, y un sin fin de otras experiencias. Pero, por estas mismas razones, fueron las organizaciones campesinas las más atacadas y desarticuladas por la acción conjunta de iglesias neopentecostales, ONGs internacionales y diversos programas de «desarrollo». Hemos analizado estos fenómenos de cooptación, penetración cultural y desmovilización política en otros textos ya. Es el conjunto de estos fenómenos estructurales y subjetivos los que explican la posición expectante del campesino en el ciclo de insurrección popular abierto en julio del año pasado. Así y todo, es en el campo dónde permanecen las tradiciones de lucha más sólidas, y las organizaciones más estructuradas. Eso explica la aparente paradoja de que, sin el mismo protagonismo en las calles, las organizaciones campesinas hayan tenido y tengan un indiscutible protagonismo político, como se demostró en la amplitud y éxito de la convocatoria al diálogo nacional por parte de la plataforma 4G Kontre.
La situación de la ciudad es precisamente inversa. Su tradición política y organizativa es más exigua, y es aquí dónde se combinan de forma más explosiva las condiciones de vida más calamitosas, los mayores niveles de desesperación y los más altos niveles de radicalidad y espontaneísmo. Fue la ciudad, y en particular los jóvenes pobres de las periferias, los que han puesto el país pies para arriba. Numerosos prejuicios envuelven todavía a estos jóvenes de las periferias, estigmatizados por propios y extraños como «muchachos de la calle» o «bandidos», en la mirada estereotipada y recelosa de quién asocia urbanidad con delincuencia. Estos sujetos, de hecho, han tenido un importante protagonismo desde la caída de la dictadura de los Duvalier hasta las movilizaciones de masas de esto últimos dos años, pasando por otros hitos importantes como las movilizaciones contra el fraude, las luchas obreras por el salario mínimo, o la resistencia en las barriadas populares a la política terror de la MINUSTAH. Este fenómeno es consustancial al desarrollo del capitalismo en su fase actual en las periferias del mundo: la pauperización de las clases trabajadoras, la exclusión de las juventud del mercado laboral, el hacinamiento en ciudades imposibles, la acumulación de masas excedentarias al margen del estado, la ciudadanía y la economía.
Ni las zonas rurales ni las grandes ciudades podrán dar cuenta, por si solas, de los desafíos presentes. No es posible promover transformaciones sociales profundas con sólo una mitad del país. Movilizar al campo y tomar las pequeñas comunidades a lo largo y ancho del país es un hecho que, de producirse en simultáneo al asalto de las grandes ciudades que ya hemos visto, no podría ser resistido por ningún gobierno. A su vez, intensificar los procesos de formación y organización política en las ciudades será igualmente determinante, para cualificar y sostener en el tiempo los procesos de insurgencia. Se precisa de una convergencia práctica en las calles, y también de una unidad programática que ofrezca soluciones simples, pedagógicas y concretas a las problemáticas de los sujetos urbanos y rurales.
Coda
El Foro Patriótico no ha terminado, su realización ha generado una cascada de réplicas y reacomodamientos en todas las fuerzas sociales y políticas, y las estructuras y comités montados a nivel nacional y departamental preparan ya el próximo ciclo de movilizaciones prolongadas. Este ciclo tendrá estaciones importantes en la huelga de profesores y transportistas convocada en simultáneo al comienzo del calendario escolar, y en fechas emblemáticas para el pueblo haitiano como el 17 de octubre, aniversario del asesinato de Jean-Jacques Dessalines, y el 18 de noviembre, el día de la batalla de Vertières (el Ayacucho haitiano). El tiempo se ha acelerado, y es breve el margen para concretar los cuatro niveles de una unidad que más que necesaria resulta ya obligatoria.
(*) Sociólogo y miembro de la Brigada Dessalines de Solidaridad con Haití.