Ayotzinapa, la chispa de la esperanza – Por Luis Hernández Navarro
Por Luis Hernández Navarro
A cinco años del ataque contra los normalistas de Ayotzinapa se han publicado alrededor de 40 libros sobre la tragedia, quizás más. Unos reúnen conmovedoras poesías dedicadas a los padres de familia y a los 43 jóvenes desaparecidos. Otros recopilan artículos periodísticos aparecidos al calor de los hechos. Algunos compilan ensayos académicos. Otros más sirven para difundir grabados, dibujos o fotografías.
También se han producido series de televisión dedicadas a la noche de Iguala, reportajes, documentales y películas. Los programas de radio sobre este asunto suman una legión. Los murales, carteles, exposiciones pictóricas, instalaciones artísticas, grafitis y esculturas sobre los jóvenes estudiantes son abundantes. Lo mismo puede decirse de las canciones y espectáculos de danza.
Pocos hechos sociales como la desaparición forzada de los 43 han suscitado una ola tan grande de creatividad en el periodismo y las artes. El dolor, el ejercicio de la memoria que no disfraza ni idealiza, el afán de mantener viva la llama de una historia inconclusa, el deseo de abrazar a los familiares de los desaparecidos en su desolación han sido materia prima para una creación incandescente.
Pero no todos los libros sobre la noche de Iguala tienen el mismo valor periodístico. Sucede con ellos lo que Henning Mankel explica en La falsa pista. Según el literato sueco, hay dos tipos de escritores (periodistas). Uno es el que cava la tierra en busca de la verdad. Está abajo en el hoyo echando la tierra hacia arriba.
ero encima de él hay otro hombre devolviendo la tierra abajo. Él también es periodista. Entre ambos siempre hay un duelo. La lucha de fuerza del tercer poder por el dominio que nunca acaba. Tienes periodistas que quieren informar y descubrir. Tienes otros que ejecutan los recados del poder.
Hay libros que fueron publicados para justificar el relato de la verdad histórica del procurador Jesús Murillo Karam. A pesar de estar envueltos en el aroma de una prosa elegante, no pueden tapar el inconfundible aroma de las cañerías del poder. Pretenden ocultar las mentiras con artificios de verosimilitud. Apuestan a que la ilusión de los poderosos de que el asunto se entierre se haga realidad con maquillajes literarios.
Otros, en cambio, aspiran a dar voz y rostro a las víctimas y a sus familiares. Elaboran una narrativa veraz que pone en papel los sueños, las aspiraciones y deseos de un grupo de muchachos que se preparaban para ser maestros rurales, en una escuela de pobres para pobres. Van al lugar de los hechos y confirman los acontecimientos. Siguen la máxima del maestro rural y periodista salvadoreño refugiado en México René Arteaga: Cuando te mienten la madre, checa la fuente, no vaya a resultar una volada.
Entre los que siguen el guión de la verdad histórica –o van más lejos aún– sobresalen dos: La noche más triste, de Esteban Illades (una especie de redición de la maquila de libros para el poder puesta en práctica con La rebelión de Las Cañadas, sólo que ahora para Guerrero en lugar de Chiapas), y La noche de Iguala. Secuestro, asesinato y narcotráfico en Guerrero, de Jorge Fernández Menéndez. A ellos puede añadírsele uno más, que parte de otra matriz explicativa, pero que, irresponsablemente, termina desvirtuando por igual los acontecimientos, poniendo sobre la mesa hipótesis sin fundamento alguno: Los 43 de Iguala, de Sergio González Rodríguez.
En la acera de enfrente destacan tres libros. Ayotzinapa, el rostro de los desaparecidos, de Tryno Maldonado; Una historia oral de la infamia: Los ataques contra los normalistas de Ayotzinapa, de John Giebler, y Ayotzinapa, horas eternas, de Paula Mónaco Felipe.
La diferencia entre unos y otros es abismal. Mientras los primeros llevan por título el lugar donde los normalistas rurales fueron atacados y desaparecidos, o la noche en la que fueron agredidos, los segundos nombran a sus libros con la identidad de los desaparecidos. Unos ponen por delante el teatro de operaciones o el momento del crimen; otros a las víctimas.
Ninguno de los tres primeros autores visitó la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, ni se entrevistó con los jóvenes sobrevivientes, ni con los familiares de los desaparecidos. Su fuente de información principal es el expediente judicial (lleno de anomalías), filtraciones policiales o, en el caso de González Rodríguez, la especulación sin fundamento. Según él, el ataque fue una operación de limpieza social realizada por expertos en contrainsurgencia, para enviar una lección a aquellos que se quieren oponer al gobierno.
En cambio Tryno, John y Paula pasaron largas temporadas en la escuela conviviendo con los estudiantes, visitaron las casas de los familiares, estuvieron en Chilpancingo e Iguala y revisaron cuanta documentación tuvieron a su alcance. No resulta extraño entonces que muchas de sus conclusiones sean muy parecidas a las obtenidas por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI).
Decía Walter Benjamin que sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence. Esa es la chispa que, nacida de la incansable e inclaudicable resistencia de los padres de los 43, traspasó a Tryno, John y Paula.