La crisis en Venezuela y los gobiernos de derecha suramericanos – Por Juan Gabriel Tokatlian

Foto: Mauricio Centurión
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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Las siete cajas de pandora de la derecha suramericana

Por Juan Gabriel Tokatlian

La crisis en Venezuela es monumental. La desastrosa situación ha sido producto de dinámicas, factores y actores internos, aunque sin dudas el papel de Estados Unidos contribuyó a empeorar lo que ha venido aconteciendo por años en el país. De esta manera el caso Venezuela ha dejado de ser local, regional o continental, y se ha tornado un problema global.

¿Qué significa que una crisis se convierta en un asunto global? Varias cuestiones: a) la incidencia directa o indirecta de múltiples actores estatales (ejecutivos y legislativos) y no gubernamentales (partidos políticos, oenegés, think tanks); b) el impacto de diferencias y pugnas burocráticas en el seno de distintas administraciones; c) la participación de jugadores (gobiernos, corporaciones, medios de comunicación) con alcance mundial y objetivos precisos; d) la presencia de agentes (formales o ilegales) desarmados y armados; e) el involucramiento de instituciones internacionales (por ejemplo, la ONU) y regionales (como la OEA); f) el alcance de coaliciones y alianzas entre protagonistas internos y externos; g) la multiplicación de presiones sobre los participantes domésticos y de los obstáculos para encontrar soluciones.

Todo esto coloca al caso Venezuela –y a través de él a toda América Latina– en el centro de la “alta política”. La región se torna más visible y se ve envuelta en el juego geopolítico de diversos países poderosos con intereses y propósitos divergentes. Se produce entonces un doble proceso de impulso y atracción: las potencias se movilizan para proyectar su poder y asegurar su influencia, al tiempo que la deteriorada situación doméstica facilita el despliegue de fuerzas intervencionistas.

En ese delicado e inquietante contexto, la cuestión venezolana también pone en evidencia la dificultad e incapacidad que tuvo el conjunto de países de América del Sur durante 2019 para aportar fórmulas creíbles y efectivas. La crisis, a su turno, se da en el marco de un repliegue de la llamada “marea rosa” (de gobiernos progresistas y nacional-populares) y el auge de lo que se puede denominar el “reflujo neoliberal” (de gobiernos conservadores y reaccionarios) en Suramérica.

el antecedente de habilitar la dualidad de poder en un país puede generar tensiones impredecibles en las naciones del área, hoy sacudidas por diversos grados de inestabilidad y polarización.

El consenso de los halcones

En ese sentido, cabe subrayar el papel de las derechas y su aproximación al caso Venezuela. Básicamente, y desde comienzos de este año, se dispusieron a suscribir el diagnóstico y a secundar las políticas de Estados Unidos hacia Caracas. Los motivos para plegarse a Washington obedecen a una mezcla de convicción y conveniencia: cercanía ideológica (más evidente con la victoria presidencial y legislativa de los republicanos), necesidad de apoyo estadounidense (ya sea financiero, militar, diplomático), dinámicas político-electorales domésticas (la idea de la exportación de la “revolución bolivariana” y su proyección nacional), efectos locales de la crisis venezolana (migraciones masivas), figuración como el “mejor amigo” de Estados Unidos (Duque, Bolsonaro, Piñera y Macri) por los réditos internos y externos que ello pudiera generar, preocupación por el estado de los derechos humanos en Venezuela (ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias) y potenciales nexos con situaciones domésticas volátiles (tal el caso de Colombia), entre otros.

Más precisamente, los gobiernos de derecha de la región asumieron los pronósticos de ciertos halcones estadounidenses, relegando el criterio de sus propios funcionarios diplomáticos con más conocimiento de Venezuela y, por supuesto, desoyendo la opinión de los opositores políticos en cada país. En esencia, las premisas centrales de aquellos tomadores de decisión en Washington eran: 1) el gobierno de Nicolás Maduro estaba seriamente debilitado y se encontraba atravesado por disputas inmanejables que lo precipitaban al vacío; 2) las fuerzas armadas sufrían fisuras crecientes y se disponían prontamente a abandonar a un presidente que consideraban ilegítimo; 3) una oposición homogénea y organizada se aglutinaba en torno a la figura de Juan Guaidó y en defensa de la Asamblea Nacional; 4) la sociedad padecía las consecuencias de una fenomenal debacle económica y estaba masivamente ávida para movilizarse y así generar una revuelta popular; 5) a pesar de los intereses de Rusia y China en Venezuela, ni Moscú ni Beijing podían evitar el aislamiento inexorable de Maduro; y 6) la conjunción de amenazas militares provenientes del presidente Donald Trump y de acciones diplomáticas coordinadas desde la región contribuirían, de modo inminente, al colapso de un gobierno definido como usurpador.

A ese diagnóstico se agregaba un giro en la política de Washington hacia Caracas. Así, durante la administración del presidente Barack Obama parecían claras tres cuestiones: a) la aplicación de sanciones focalizadas y personales se enmarcaban en la lógica de la “apertura del régimen” (regime opening) con el propósito de alentar una transición política; b) esas sanciones respondían, a su vez, a las demandas y exigencias de un Congreso controlado en las dos cámaras por republicanos y c) la cautela relativa de Estados Unidos frente a Venezuela obedecía, en parte, a la existencia de una serie de gobiernos de centroizquierda en la región.

Con Trump se produjeron cambios relevantes: a) se optó, definitivamente, por el “cambio de régimen” (regime change) para forzar la caída del gobierno de Maduro; b) la dinámica doméstica que desde mediados de 2018, y antes de la elección legislativa, impulsaba ese viraje era producto de la importancia que pasaron a tener ciertos estados (por ejemplo, Florida) con vista a la elección presidencial de 2020; c) asimismo creció la gravitación de los militares –en especial, del Comando Sur– no tanto por su inquietud acerca de la naturaleza del régimen interno en Venezuela al que consideraban “forajido”, sino por la mayor presencia de Rusia y China en Suramérica y d) la existencia de una nueva correlación de fuerzas políticas en América del Sur favorecía la aceptación en la región de una estrategia estadounidense más coercitiva hacia Venezuela.

Con este telón de fondo los gobiernos de derecha en Suramérica han adoptado y validado un conjunto de acciones que podrían incidir significativamente, como una serie de cajas de Pandora, en el futuro de la diplomacia y la democracia en la región.

Caja uno: del grupo contadora al grupo de lima

En 1983, a raíz de varios conflictos en América Central, los presidentes de Colombia, México, Panamá y Venezuela crearon el Grupo Contadora, una iniciativa multilateral para promover la paz en esa región. Gobiernos de orientaciones políticas distintas mancomunaron esfuerzos con el objetivo de buscar salidas políticas negociadas a situaciones que involucraban regímenes diferentes en Centroamérica. Contadora –a la que en 1985 se sumó un Grupo de Apoyo conformado por Argentina, Brasil, Perú y Uruguay– tuvo un diagnóstico propio y realista de la situación. Pretendía gestar espacios políticos y diplomáticos para que Nicaragua, El Salvador y Guatemala no se colocaran en el epicentro de las disputas típicas de la Guerra Fría. Supo desagregar los componentes de las diversas circunstancias nacionales que estaban en juego y definir procedimientos, procesos y políticas específicas al respecto. Comprendió que era crucial que no se produjera un desplazamiento de las confrontaciones político-militares centroamericanas a los países vecinos (en especial, a Colombia que vivía su propio conflicto armado): había que evitar la internacionalización del conflicto de baja intensidad que atravesaba a América Central. Ya nadie quería entrar en el torbellino de la disputa estratégica entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

El Grupo de Lima actuó de una manera muy distinta: creado en agosto de 2017, pasó de alentar una salida incruenta a la crisis en Venezuela a aislar y cercar a Caracas desde comienzo de 2019. Si bien intentó asumir un diagnóstico “latinoamericano” (sus miembros originales incluían países de América del Sur, América Central, el Caribe y México), terminó abrazando el diagnóstico de Estados Unidos. Sus recientes cuestionamientos a ciertos actores extra-regionales no impidieron que Washington y Moscú se sentaran a dilucidar perspectivas e intereses sobre Venezuela. Muchos de sus anuncios solo significaron una elevación de la crítica a Maduro, sin efecto político alguno. En el camino, el Grupo se fue desarticulando con la salida de México y Uruguay, y la opción de varios miembros por posturas menos beligerantes en lo diplomático en consonancia con los pasos, aún acotados, a favor del diálogo iniciados por el Grupo Internacional de Contacto para Venezuela compuesto por países europeos y latinoamericanos, así como las conversaciones en Oslo entre gobierno y oposición venezolanos, entre otros intentos de mediación.

Para decirlo brevemente: si Contadora fue una iniciativa de negociación hacia Centroamérica, el Grupo de Lima fue una iniciativa de cercamiento en torno a Venezuela. La buena lección del pasado no parece haber servido para que los gobiernos de derecha en América del Sur retomen aquella experiencia constructiva que supo eludir clivajes ideológicos.

empujar, consciente o inconscientemente, a que los militares venezolanos desempeñen un lugar decisivo en medio de la monumental crisis política que vive el país es ciertamente peligroso.

Caja dos: de unasur a prosur

Si bien Unasur, creada en 2008, tuvo hitos en materia de concertación diplomática y resolución de conflictos, un conjunto de factores diversos convergieron e hicieron posible el deterioro de ese organismo: a) el gradual desinterés de Brasil –durante el segundo mandato de Rousseff primero y con la breve presidencia de Temer después– en invertir recursos diplomáticos en América del Sur; b) la desafortunada elección del expresidente Ernesto Samper al frente de la Secretaría General de la Unión de Naciones Suramericanas; c) la acefalía en la conducción de Unasur desde principios de 2017; d) el fracaso de las gestiones de buenos oficios auspiciadas por el organismo con la participación de los exmandatarios José Luis Rodríguez Zapatero, Leonel Fernández y Martín Torrijos, ante la profundización de la crisis en Venezuela; e) la mediocre presidencia pro tempore de la Argentina entre abril de 2017 y abril de 2018 que nunca citó una cumbre de mandatarios, de cancilleres o de ministros de Defensa; f) la suspensión de la participación de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Perú y Paraguay en el bloque sudamericano justo cuando la presidencia pro tempore pasaba a Bolivia y h) la salida definitiva de Colombia (agosto 2018), Ecuador (marzo 2019) y Argentina (abril de 2019) del mecanismo de concertación.

La sepultura de Unasur se materializó con la propuesta de los presidentes Iván Duque y Sebastián Piñeira de crear Prosur. El lanzamiento formal de esta iniciativa en marzo de este año fue una nueva fuga hacia adelante del multilateralismo regional que se caracteriza por su alta formalización y baja institucionalización. El organismo nace en momentos en que Estados Unidos vuelve a proclamar la vigencia de la vetusta Doctrina Monroe y retoma el discurso propio de la “diplomacia de las cañoneras”. Según los proponentes de Prosur, el propósito principal es la defensa de la democracia y de la economía de mercado, al tiempo que se pone de manifiesto la vocación expresamente ideológica de sus miembros. Su primer acto político fue una declaración suscrita por Argentina, Brasil, Colombia, Chile y Paraguay que apuntó a socavar la autonomía y la independencia de los órganos del sistema interamericano de derechos humanos: la Corte y la Comisión. Ello coincidió con el 40 aniversario de la visita que la CIDH a la Argentina en 1979, cuyo informe fue un punto de quiebre para visibilizar a nivel mundial el deplorable estado de los derechos humanos en el país. En síntesis, con todos sus límites y contradicciones, Unasur apuntaba a concertar mientras Prosur parece inclinado a denunciar.

Caja tres: la politización del multilateralismo financiero

A las pocas horas de que ocurriera el golpe de Estado fallido contra Hugo Chávez en abril de 2002, el Fondo Monetario Internacional (FMI) anunció su rápida disposición a asistir a la administración del golpista Pedro Carmona. Ni el Banco Mundial ni el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) ni la Corporación Andina de Fomento se pronunciaron al respecto. Aprendida la lección, en 2011 y a raíz de la situación en Libia, el FMI indicó que reconocería al nuevo gobierno luego de que los 187 países miembros lo hicieran.

A pesar de aquella mala experiencia, el actual presidente del BID Luis Alberto Moreno, reconoció a Juan Guaidó como mandatario en Venezuela. Días después, la asamblea de gobernadores del Banco aprobó el remplazo del representante oficial del gobierno de Nicolás Maduro por un enviado –Ricardo Hausemann– de Guaidó. Para tomar esa decisión se debían obtener más del 50% de los votos. Estados Unidos con el 30% del poder en el directorio del BID, junto a Argentina y Brasil, cada uno con 11%, más Chile, Paraguay y Colombia le dieron el visto bueno al delegado del presidente de la Asamblea Nacional. Esto, a su turno, derivó en un incidente diplomático inédito: el Banco Interamericano de Desarrollo iba a celebrar su sesenta aniversario en Chengdú, China. Beijing, que reconoce al gobierno de Maduro, le negó la visa de ingreso a Hausmann –quien en 2018 había publicado una nota donde proponía una intervención militar de Estados Unidos, secundada por países latinoamericanos, para poner fin a la crisis venezolana. Estados Unidos amenazó con boicotear el encuentro en China si no se le otorgaba la visa al delegado de Guaidó; como no hubo respuesta positiva, el BID canceló su reunión en Chengdú. En resumen, por primera vez en la historia un banco de la región politizó la provisión de créditos a un país latinoamericano: y en su momento anunció que liberaría préstamos para Venezuela, si Maduro renunciaba.

siguiendo la recomendación de washington de identificar a los militares como protagonistas del “cambio” en venezuela, américa del sur pareció dispuesta a convocarlos como actores centrales de la “transición” venezolana sin advertir el caos potencial que ello puede generar.

Caja cuatro: reivindicando la dualidad de poder

No han sido inusuales a lo largo del siglo XX los llamados “gobierno en el exilio”. Por lo general se trata de un líder y su grupo político de apoyo que argumentan ser legítimos en su país pero, por motivos distintos, no pueden ejercer el poder; y por lo tanto deben residir en el extranjero. La eficacia de este tipo de gobiernos está ligada al respaldo que obtiene de distintos Estados y del nivel de soporte por parte de los ciudadanos en la nación de origen. La legitimidad de un gobierno en el exilio solo se logra cuando obtiene el poder legal en su propio país.

Por vía del Grupo de Lima y de Prosur, América Latina en conjunto ha decidido ensayar con una nueva modalidad: validar la dualidad de poder en Venezuela a pesar de que uno de ellos –el que representa Guaidó– no posee ni ejerce ninguno de los atributos de un gobierno ni sus funciones básicas. Cuestionar la legitimidad de Maduro no garantiza, ipso facto, la legitimidad de Guaidó; y menos aun cuando Maduro dispone de los resortes y recursos fundamentales de un ejecutivo y, proporcionalmente, tiene un reconocimiento internacional mucho más cuantioso que el del presidente de la Asamblea Nacional. Este antecedente de habilitar la dualidad de poder en un país puede generar tensiones impredecibles en las naciones del área, hoy sacudidas por diversos grados de inestabilidad y polarización.

Caja cinco: la valoración de los militares

Con el advenimiento en la región de la nueva ola democrática de los años ochenta, en ningún caso institucionalmente complicado se contempló asignarles a los militares un papel clave para hacer frente a crisis políticas de envergadura. Así, en los casos de Jamil Mahuad en Ecuador, en 2000; de Hugo Chávez en Venezuela, en 2002; de Jean-Bertrand Aristide en Haití, en 2004; de Manuel Zelaya, en Honduras, en 2009; de Rafael Correa en Ecuador, en 2010; de Fernando Lugo en Paraguay, en 2012; y de Dilma Rousseff en Brasil, en 2016, la inmensa mayoría de los países latinoamericanos cuestionaron, impugnaron o desconocieron el rol de las fuerzas armadas como artífices para la gestación de un nuevo orden institucional o régimen político. Por el contrario, siguiendo la recomendación de Washington de identificar a los militares como protagonistas del “cambio” en Venezuela, América del Sur pareció dispuesta a convocarlos como actores centrales de la “transición” venezolana sin advertir el caos potencial que ello puede generar. El que mejor expresó la valoración del involucramiento de las fuerzas armadas, el mérito de su fractura y el papel de la región al respecto, fue el presidente Iván Duque, quien en una entrevista reciente para La Nación (10/06/2019) dijo: “Nunca antes había estado Venezuela tan cerca del fin de la dictadura… Se ha instalado un cerco diplomático como nunca se ha visto, con 50 países que reconocen la legitimidad de Guaidó. Todo esto ha permitido que se fracturen las fuerzas militares de Venezuela”.

Este tipo de afirmación es aún más inquietante en el marco de lo que llamo el retorno de la cuestión militar en la región, entendida como la participación de los militares en el manejo del Estado. La denominada “guerra contra las drogas” con su epicentro en Colombia, México y América Central ha mostrado los costos y estragos de la militarización de la lucha contra el narcotráfico y los efectos perniciosos de confundir las funciones de las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad. El peso del ejército en el Brasil de Jair Bolsonaro, el deterioro del posconflicto en Colombia y el fantasma de una eventual nueva ola de ejecuciones extrajudiciales a mano de los militares, la aparición de candidatos presidenciales de origen castrense en Argentina y Uruguay, y la participación de las fuerzas armadas en el combate contra el crimen organizado en Centroamérica, entre otros, son datos de alerta que no pueden obviarse. Empujar, consciente o inconscientemente, a que los militares venezolanos desempeñen un lugar decisivo en medio de la monumental crisis política que vive el país es ciertamente peligroso.

Caja seis: el humanitarismo instrumental

La situación humanitaria en Venezuela es francamente desoladora. Las penurias de la sociedad, en materia de alimentación, salud, provisión de energía, son enormes. Consecuentemente, se ha agravado la vulneración de derechos fundamentales. La suma de esas condiciones contribuye a acelerar el éxodo de venezolanos que, en gran medida, han migrado a los países vecinos de Suramérica. En esa dirección tuvo cierta relevancia la resolución de 2018 –23 votos a favor, 7 en contra y 17 abstenciones– del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas exhortando al gobierno de Nicolás Maduro a aceptar asistencia humanitaria. Sin embargo, con el correr de los días, Estados Unidos, con el acompañamiento del Grupo de Lima, fue transformando una necesidad humanitaria en un instrumento de acción diplomática tendiente a aislar a Maduro, producir algún tipo de reacción y una revuelta cívico-militar.

Latinoamérica se ha comprometido históricamente con los principios del humanitarismo y los postulados del Comité Internacional de la Cruz Roja; esto es, humanidad, imparcialidad, neutralidad, independencia y universalidad. Así ocurrió respecto a las crisis en América Central de finales de los setentas y principios de los ochentas; así aconteció respecto al prolongado conflicto armado en Colombia; así se verificó respecto a graves y recurrentes acontecimientos en Haití desde los noventas; y así se comprobó ante emergencias naturales a lo largo y ancho de la región durante décadas. Sin embargo, en el caso de Venezuela buena parte de los países de la región –en especial, los gobiernos de derecha de América del Sur– decidieron alejarse de una tradición que le había otorgado prestigio a nivel internacional. El evento emblemático fue la convocatoria de Juan Guaidó el 23 de febrero de 2019, para que ese día la ayuda humanitaria acumulada en Cúcuta, ciudad colombiana fronteriza, pudiera ingresar a Venezuela. Con ese propósito, y en un hecho inusitado, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, viajó a la frontera colombo-venezolana. Todo resultó un fiasco y el presunto “día D”, que sería el punto de inflexión de la crisis venezolana, no se concretó. En vez de confiar –como siempre lo había hecho América del Sur– en las agencias de la ONU y en la Cruz Roja para hacer efectiva la asistencia humanitaria, la región optó por instrumentalizarla –sin éxito– en función de una estrategia estadounidense orientada a provocar la caída del gobierno de Maduro.

Quizás algunos gobiernos de derecha en Suramérica hayan entendido lo costoso de modificar una tradición que supieron avalar administraciones de distinto signo ideológico. Es que “proteger lo humanitario” fue tácitamente, por décadas, una política común de diversos mandatarios y partidos en la región; “desprotegerlo” es, esencialmente, riesgoso.

en vez de confiar en las agencias de la onu y en la cruz roja para hacer efectiva la asistencia humanitaria, la región optó por instrumentalizarla –sin éxito– en función de una estrategia estadounidense orientada a provocar la caída del gobierno de maduro.

Caja siete: silencio ante las sanciones

Es importante recordar que en América Latina, y a raíz de la imposición del bloqueo de Estados Unidos a Cuba, las sanciones materiales no gozaron de buena reputación. Con el transcurso de los años se pudo observar que tenían un escaso efecto sobre una apertura del sistema político y que además eran fuertemente repudiadas por la opinión pública en cada nación.

La normalización de relaciones diplomáticas de los países de la región con Cuba fue generando una convergencia en cuanto al rechazo al bloqueo; en especial mediante las votaciones anuales en la ONU. Obviamente, el bloqueo impuesto por Washington a La Habana durante décadas no puede equiparse con las recientes sanciones financieras, económicas y petroleras aplicadas por Estados Unidos a Venezuela. Sin embargo, es llamativa la ausencia de críticas de la región frente a su despliegue.

Usualmente, América del Sur no cuestionó el empleo de sanciones personales y focalizadas de Estados Unidos contra un país del área, que incluían la prohibición de ingreso al país y el congelamiento de cuentas bancarias, entre otros. El recurso a sanciones materiales y masivas significa un salto notorio en el arsenal punitivo de Washington. Por un lado, implica un uso selectivo de las mismas, cuyo criterio varía frente a lo que acontece en determinados países. Por el otro, las sanciones afectan al gobierno pero también, y mucho, a la población: la administración dispone de menos ingresos pero la sociedad sufre las privaciones derivadas de las sanciones. Ni los gobiernos progresistas ni los de derecha han impugnado la política de Estados Unidos y no pareciera existir la disposición de controvertir con la administración Trump en torno a este tema, pues uno y otro tipo de gobierno tienen una agenda delicada en relación a Estados Unidos.

todo esto coloca al caso venezuela –y a través de él a toda américa latina– en el centro de la “alta política”. la región se torna más visible y se ve envuelta en el juego geopolítico de diversos países poderosos con intereses y propósitos divergentes.

Lo último que se pierde

La crisis de Venezuela es, básicamente, producto de los venezolanos. La mejor alternativa es aquella que combine una salida política, jurídica y ética sólida y sustentable. Esa es, quizás, la única opción incruenta. Y ello implica un paquete de elementos entrelazados y sucesivos en el tiempo: diálogo político genuino, acuerdo aplicable y llamado a futuras elecciones.

Cualquier solución negociada tiene como fundamento lo que los expertos llaman un “estancamiento dañino” (hurting stalemate), en el cual ninguna de las partes puede triunfar y a la vez tampoco acepta ceder. Entonces, se instala la sensación (o el convencimiento) de que el conflicto entre las partes no va hacia ningún lugar. Y, a su turno, ambas partes empiezan a reconocer que los costos de continuar en la confrontación superan los hipotéticos beneficios de un triunfo pírrico. El punto entonces es si Venezuela se aproxima o no a ese “estancamiento dañino” y si los principales actores internacionales vinculados, de un modo u otro, a la crisis en que está sumido el país facilitan o no que se llegue a dicho impasse.

En este contexto, el reto de América Latina es retomar parte de sus mejores tradiciones para contribuir a una solución política y pacífica de la situación venezolana. Y en esa dirección, cabe la pregunta: ¿los gobiernos de derecha de América del Sur estarán dispuestos a modificar sus comportamientos y objetivos para alcanzar dicha salida, o seguirán secundando a Washington en una estrategia que puede producir aún más inestabilidad y mayor caos en Venezuela y la región?

Revista Crisis


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