En ebullición – La Tribuna, Honduras
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
BROTES de manifestantes en las calles que se mantienen en protesta. Furgones atravesados y el transporte de carga paralizado a lo largo de la carretera del norte, por reclamos tarifarios. Las pipas de gasolina, sumadas al paro, no hacen las entregas programadas. Largas colas de vehículos de conductores desesperados peleando las últimas raciones de diésel y gasolina en las estaciones desabastecidas. Las clases suspendidas y los negocios trabajando a medio vapor. Un segmento de la Policía de brazos caídos negociando con el gobierno un pliego de peticiones. Los que apuestan a la caída del gobierno –con poca o ninguna noción de lo que sobreviene después– ventilando las brasas encendidas. Las ciudades, dejadas al amparo de Dios, sin la seguridad que a medias brinda la fuerza policial, se convierten en trinchera ardiente donde las turbas toman el control de las calles. El pavor frente a la evidente agitación se hace presa de la ciudadanía. Tráfico endemoniado, sin paso por los bulevares y otras arterias de alivio de la hacinada capital, a la hora en que el tropel de empleados sale de sus trabajos con rumbo a sus casas.
El acoso de los encapuchados en los puntos neurálgicos impide el ritmo normal de la actividad cotidiana. Cerrada la Universidad y las escuelas. A la porra la educación. En horas de la noche, como luciérnagas que atraen la atención en la oscuridad, los desolados establecimientos comerciales se convierten en blanco para el atraco. Un grosero saqueo de almacenes, de tiendas, de centros comerciales. Los videos que se transmiten por las redes sociales y los canales, captan el momento cuando los rateros ingresan a los establecimientos –desafiando la poca vigilancia privada, rompiendo puertas y ventanales– para vaciarlos. Salen alborozados unos y otros con las caras cubiertas cargando en el lomo los paquetes. Algunos son los mismos que temprano anduvieron quemando llantas y colocando piedras en la vía pública para impedir la libre circulación. El estupor de la ciudadanía honesta viendo en sus pantallas el trance soporoso de semejantes fechorías. Mientras se transmitían los sucesos vandálicos, escuchamos el comentario de una empleada doméstica –solidaria con las manifestaciones de los gremios antes que ocurrieran los desmanes– exclamando: “Eso ya no es protesta; esos son vagos delincuentes”.
“Una ofensa para nosotros los pobres que nos ganamos la vida decentemente”. “Qué daño hacen; esas pérdidas las terminamos pagando nosotros”. (Palabras sencillas pero proféticas). Arruinaron el auge en los mercados del catorceavo mes.
El momento cuando el negocio lento –en los almacenes grandes y medianos, pero también de los pequeños mercaderes– acariciaba la esperanza de reponerse. Igual que aquellos zafarranchos postelectorales estropearon las navidades. Sin forma de recuperar las inmensas pérdidas sufridas. Si la gente por falta de empleo ahora huye en caravanas –atajadas en México ahora que su territorio, sometido a la amenaza arancelaria de POTUS, sirve como gran muralla de contención– ¿se imaginan lo que causa a la desocupación este letargo en que ha caído el país? Como preámbulo de la hoguera que calienta una caldera ya ratos en ebullición. Como evidencia de cómo comienzan las cosas –culpa más de unos que de otros, pero siempre con espacio de sobra para rociar por todos lados abundante culpabilidad– sin que nadie recuerde cómo empezaron y menos sepan cómo terminan. El episodio reciente –que tampoco concluye porque sigue la procesión– acabó en vandalismo y en pillaje.