Eduardo Galeano y los zapatistas: con los dioses adentro – Por Luis Hernández Navarro

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Por Luis Hernández Navarro

Con un paliacate rojo anudado al cuello que le obsequiaron los campesinos de Atenco, Eduardo Galeano llegó ese 2 de abril de 2009 a la Sala Nezahualcóyotl, en la Universidad Nacional Autónoma de México. Una multitud de más de 2 mil 300 personas, en su mayoría jóvenes universitarios, lo recibió de pie con una interminable ovación. Ávidos de escucharlo, aguantaron su llegada durante más de seis horas en filas interminables. Muchos más, que no encontraron asiento, debieron conformarse con oirlo en las bocinas colocadas fuera del auditorio.

El escritor dedicó su lectura a distintos personajes, entre ellos a Adolfo Gilly, y a “todos los que defienden la justa causa de los presos de Atenco” porque, como lo enseña la tradición mexicana, “la tierra es sagrada y si la ésta es sagrada, sagrados son también quienes la defienden”.

Al finalizar, recibió un interminable bombardeo de preguntas envueltas en pequeños papeles. Una de ellas inquirió sobre el EZLN y el subcomandante Marcos. No era un cuestionamiento cualquiera. El zapatismo no suscitaba ya en ese momento la adhesión masiva entre los intelectuales de izquierda que provocó entre 1994 y 2001. Dentro del país, su adhesión a la huelga universitaria de 1999, la ruptura con el cardenismo después de la aprobación de una Ley indígena que traicionó los Acuerdos de San Andrés, la iniciativa de La otra campaña en el marco de los comicios de 2006, y su distancia del lopezobradorismo provocaron una franca animadversión de académicos e integrantes de la izquierda institucional que durante años acompañaron su lucha.

No se trataba de un fenómeno exclusivamente nacional. En el resto de América Latina, la apuesta de los rebeldes del sureste a favor de la construcción de otro mundo desde abajo, su discreto escepticismo hacia los gobiernos postneoliberales y su amistad con los movimientos antisistémicos de base autonomista, los alejaron de una parte de la intelectualidad del continente de matriz estatolátrica, así como de otra convencida de la posibilidad de hacer grandes transformaciones sociales por la vía electoral.

En esas circunstancias, la respuesta de Eduardo Galeano a la pregunta sobre el zapatismo revestía una enorme importancia. Implicaba una toma de posición ante un diferendo relevante en el mundo de la izquierda que tendría consecuencias prácticas. Ciertamente, intelectuales de la talla de Pablo González Casanova, Luis Villoro, Carlos Montemayor y Adolfo Gilly avalaban el proyecto de los rebeldes mexicanos, pero sus críticos de la izquierda intelectual disparaban contra ellos obuses de grueso calibre, exigiendo, en nombre de la utilidad política, su sometimiento a un propuesta que no es la suya.

Como lo hizo desde el primer momento de la insurrección indígena hasta el último día de su vida, el autor de Las venas abiertas de América Latina defendió sin ambigüedad alguna el legado y el sentido político del proyecto rebelde. Empecinado en rescatar la memoria secuestrada del continente, distanciado por elección propia de la pretensión de escribir obras imparciales, enemigo de la prosa aburrida de la izquierda tradicional, hizo una reflexión de largo aliento en la que reivindicó la antisolemnidad de los insurgentes mexicanos.

“Zapatistas –dijo– somos muchos en todas partes aunque no sepamos que lo somos. Todos los que actuamos movidos por la voluntad de Justicia y la voluntad de belleza. Y todos los que agradecemos a Marcos que haya inyectado sentido del humor al discurso tradicional de la Izquierda, que yo creo que ese es el mérito principal aparte de todo lo que el movimiento zapatista nos enseña: como movimiento comunitario, indígena, de raíces hondas, que anda en busca de una democracia de verdad; pero además, esta novedad del sentido del humor que era completamente ajeno al discurso de la Izquierda tradicional. No te tomes en serio nada que no haga reír. Le agradezco a Marcos que me haga reír.” El auditorio respondió con una estruendosa ovación aprobatoria.

Su respuesta no fue un hecho aislado. La relación entre Eduardo Galeano, el EZLN y el subcomandante Marcosfue a los largo de los años cálida y profunda. Acostumbrado a mirar hacia abajo y a escuchar las voces de los invisibles, el escritor comprendió, mucho más rápido y mejor que multitud de analistas y científicos sociales, la naturaleza, el aliento y el mensaje de los Nadie del sureste mexicano. Con la potencia de su prosa, elaboró a través de sus tradicionales pequeñas viñetas, una creación literaria sustentada en bases documentales, que es el relato de una epopeya que perdura con el paso del tiempo.

II

Entrevistado en julio de 1996 por La Jornada en el marco del primer Encuentro por la Humanidad y contra el Neoliberalismo (http://goo.gl/hq1gFA), el autor de Memoria del fuego miró con los ojos del historiador que afirmaba no ser el levantamiento chiapaneco. “Los zapatistas –señaló en aquella ocasión– han recogido muy bien una herencia que viene de otros procesos revolucionarios de los últimos años […] en América Latina (la izquierda), estuvo en sus inicios muy viciada por una idea que le impidió cuajar plenamente en las realidades nuestras y arraigarse como hubiera sido deseable, y era la idea de que la revolución iba a salvar al pueblo y que los intelectuales alumbrarían a la plebe. A partir de las revoluciones cubana y sandinista y de muchos procesos populares que hubo en países latinos, como que se hizo posible esta insurgencia de Chiapas, que propone el camino inverso: viaja desde adentro y desde abajo, contradiciendo así el viejo esquema de civilización y barbarie dentro del cual la izquierda latinoamericana estaba presa –está todavía, pero cada vez menos– porque en él, la verdad venía de afuera y de arriba, nunca de adentro y de abajo.”

Con mucho, el amor entre Eduardo Galeano y el EZLN fue un amor correspondido a través de los años y los daños. Hay entre ellos mucho más que participación conjunta en eventos políticos, intercambio de correspondencia, confesiones y complicidades. Si la obra del escritor está poblada de retratos zapatistas, el imaginario insurgente está regado con la literatura del creador de los Espejos.

En una carta del 2 de mayo de 1995, el subcomandante Marcos le confesó al uruguayo que le escribe porque le dieron ganas de hacerlo. “Es de madrugada y como almohada tengo un fusil (bueno, en realidad no es un fusil, es una carabina que fue de un policía hasta enero de 1994. Antes servía para matar indígenas, ahora sirve para que no los maten)”, le cuenta el vocero rebelde, al tiempo que le confiesa que lee uno de sus libros a la luz de un cabito de vela.

Símbolo de lo profundo de esa relación es que el maestro José Luis Solís López, zapatista de la comunidad La Realidad, tomó como sobrenombre el de Galeano. El maestro Solís López fue asesinado el 2 de mayo de 2014 por integrantes de la Central Independiente de Obreros y Campesinos Histórica, en el marco de una sostenida agresión gubernamental en contra del proyecto autónomo zapatista. El autor de Los hijos de los días declaró entonces al portal informativo DesInformémonos: “Ojalá no haya muerto en vano ese otro Galeano: yo lo continuaré, de todos modos.”

Días después, en una ceremonia del adiós pública en la que el subcomandante Marcos anunció su desaparición como vocero rebelde y como figura, al tiempo que divulgó una apasionada reflexión sobre el pasado y el futuro del proyecto zapatista, el rebelde tomó el nombre de su compañero asesinado. Marcos se convirtió en Galeano.

Eduardo Galeano encontró entre los indignados madrileños entusiasmo, una palabra griega que significa tener a los dioses adentro. Encontrar entusiasmo –dijo– le hacía ver que vivir vale la pena, y que vivir está más allá de las pequeñeces de la realidad política. Mucho más allá de las pequeñeces de la realidad política, marcada por el entusiasmo, la relación entre zapatistas y Galeano parece haber sido siempre una vivencia compartida de tener los dioses adentro.

La Jornada


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