Ahora sí: a concesionar Ecuador – Por Juan J. Paz y Miño Cepeda

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Por Juan J. Paz y Miño Cepeda

Durante las décadas de 1960 y 1970 se logró la modernización capitalista del Ecuador. Se cumplía, además, un largo proceso iniciado por la Revolución Juliana (1925-1931) para superar el régimen oligárquico, durante el cual los intereses privados prevalecieron sobre el Estado.

Paradójicamente fueron dictaduras militares las que ejecutaron esas transformaciones: la Junta Militar (1963-1966), originada en las labores de la CIA en un contexto latinoamericano de guerra fría, inauguró el “desarrollismo”; el general Guillermo Rodríguez Lara (1972-1976) lo consolidó; y a pesar de su giro derechista, el Consejo Supremo de Gobierno (1976-1979) no lo desmontó.

El desarrollismo implicó la activa intervención del Estado en la economía y los militares tuvieron muy claro que había que imponer los intereses del Estado, por representar a los de la nación, sobre los intereses privados. La “Filosofía y Plan de Acción” que inspiró al gobierno “Nacionalista y Revolucionario” de las Fuerzas Armadas encabezado por Rodríguez Lara (influido por el “socialismo” del general Juan Velasco Alvarado, gobernante del Perú entre 1968-1975), es un documento fundamental para entender cómo se articuló la necesidad de liquidar el régimen oligárquico, con la de imponer los intereses del Estado nacional a los sectores privados acostumbrados a manejarlo y que atacaron al modelo desarrollista como “estatista” y “comunista”.

En ese marco, con recursos estatales, fueron creados INECEL (Instituto Ecuatoriano de Electrificación, 1961), IETEL (Instituto Ecuatoriano de Telecomunicaciones, 1972) y otras instituciones públicas. El primer Plan de Desarrollo (1964-1973) posibilitó que, bajo el amparo del Estado, crezca el sector empresarial como nunca antes. El Plan Nacional de Electrificación para 1971-1985 contempló 5 grandes centrales hidroeléctricas y otras regionales, pero solo llegó a ejecutarse uno: Paute, que, pasó a proporcionar energía inédita para el país.

La Constitución de 1979, con la que se inició la época de los gobiernos constitucionales, preservó el manejo de los sectores estratégicos en el Estado y renovó claramente el interés público nacional sobre los intereses privados. Las derechas económicas y políticas siempre renegaron contra ese modelo “estatista”. De modo que con el gobierno oligárquico-empresarial de León Febres Cordero (1984-1988) despegaron los intereses privados para recobrar el control del Estado, en un marco internacional hegemonizado por el neoliberalismo.

Entre 1984-2006, los sucesivos gobiernos, enceguecidos por el “modelo empresarial” en construcción, lograron edificar la idea de que los intereses privados, el mercado, los empresarios, son capaces de construir la modernización y hasta la riqueza, y que el Estado es pésimo administrador, no sirve y hay que achicarlo y privatizarlo. Hasta se logró una nueva Constitución, la de 1998, que favoreció las tesis del neoliberalismo en auge por toda Latinoamérica.

Pero el país vio crecer un capitalismo oligárquico, mientras al mismo tiempo la riqueza se concentraba en una elite, se deterioraban las condiciones de vida y de trabajo de la población, y se impulsaba una sistemática política de los sucesivos gobiernos para descuidar las empresas y servicios del Estado.

El paraíso del modelo empresarial produjo los más grandes atracos privados contra el Estado (así ocurría en la época oligárquica del siglo XIX) y contra la ciudadanía, como fueron la “sucretización” de las deudas empresariales (1983 y 1987), los “salvatajes” bancarios, el feriado bancario de 1999 y la dolarización (2000). Sixto Durán Ballén (1992-1996) intentó privatizar la seguridad social, pero también las telecomunicaciones y la electricidad. En las décadas finales del siglo XX los negociados y abusos con fondos públicos estuvieron a la orden del día.

Los beneficiarios de las concesiones y las privatizaciones hicieron negocios envidiables, a costa del Estado. Las rentabilidades privadas crecieron con la evasión y elusión de impuestos. Pero estas formidables corrupciones privadas han quedado en la impunidad, porque el escándalo se aplica a la corrupción pública. Hay suficientes estudios e investigaciones académicas que prueban milimétricamente todo lo que afirmo.

De igual modo, estudios e investigaciones serias en el país y sobre todo en el exterior, reconocen que con el gobierno de Rafael Correa (2007-2017) y con la Constitución de 2008, se recuperaron las capacidades del Estado y se restituyó el interés público frente a los intereses privados. Hubo preocupación por los servicios estatales, que indudablemente mejoraron. Se construyeron obras y se dotó de infraestructuras a todo el territorio.

Se concluyeron ocho proyectos hidroeléctricos programados ¡desde la década de 1970! Se dieron pasos inéditos en la modernización y el desarrollo del país, con incuestionables resultados sociales y laborales, resaltados por datos internos e informes de organismos internacionales. Sin duda, en la fase final de su gobierno, afectado por la recesión económica, se optó por intentar ciertas concesiones en el marco de la alianza público-privada, contemplada por la Constitución.

El fanatismo de la “descorreización” hace olvidar la historia, aunque los casos de corrupción gubernamental, si bien magnificados por los medios de comunicación y los políticos, sin duda resultaron graves y ocasionaron el derrumbe de la imagen del gobierno de Correa.

Pero, suponiendo que todo estuvo mal, que las obras materiales no sirven para nada y que campeaba la corrupción por todo lado, al gobierno de Lenín Moreno correspondía distinguir los bienes públicos de su administración. Porque todo esfuerzo por perseguir la corrupción merece el reconocimiento nacional; pero, al mismo tiempo, es una obligación constitucional defender y preservar los bienes públicos.

Además, Moreno tenía que responsabilizarse por acabar con los problemas administrativos y solucionar todo aquello que estuvo mal. Y debe garantizar los bienes y servicios estratégicos, que no pueden ser privatizados, así como la seguridad social.

Sin embargo, un vocero del Ejecutivo anuncia que se iniciarán las concesiones de empresas públicas (empezando con CNT e hidroeléctricas). En un engañoso juego de palabras la privatización de hecho trata de ser disfrazada como simple traspaso de la “administración”, aunque no del “patrimonio”.

Pero la desesperación por obtener rápidos fondos para el fisco ha hecho que se pierda de vista la Constitución y el interés nacional. Se asume como algo fantástico, la concesión por 20 años, que el Estado obtenga solo el 25% de los beneficios (la Constitución habla de mayoría para el Estado), que los trabajadores se aprovechen del 15% de utilidades, que se recaude impuesto a la renta. Incluso se pretende garantizar a las empresas concesionadas con privilegios absurdos, ya que, si por alguna razón no se respetan los acuerdos, el Estado deberá indemnizarles, con lo cual quedan maniatados los fueros estatales y su soberanía.

En lo de fondo el problema es que se ha impuesto en esferas gubernamentales un retroceso conceptual sobre el país. No hay la mínima idea de lo que ha sido la historia económica y social. Se ataca a los bienes y servicios públicos con los argumentos del sector privado, sin entender que la empresa pública se guía por propósitos y administración distintas, ya que mientras al Estado interesa atender a los ciudadanos, al sector privado solo le motivan las ganancias. Se desconoce las nefastas experiencias latinoamericanas con las privatizaciones y concesiones. No hay conocimiento de los estudios nacionales o internacionales que analizan y cuestionan el caduco liberalismo económico.

Un gobierno que en 18 meses giró hacia otro “modelo” de economía ya ofrece los primeros resultados: baja en el crecimiento económico y deterioro de los índices sociales, como puede verificarse en datos e informes del BCE, INEC o CEPAL. Y aún así, también se anuncian negociaciones con los EEUU para un tratado comercial, e igualmente para el ingreso al Acuerdo Asia Pacífico, que traerán enormes beneficios para aquellas elites empresariales, que siguen demostrando su carencia de responsabilidad nacional. Simplemente se vuelve a creer, a ciegas, que los intereses privados son buenos para el país y que el Estado es un estorbo para los negocios.

Para este segundo modelo empresarial en la historia contemporánea del Ecuador, nada importa. Y sus promotores son capaces de todo, incluso violentando instituciones, leyes, valores y principios. De modo que la acumulación de valor social históricamente generado por millones de ecuatorianos durante décadas y representado en las empresas y servicios estatales, corre el riesgo de transferirse a unas cuantas empresas particulares, para que se enriquezcan precisamente en perjuicio del Estado y a costa del trabajo social. Pero la historia tiene sus “ironías”, como sostenía Hegel, y llegará el momento para que los responsables de estos atentados contra el país respondan ante la justicia nacional.


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