Elena Poniatowska, escritora mexicana: “El periodismo te come, es como una droga”

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Por Maria Paula Lizaraz

Sonríe igual que aquellos años en los que el cabello le caía un poco más abajo de los hombros. Lleva una sudadera gris cubierta por un abrigo púrpura y en la cabeza un listón dorado que se confunde entre sus rizos. Vive con una gata café y un gato que “está vestido de smoking y es muy parrandero”. Tiene catalogados los libros de su casa. En cada pared hay una biblioteca y cree que tiene alrededor de quince mil. El primer piso está lleno de matas y de flores rojas. Tiene una mesa grande, redonda, solo para fotografías enmarcadas. Sentada sobre una poltrona amarilla que sostiene un cojín alusivo a López Obrador, abrazando con las manos un pocillo, mira hacia algo parecido al infinito para hablar mientras el humo del té se desvanece: “No te creas que me voy a echar todo este tinal así”.

Cuando Elena Poniatowska tenía 21 años, el jefe de redacción del Excelsior le dijo: “Tráigame otra mañana”. Ella acababa de presentarle una entrevista, su primera entrevista. Se fue del diario asombrada y un poco aterrada. Ahondando en qué podría hacer. Caminaba a paso lento, un paso que emulaba el despacioso pensar que se asomaba en su mente. “Me acuerdo que me fui caminando por la calle cuando vi a Amália Rodrigues, que cantaba fados portugueses, en la marquesina de un hotel. Entré al hotel y me dijeron que de parte de quién y dije que del periódico; si decía mi nombre nadie me iba a hacer caso. La entrevisté. Llevé la entrevista atravesando la calle, a una cuadra de Reforma”.

Antes de la primera publicación, ¿qué la llevó a querer escribir?

Quería hacer algo en la vida, no sabía qué. Esto fue una chiripada. Yo nunca pensé que este iba a ser mi oficio toda mi vida. El periodismo es una escuela que te come mucho, es como una droga: te solicitan, te dan tus órdenes y te llenas de trabajo.

Las primeras entrevistas que Poniatowska realizó fueron de sociales. De hecho afirma que México es una gran crónica de social. Su obra ha estado atravesada por híbridos entre géneros y entre realidad y ficción, pero eso ella no lo problematiza ni lo teoriza, como si viviera convencida —quizá de forma inconsciente— de que la vida está más del lado de lo poético que de lo que hemos bautizado real: “Yo nunca he pensado en los límites. En general casi siempre he trabajado con la realidad. Nunca he hecho cuentos de misterio o fantásticos, creo que no estoy capacitada. Hago cuentos de algo que vi o pensé o soñé”.

Así, según esa respuesta, el sueño (como el pensamiento) es otra fuente de la realidad que esta escritora ha bebido. Algunos asemejan la narración literaria con la vivencia alterada de los sueños; pero si los sueños y lo literario se componen de realidad, entonces lo que a diario creemos real está inundado de palabras y acciones fugaces pero cruciales que determinan el destino de unos y otros; y en ese juego a tientas de causa y efecto, la historia de la humanidad se ha ido tejiendo.

¿Y eso por qué lo vuelve ficción?

Porque así me sale. Antes de hacer periodismo escribía cuentos, muy joven.

Hasta los diez años solo leyó en francés, su lengua materna. En 1941 huyó de París y de la Segunda Guerra Mundial con su madre y su hermana, de frente al dolor a la infinitud de la desesperanza. Llegaron a México, donde comenzaría su chiripada; donde se haría feminista; donde nacerían sus hijos. Un tiempo después las alcanzó el padre y en 1947 nació Jan, su hermano menor, su hermano que estuvo en la noche de Tlatelolco. Ha escuchado, ha preguntado, ha leído, ha buscado, ha mirado, se ha dolido y con la fuerza de la conmoción ha escrito más de diez libros. Ha escrito de gestas sociales y ha perseguido historias reveladoras, de aquellos que viven hondamente, que luchan por un cambio, por la vida misma.

A Angelina Beloff, como al periodismo, se la encontró de chiripada. Le habían pedido que escribiera un prólogo para unos libros de Lupe Marín, la segunda esposa de Diego Rivera. Se puso a leer sobre el pintor y, como si el azar se hubiera dado así por conveniencia, descubrió a la pintora. “A mí me interesó porque había sido una rusa que pintó en París. Era un referente que estaba cerca de mí”. Querido Diego, te abraza Quiela es una novela tejida con cartas enviadas por una mujer enamorada que anhela que surjan diálogos de su escritura. Se trata de un digno y esperanzado monólogo que hace de la correspondencia un narrador único. Años antes de Quiela escribió Hasta no verte Jesús mío, la vida de una oaxaqueña en la Revolución mexicana. Y es que las páginas de Poniatowska han estado inundadas de una búsqueda de dignidad humana y un enaltecimiento de los grandes hombres, los que se aferran a la ilusión de un mundo mejor.

Para escribir El tren pasa primero conversó con el hombre que inspiró el personaje de Trinidad García, que estuvo en la cárcel diez años antes del 68, como consecuencia de una huelga derrotada: “Lo entrevisté ahí. Un día Álvaro Mutis me vio tras los barrotes y me gritó: ‘Elena, Elena’. Él estaba muy desesperado. Me pidió que le trajera libros de Proust, novelas, que lo fuera a visitar; entonces los domingos, cuando iba a ver a los presos ferrocarrileros, le llevaba los libros que me pedía y que le compraba en la Librería Francesa”.

Cuando García salió, iba a verlo a su casa. Pero hubo un problema: que él no quería hablar más que de sus discursos. Decía que un líder no tenía vida personal y que por eso no podría escribir sobre él. “Le dije: a mí me interesa la totalidad, me interesa hacer una novela. Es la lucha ferrocarrilera pero también es la vida”. En la presidencia de Luis Echeverría le otorgaron un premio de periodismo por La noche de Tlatelolco. Ella lo rechazó preguntando que a los muertos quién los premia.

¿Cómo recuerda que fue el proceso de “La noche de Tlatelolco”?

Yo le hice entrevistas a mucha gente que estuvo allí el 2 de octubre en la noche y que me dio su testimonio. Luego armé el libro a mi leal saber y entender. Todos repetían lo mismo: que a las 5:19 sobrevoló la plaza un helicóptero que echó tres luces de bengala verde. Cogí lo que más me interesaba de cada uno de los entrevistados.

La noche de Tlatelolco no solo compila el testimonio que le escuchó a centenares de personas. Está conformado por otras narrativas, como los coros de las marchas estudiantiles, los mensajes de quién sabe cuántas pancartas y el registro fotográfico desde la primera marcha del movimiento, en julio, hasta el 2 de octubre.

¿Considera que su mirada ahí también es uno de esos testimonios?

Yo escribo a partir de lo que a mí me golpea o lo que me fascina. Uno siempre escribe a partir de uno mismo y seguramente deja afuera cosas que otra persona habría visto y en las cuales quizá yo no me detuve. Yo me considero cronista; los cronistas ponen énfasis en algo.

En la edición conmemorativa de los 50 años de Tlatelolco menciona a López Obrador, dice usted que tiene ochenta años y que desde 1968 nunca había ganado su candidato. ¿Cómo está viviendo este momento histórico que algunos llaman la Cuarta Transformación?

Ha sido una felicidad enorme. Fui a acompañarlo al Congreso y en la tarde lo vi ante los cuatrocientos pueblos indígenas, lo vi cuando se hincó ante uno de ellos que le hizo una ofrenda, eso me conmovió mucho.

Poniatowska es franca al referirse a las relaciones humanas, a los procesos sociales, a lo insípido que es el sufrimiento en este mundo. Más que escribir, más que crear, dice: “Toda la vida me dediqué a recoger las palabras de los demás”.

¿Cuál ha sido la enseñanza más profunda que le ha dejado el periodismo?

El periodismo fue una gran lección de humildad: sabía que tenía que darme prisa, que me iban a cortar palabras, nunca sabes en qué parte del periódico vas a salir.

¿Qué ocurre con la escritura a medida que pasa el tiempo? ¿Qué ocurre luego de toda una vida escribiendo?

Con la edad eres mucho más autocrítica, tienes menos fuerza, te cansas con facilidad, se te olvida lo que escribiste y lo vuelves a repetir. Yo en general hago muchas versiones de un mismo libro y me cuesta mucho más ahora.

¿Y la autocrítica es un obstáculo o es una fuerza para escribir?

No tener autocrítica es pésimo: incluso cuando hablas en una conversación con los demás y te lanzas a decir algo que a nadie le interesa, si no tienes autocrítica no te das cuenta. La autocrítica es un conducto, un camino a seguir. Pero también demasiada autocrítica te paraliza y te esteriliza… Al principio, cuando haces cualquier trabajo lo que te ayuda es la inocencia y el entusiasmo, la frescura de que te lanzas porque se te antoja.

¿Qué es lo más valioso que ha visto en México?

Gente luchadora, como los ferrocarrileros: gente de mucha fuerza que aprendió mucho, que estuvo en la cárcel. Yo no me lo había preguntado, pero en la cárcel vi a muchísima gente muy valiente. Tengo mucha fe en la gente. Las enseñanzas te las da la gente.

¿Qué es lo que más le duele en la vida?

Me duele no haber leído más. Mi escuela fue finalmente el periodismo; a lo largo del tiempo, a través de tantas entrevistas y de tanto que he visto, espero haber aprendido algo. Qué lástima que tuve esa educación de convento de monjas y no leí lo suficiente de filosofía. Pero ni modo, ya no puedo regresar para atrás.

¿De la forma en que funciona el mundo, qué la espanta?

El precipicio que hay, sobre todo en América Latina y supongo que en África, entre una clase social y otra. La forma de vida de unos y otros; unos tienen todas las oportunidades y otros ninguna. Eso me afecta a diario, por eso me llamó la atención Andrés Manuel López Obrador: porque decía “primero los pobres”.

Y para usted ¿qué es la felicidad?

Si fuéramos todo el tiempo felices estaríamos todos idiotas, no es posible; mi mamá decía que era un chorrito, un ratito. Hay una canción para niños que dice [cantando]: allá en la fuente había chorrito, se hacía grandote, se hacía chiquito… De repente somos felices un rato, un tiempo en la vida. Quizá mi última felicidad fue que ganara López Obrador.

El Espectador

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