Venezuela: una noche interminable – Por La Nación, Argentina

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Tras veinte años de chavismo, el oprobioso latrocinio de espíritus y de bienes que castiga al sufrido pueblo venezolano debe cesar

Hace veinte años, Hugo Chávez, apodado el Comandante, ganaba las elecciones en Venezuela. Era el emergente de una crisis que la política tradicional no había podido resolver. Tras haber liderado dos fallidos intentos de golpe de Estado en 1992, Chávez se volvió la esperanza de millones de votantes de todos los sectores.

En 1958, el Pacto de Puntofijo, que siguió al derrocamiento del dictador militar Marcos Pérez Jiménez, había convertido a Venezuela en una isla dentro de un continente sudamericano en el que los gobiernos de facto y los golpes de Estado se sucedían. Lamentablemente, el sendero democrático terminó de truncarse desde 1998, cuando se inició un camino sin retorno hacia el totalitarismo, en manos de una cleptocracia encarnada hoy por Nicolás Maduro y sus cómplices, herederos del primigenio régimen chavista.

Venezuela enfrentaba una inflación del 30% y una rampante corrupción, en la que se habían sumergido los grandes partidos políticos desde 1973, año del alza del precio del petróleo. En una fiesta de dispendio, aun cuando las demandas de los sectores más marginados eran desatendidas, un trabajador podía hasta entonces vivir dignamente. Caracas y otras ciudades gozaban de una activa vida cultural. La atención de la salud era satisfactoria, al igual que el sistema educativo, con universidades capaces de formar excelentes profesionales.

Una conspiración encabezada por Rafael Caldera contra el presidente Carlos Andrés Pérez, quien había intentado enderezar el rumbo del país, liberó a Chávez, preso por aquellos fallidos intentos de golpe de Estado que ocasionaron la muerte de oficiales y soldados de ambos bandos. Lanzado ya a la compulsa electoral, se presentó como la reencarnación de los valores patrióticos de Simón Bolívar, proclamando una «gran aurora» para los postergados sociales. Contó con apoyos relevantes de la prensa y de sectores empresarios, que imaginaron, equivocadamente, que podrían controlar y dirigir al carismático líder.

Ya en el poder, el proceso de radicalización impuso un modelo socialista a imagen y semejanza de la Cuba comunista. La dependencia del castrismo se acentuó en todos los campos, al punto de enviar 150.000 de barriles de petróleo diarios al régimen isleño. Hoy, Maduro solo puede aportar 40.000 barriles de tributo.

Como en todo régimen autoritario, hubo que silenciar cualquier disidencia. Cientos de medios de comunicación fueron primero perseguidos y luego confiscados, al igual que unas 15.000 empresas. Se apropiaron también de más de siete millones de hectáreas productivas. En el avance sobre derechos y libertades públicas, impusieron una férrea persecución y la prisión para los opositores. Corría febrero de 2014 cuando una gran movilización popular se cobró la vida de más de 40 personas y llevó a la cárcel a dirigentes de distintas fuerzas políticas y sociales, entre ellos, Leopoldo López, aún preso.

Hoy, con el heredero de Chávez aguardando su reelección, la OEA reporta que cerca de cuatro millones de disidentes han emigrado de una coyuntura que golpea con falta de alimentos y medicinas, sueldos paupérrimos e índices de mortalidad infantil semejantes a los de Haití. Los pronósticos hablan de que en dos o tres años serán ocho millones, lo que constituirá el mayor éxodo masivo de los tiempos modernos, superando el de Siria y desestabilizando la región con una grave crisis humanitaria. En lo institucional, la Asamblea Nacional Constituyente, una suerte de sóviet supraconstitucional, reemplazó a la Asamblea Nacional; el sistema judicial responde al gobierno; los partidos políticos opositores al Partido Único y sus dirigentes sufren proscripción, cárcel o exilio, cuando de la amada patria para muchos solo queda un carnet que se apropió del nombre y que consiste en una cartilla de racionamiento. El control político y social se erige como totalitario espejo de Cuba y de la sangrienta Nicaragua de Ortega, reprimiendo todo atisbo de disidencia, con masacres callejeras como las de 2017, con doscientas víctimas, la mayoría jóvenes, y miles de detenidos y torturados en las mazmorras oficiales. A todo lo dicho se suman unas 65.000 muertes por delincuencia común y una inflación prevista para 2018 en un porcentaje con tantos ceros que cuesta asimilar: entre uno y dos millones por ciento.

Aislada internacionalmente, la tiranía de Maduro responde a la tutela no solo de regímenes como el de Cuba, sino también a los de Nicaragua, Irán, Corea del Norte, Rusia y China, estas últimas interesadas principalmente en condicionar su «apoyo» a la negociación de acciones comerciales ventajosas, sacando partido de los recursos propios de esta nación con las mayores reservas petroleras del mundo.

Aquello que surgió para no pocos como la esperanza de una «nueva aurora» se convirtió a lo largo de estos veinte años en la más brutal, sanguinaria y represiva noche totalitaria. Este modelo comunista, con tropas cubanas infiltradas en los servicios de inteligencia y en las fuerzas armadas que dan sostén a la oligarquía gobernante, es fiel reflejo de los llamados socialismos del siglo XXI, nacidos al calor del Foro de San Pablo, en la década del noventa, que algunos trasnochados todavía pretenden instaurar.

Las voces del mundo libre no se han alzado con toda su potencia. No podemos continuar mirando hacia otro lado; urge imponer sanciones internacionales a Maduro antes de que asuma por un nuevo período, el próximo 10 de enero.

El tiempo transcurre inexorable, empeorando la situación del 87% de la población venezolana que vive por debajo de la línea de pobreza, con 5500 personas abandonando el país cada día, incluso a pie, huyendo del desenfrenado avance autoritario sobre todas las libertades. Entre tantos indicadores de decadencia, el diario El Nacional, uno de los últimos bastiones del periodismo gráfico independiente, perseguido, con su presidente en el exilio y enfrentando insalvables dificultades para adquirir papel, ha dejado recientemente de editarse, al cabo de 75 años.

Sin más tiempo de descuento, el oprobioso latrocinio de espíritus y de bienes que castiga al sufrido pueblo venezolano debe cesar.

La Nación


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